Cabaret “Belle de Jour”, Nueva Jersey a la medianoche.
Ingresamos al salón del cabaret “Belle de Jour” a contramano cuando todo el mundo estaba saliendo. Una gran mayoría del público lo integraban hombres de mediana edad, aunque había algunas pocas mujeres en pareja…con otras mujeres.
El salón era lo más parecido a la planta baja de la Torre de Babel cuando Jehová desató su castigo: todo el mundo sabía para qué estaba ahí, pero hablaban idiomas totalmente distintos.
Estas lenguas eran mayoritariamente el inglés en todos sus acentos, no solo estadounidenses, ya que detecté, además de algunos británicos, un par de granjeros australianos y unos intricados marineros escoceses.
Había en esa apretada multitud europeos, latinos, algunos africanos, otros con aspecto de árabes y varios indios de la India.
Los comentarios que logré pescar en ese poblado cardumen de almas perdidas que nadaban hacia la salida se referían casi exclusivamente al número estelar del show de Lady Sax, también conocida como “la Dama Desnuda” debido a la marca y modelo del saxofón tenor que ejecutaba en escena: un Conn modelo M10 de 1935, un instrumento mítico que, quién sabe por qué inexplicable razón de sus fabricantes, traía grabada en su campana la imagen de una bella mujer mostrando sus pechos desnudos. De ahí venía el mote de “La Dama Desnuda” con el que lo habían bautizado los saxofonistas de los ‘30s.
Los comentarios del público eran en su mayoría escuetos, pero coincidían casi por entero: “ ¡Espectacular! ¡Increíble! ¡Nunca vi algo igual en toda mi vida! ¡Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no lo creería! ¡Qué mujer, Dios mío! Curiosamente nadie hacía referencia a su interpretación del saxofón.
Lo miré a Sam y el me miró con cara de “¡Te dije que era un número único!”. A lo cual le respondí agriamente poniéndole cara de “¡No puedo opinar, todavía no lo vi…! “.
Antes de enfilar hacia el camarín de Lucy detuve a Sam, tomándolo del brazo.
-Estuve pensando seriamente este encuentro. Creo que, si tenemos la oportunidad y ella se muestra abierta a escucharnos, debemos decirle la verdad, le dije al “gordo”.
-¿Le vas a decir que le mentimos? ¡Me imagino ya como va a reaccionar! ¡Preparate para volver a tu casa con una suela talle 45 tatuada en tu trasero!, respondió Sam jocoso aunque algo nervioso.
-No, “gordo”, la entrevista sigue firme, eso se lo voy a garantizar yo en persona antes de seguir hablando. Lo que quiero ver es si ella se muestra abierta a hablar de lo que pasó con Norman. Lo que me interesa es poder llegar a ella, creo que sabe mucho más de todo esto de lo que nosotros suponemos, y la única forma de saberlo es haciéndonos amigos, señalé.
-Suena bien, esperemos que todo salga igual de bien, dijo Sam, y enderezamos hacia nuestro destino, dejando atrás el salón, que a esa altura de la noche había quedado prácticamente vacío.
Lo primero que notamos al llegar es que la puerta del camarín de Lucy ostentaba la estrella dorada que informa que el artista que se encuentra en su interior es una consagrada figura del espectáculo.
Bajo ese emblema se podía leer el nombre de la dama en metálicas y brillantes letras doradas incrustadas de brillante estrass.
Semejante distinción era algo absolutamente infrecuente en este tipo de locales cuasi marginales, y mucho menos si la destinataria era una mujer cuyo máximo logro artístico parecía ser salir a escena sin más ropa que un saxo tenor. Así al menos lo ilustraba un poster colgado en una de las paredes del salón.
Era evidente que la osada performance de Lucy reportaba pingües ganancias tanto al cabaret como a la Dama Desnuda.
Golpeamos la puerta y escuchamos una cálida voz desde el interior:
-¿Quién es? Estoy vistiéndome…
De inmediato noté que, pese a los años transcurridos desde que emigró a este país, ella conservaba su acento brasileño, por lo que vi la oportunidad de empezar a derribar los muros de hielo que podían separarnos. Como el portugués es uno de los idiomas que hablo, respondí con mi mayor cortesía:
-Nós somos os jornalistas que estão aqui para entrevistá-la. Se você ainda não estiver pronto, podemos esperar por você, dije tratando de sonar amable.
No terminé de decir mi frase que la puerta del camarín se abrió como si hubiera sido accionada por un resorte.
Frente a nosotros había una hermosa mujer de rubios cabellos, enfundada en una “robe de chambre” de seda roja con motivos orientales de color dorado. Sus pequeños pies terminaban en dos chinelas con los mismos colores.
La dama nos escudriñó hasta que sus ojos se posaron en los míos y sin quitarme la mirada me preguntó con la seguridad de quien sabe la respuesta:
-¿Foi você quem falou em portugués?.
