Una boda es una ocasión especial siempre, o al menos así ha sido durante la mayor parte de la historia humana; sin embargo, hay bodas y bodas, y entre tanta diversidad, la de Jeff Bezos, el magnate, con Laura Sánchez la (ex) periodista, se marca como una singularidad en esa historia, no solo por el derroche de dinero, y la galería glamorosa de famosos alquilados para la ocasión, sino por el morbo que despierta en una humanidad mayormente pobre, que mira desde la miseria generalizada cómo el mundo sigue siendo ancho, lejano y, sobre todo, ajeno.
Bezos, dicen los especializados en estas cuestiones, invirtió unos 30 millones de euros para reservar Venecia entera por tres días para su exclusiva celebración. A la ciudad italiana, una meca del turismo, le "donó" tres millones de euros de manera directa. Los invitados de la farándula fueron quirúrgicamente seleccionados, un par de centenares de famosos que acudieron a la cita haciendo gala de ser ellos mismos y justificándose en el pretendido glamour.
La novia se cambió 27 veces de vestido, y el desfile de exquisiteces para la ingesta magistral podría haber alimentado a pueblos enteros, pero se quedó allí, en la isla de San Giorgio de la ciudad flotante que inmortalizara para siempre Thomas Mann, con una novela extraordinaria ambientada en tiempos más oscuros, los de la peste, y con motivaciones tal vez más profundas que las exhibidas en este casamiento exagerado.
Las protestas de quienes se oponen al evento por considerarlo un derroche inadmisible, por el hecho de "comprar" una ciudad y usarla como decorado, se limitaron a un mensaje proyectado con láser verde en la torre de San Marcos: “No Kings No Bezos” (Ni reyes ni Bezos), decía. Tal vez los jubilados argentinos de las marchas de los miércoles tendrían alguna que otra cosa para decir, menos amable, o tal vez ya hemos renunciado a decir algo frente a estas situaciones, con el pobre argumento de que quien tiene la plata la gasta como quiere.
Este mundo vigente, donde cada vez hay menos gente con más plata, y cada vez más gente sin ella, no debería ser motivo de celebración ni de identificación con glamour alguno.
No es natural admirar la pornográfica exhibición del poder del dinero, sino una impostación alienada de la tremenda tragedia de un mundo oscuro, desigual y mayormente sufriente.