HISTORIAS NEUQUINAS

Los indiecitos que lloraban antes del Museo de Añelo

Recuerdo de una crónica de la década de los ’80, en tiempos de hallazgos y de la última YPF estatal.
lunes, 4 de mayo de 2020 · 14:10

Salimos temprano, a bordo de un Fiat 133, la nueva joya del diario, un cero kilómetro apretado y chiquito, pero que daba casi 140 en la ruta. El chofer, un pibe de barbita candado y fama de buen rugbier, Barullo, y yo. En Centenario, se sumó el corresponsal de allí. El sabía cómo llegar.

La ruta que lleva al Mari Menuco se consumió en un ratito intrascendente, y pronto nos metimos por la picada que nos habían marcado los de YPF. Al principio, leal y casi cómoda. Pero después tuvimos que meternos en otra, más nueva y poco transitada. El fitito se quejaba como una mula demasiado cargada, y la velocidad fue reducida al mínimo, por miedo a dejar un pedazo de auto en alguna piedra grande.

Después de unos mates precariamente sorbidos entre los sacudones y el polvo, divisamos el cerro de nuestra cita. Nos arrimamos todo lo que pudimos, y después seguimos a pie con la mirada fija en las carpas que se veían flamear al viento allá arriba, a unos 150 metros, contra el cielo sin nubes de agosto.

Y llegamos. Nos saludó enseguida la antropóloga Ana Maria Bisset. Estaba con algunos operarios de YPF, que le habían puesto para colaborar, y dos mujeres de los Paynemil, que oficiaban de testigos implacables de todo lo que allí se haría.

– Vengan, por atrás de aquellos arbustos está la excavación- nos dijo Bisset-

Hicimos apenas unos metros, y allí estaban. Los esqueletos emergían de la arena y las piedras. Estaban desarmados, algunos más completos que otros. El trabajo de la antropóloga y sus ayudantes los había ido destapando, con cuidado.

– Eran nómades, cazadores y recolectores, por acá pasaban, nomás. Aquí armaron un enterratorio, para ir dejando sus muertos. Hay esqueletos de niños, también- nos mostró-

– ¿Y estimó los años, ya? Le pregunté, tratando de anotar algo entre el viento, la tierra, y el impacto de ver tantos muertos antiguos.

– Unos 500. Habrá que hacer pruebas en laboratorio- contestó.

Los huesos nos miraban, mudos. Los Paynemil habían armado algunas de las carpas, y se quedaban de noche, para cuidarlos.

– Algunas noches se escucha llorar a los chicos- nos dijo una señora, con gesto grave.

Entre los huesos, algunos elementos se habían encontrado. Chaquiras de conchas marinas, parte de sus collares. Agujereadas en el medio, para pasar una mínima cuerdita. Y algunas puntas de flecha. Poco más había sobrevivido al paso del tiempo.

– Los fémures son largos. Los adultos son individuos que eran altos, casi un metro ochenta- habló, como para sí misma, la antropóloga.

– ¿No eran mapuches? Pregunté.

– No…probablemente, tehuelches- me dijo.

Barullo sacaba fotos como poseído. El viento nos volaba los pelos y dificultaba entender las palabras.

Volvimos en nuestro maravilloso fitito, contentos de la nota, que se publicaría en el diario ese mismo día.

No había entonces Internet, ni siquiera teléfonos celulares. Tampoco había reclamos de mapuches sobre las tierras cercanas a Añelo. YPF era estatal, el gobierno era de Alfonsín, ya en sus postrimerías. Loma de La Lata no se había insinuado todavía en la producción de gas, que se seguía venteando en la mayoría de los pozos petroleros.

Barullo (Rodolfo Garavaglia) ya murió. El chofer y el fitito se perdieron en la noche de los tiempos. Al corresponsal de Centenario nunca más lo vi. Ana María Bisset también murió.

El cerro de los indiecitos se transformó en el Museo de Sitio de Añelo. Lleva el nombre de aquella antropóloga. No sé cómo está ahora, en tiempos de pandemia y aislamiento.

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