-Sí –respondí de inmediato- sabía que usted era brasileña y quise ser cortés. Amo hablar portugués, amo Brasil, su cultura y su gente y, por sobre todo, amo a la mujer brasileña. No recuerdo, en toda mi vida, haber sido más sincero.
Sus ojos no se despegaron de los míos. Estuvimos detenidos en el tiempo por unos segundos, hasta que Lucy decidió romper el hechizo invitándonos a pasar y ofreciéndonos unos sillones para sentarnos.
Lo primero que hice fue proponerle continuar la charla en portugués si ella lo prefería o bien hacerla en inglés. Eligió la segunda opción agradeciéndome, no obstante, el ofrecimiento de hablar en su idioma natal.
Acto seguido nos preguntó si deseábamos beber algo. El “gordo” pidió un estoico vaso de agua y yo dirigí mi vista hacia un pequeño bar, donde pude divisar lo que para mí era, en esas circunstancias, un elixir de los dioses: una botella de “cachaça” Velho Barreiro, la popular bebida de caña de azúcar con la que se prepara la famosa “Caipirinha”.
Le pregunté tímidamente si sabía preparar ese cóctel que tantas veces bebí en mis viajes a Brasil. La dama sonrió con inocultable satisfacción y exclamó:
-¡Eu tinha certeza de que você me perguntaria isso!, y seguidamente inició el sagrado ritual de mancomunar el aguardiente de caña con sus hermanos: el hielo, la lima y el azúcar.
Era evidente que, a esa altura de la noche y luego del prefacio en portugués, nuestro tiempo con Lucy empezaría a estirarse a la manera en que lo imaginó Salvador Dalí en su obra “La persistencia de la memoria”, donde relojes, y en consecuencia el mismo tiempo, parecen derretirse en un yermo de absoluta soledad.
Lucy parecía estar disfrutando de nuestra visita y no demostraba ningún apuro en terminar el encuentro. Serena, como si estuviera en el medio de una sesión de meditación, terminó de preparar con envidiable maestría mi “Caipirinha” y delicadamente depositó el vaso sobre una mesa de café situada justo frente a mí.
Luego se dirigió hacia un rincón del camarín donde había un equipo reproductor de música. Allí extrajo un disco de su sobre y lo colocó en la bandeja giradiscos, tras lo cual destrabó el brazo fonocaptor y posó suavemente la púa sobre el surco de vinilo.
El sonido de un piano atravesado por la melancolía inundó el ambiente y de inmediato reconocí esa música y su intérprete: Se trataba de “Time remembered” en la versión de Bill Evans, el mismo tema que Norman Blake interpretó la última noche en que lo vi tocar en el club de Sam. La ultima vez que lo vi con vida.
El “gordo” identificó la pieza al instante y sus ojos me transmitieron su emoción, la misma que también me embargaba. Enseguida saqué algunas primeras conclusiones de este acto:
Estaba claro que Lucy no daba el perfil de ser una aficionada a Bill Evans. Ese tipo de jazz tan complejo como profundo, enraizado en el “be bop”, solía llegar a la vida de uno como una herencia, ya sea de un amigo, de un maestro o bien de una pareja que se lo transmitía como en un rito iniciático.
Además, no cabía dudas que Lucy conocía a Bill Evans gracias a Norman, que era una suerte de maestro zen de esa estética desgarrada y desolada que caracterizaba al gran pianista de Plainfield.
Mientras todo esto ocurría, en mi mente no dejaba de retumbar una pregunta que martillaba mis sienes como lo hace el herrero en el yunque, desafiándome con echar abajo todos mis principios y con ellos toda mi estantería ética y moral:
¿Cómo demonios podría yo decirle a Lucy, después de todo el encanto inicial de la conversación en portugués, después de la “Caipirinha” preparada por sus propias manos y, finalmente, después del disco de Bill Evans, que nuestra visita no tenía una intención periodística, sino que veníamos a escarbarle el alma preguntándole sobre la persona a quien ella más odiaba en todo el bendito planeta?.
Sea como fuere, había que plantear esta situación de inmediato, antes de que sea muy tarde y la ira, lógicamente desatada, de la dama, terminara con nuestra eyección del lugar a manos de los fornidos guardaespaldas .
El “gordo”, que parecía sufrir en silencio, parecía estar de acuerdo conmigo.
Fue entonces cuando una idea atravesó como un relámpago el firmamento de mi mente oscurecida por la incertidumbre y el temor. Un pensamiento rebosante de simplicidad, claridad y mucho sentido común en el que, seguramente, no habíamos pensado. Por ejemplo:
¿Y si Lucy aún no sabía de la muerte de Norman Blake?
¿Si no estaba enterada, por cualquier razón?
¿Si justo en esos días en que “el fantasma” fue asesinado, la dama había estado fuera del estado o del país y nunca se enteró porque simplemente no leía los diarios?
Y muchos más…
Eran una colección de diferentes posibilidades, las cuales, de ser ciertas, nos permitirían conocer una parte importante de la verdad oculta en el alma de la dama.
Pensé entonces en una serie de preguntas y argumentos “gatillo” que, a manera de puertas que abren otras puertas, irían conduciéndonos al fondo del mar de sentimientos de Lucy y nos permitirían desvestir a esta Dama aparentemente Desnuda y mostrarnos así su verdadera desnudez, libre ya del mito perpetuo con el que ella parecía cubrirse.
Sin pensarlo mucho me lancé presto a la arena:
-Lucy, su amabilidad y sus gentilezas nos obligan a ser absolutamente sinceros con usted, prométame que seguiremos hablando a pesar de todo lo que yo le diga.
-Depende -respondió mirándome con interés pero a la vez extrañeza- depende de lo que me diga.
Respiré profundo y mirándola a los ojos le comuniqué:
-Lucy, nosotros no vinimos para una entrevista estrictamente periodística, aunque le prometo que lo haremos cuando usted quiera. Lucy, nosotros vinimos a hablar con usted sobre una persona de la que, probablemente, no quiera ni oír hablar, pero sepa que usted es la persona que más puede ayudarnos…
-¿Ayudarlos a qué…? Preguntó mirándome como estuviera de pie ante un pelotón de fusilamiento. Por un instante pude atisbar en sus ojos el miedo de la pequeña niña de la amazónica Tapauá y traté de transmitirle confianza.
-Ayudarnos a encontrar la verdad, apunté.
-No entiendo, no sé de qué me está hablando...¿Qué verdad…?. Su voz sonaba nerviosa, insegura, entonces, sin más, formulé la primera pregunta de la serie, abrí así la primera puerta:
-¿Usted fue amiga de Norman Blake?
Sus ojos se encendieron de furia. La chiquita de Tapauá se transformó ipso facto en la adulta hembra herida que no pudo superar el dolor del zarpazo infligido por Norman y que, pese al tiempo y la distancia, continuaba sangrando.
-¡No quiero hablar de esa persona!, exclamó en un grito con la voz dominada por la rabia que la hacía sonar aun más grave. Sus ojos taladraban los míos. Me tomé unos segundos para dejarla reponerse y abrí la segunda puerta:
-¿Qué es lo último que ha sabido de Norman Blake?.
-¡No sé nada de él, ni me importa lo qué esté haciendo, no sé dónde vive y, honestamente, ya no deseo hablar de ese hombre, nunca más, no me interesa!.
Su respuesta confirmaba mi sospecha: Lucinda do Amaranto da Silva, a.k.a.Lady Sax, como diría el teniente Valdez en su jerga policíaca, desconocía la suerte corrida por Norman Blake, ignoraba que el hombre que más amó en su vida, y al que probablemente seguía queriendo, estaba muerto.
Lentamente, como en el silencio de un confesionario, como en la intimidad del dormitorio compartido, como en la soledad del adiós, procedí a abrir la ultima puerta, la que retiraba el ultimo velo de la Dama Desnuda:
-Lucy…Norman Blake está muerto.
Terminé mi sentencia con la sensación de que toda la atmósfera del camarín se había detenido. Sentí como si la Tierra hubiera dejado de rotar sobre su eje y con ella todas las estrellas de todo el Universo.
Frente a mí, Lucy parecía una estatua griega mirándome como si detrás de mí únicamente estuviera la misma nada. Impávida, con la mirada perdida, parecía clavada en su sitio, desconectada de todo el ancho mundo, descolgada del propio Universo.
De pronto, aquella rabia inicial de la primera pregunta parecía haber desaparecido de su mirada. Se empezó a inundar con lágrimas, que caían por su rostro como cataratas salobres.
Un “tsunami” de tristezas sin consuelo se había abatido sobre su alma.
La mujer despechada volvía a ser nuevamente la niña de Tapauá, con la diferencia que ahora se encontraba definitivamente sola en el mundo. El hombre a quien odió, pero que una vez amó, había dejado de ser parte de su vida.
El odio y el amor suelen ser sentimientos simétricamente complementarios, como la imagen que nos devuelve el espejo. A veces, el odio no funciona como contracara del amor sino más bien como su desgraciado complemento. Lo contrario del amor es en verdad la indiferencia, que no es otra cosa que el odio disfrazado de mentira.
Le alcance mi pañuelo para que enjugue sus lágrimas y ella vino hacia mí, se sentó a mi lado y me abrazó para llorar desconsoladamente cobijada por mis brazos.
Miré al “gordo” y le dije que fuera a buscar al gerente por si Lucy necesitaba alguna ayuda.
En un momento ella alzó su rostro y mirándome a través de un mar de lágrimas me susurró lo que, a esa altura, todos presentíamos:
-Eu nunca deixei de amá-lo… ¿Como viverei sem ele neste mundo?
Tras esa confesión , la Dama Desnuda se desvaneció en mis brazos y, con ella, todas nuestras absurdas sospechas.
(Continuará)