Lampazo no era un perro cualquiera, era un Terranova, todo un símbolo, porque esa raza representa la hermandad entre el
hombre y el mar, la lealtad, el espíritu indomable de los que navegan sin importar las tormentas.
Pero por sobre todo, Lampazo era un marinero, uno que jamás abandonó su puesto, que navegó los mares con la tripulación, que compartió tormentas y noches estrelladas, que acostumbró su oído al rugido de los motores y al crujido de la madera acunada por las olas.
Quienes hayan tenido la oportunidad de visitar la Fragata ARA Presidente Sarmiento, el buque museo al que concurren niños, turistas, historiadores y viejos marinos, seguramente han salido de allí con el nombre de Lampazo grabado en la memoria. Todos recuerdan a ese viejo lobo de mar, todos saben quién fue.
Lampazo llegó al mar de la mano del capitán Laprade, comandante de la Fragata Libertad y allí se convirtió en un tripulante más.
Su nombre no fue por casualidad, en los barcos con el lampazo se limpian las cubiertas, seguramente su larga y mullida cola inspiró el apodo. Y así el perro marinero navegó los mares, visitó puertos, fue testigo de despedidas y regresos, de juramentos y promesas y al igual que otros perros marinos famosos, como Just Nuisance, un gran danés enrolado en la Marina Real Británica que se convirtió en un emblema de la Segunda Guerra Mundial, Lampazo también dejó su huella imborrable.
Durante una travesía un marinero cayó al agua durante una tormenta. La tripulación luchaba contra la furia del mar cuando, sin dudarlo, Lampazo saltó tras él, nadó con sus poderosas patas hasta alcanzarlo y lo mantuvo a flote hasta que lograron rescatarlos. A partir de ese día nadie más volvió a cuestionar su lugar en la tripulación, se ganó el respeto de todos. No era solo un perro, era un héroe.
Durante una travesía un marinero cayó al agua durante una tormenta. La tripulación luchaba contra la furia del mar cuando, sin dudarlo, Lampazo saltó tras él, nadó con sus poderosas patas hasta alcanzarlo y lo mantuvo a flote hasta que lograron rescatarlos. A partir de ese día nadie más volvió a cuestionar su lugar en la tripulación. No era solo un perro, era un héroe.
Cuando los años se hicieron sentir en su cuerpo cansado y el ciclo vital se cumplió, Lampazo no desapareció, ni fue arrojado al mar ni sepultado en tierra. Su cuerpo fue embalsamado y sigue a bordo, no como un trofeo, no como una rareza de museo, sino como un guardián eterno, como la memoria viva de aquellos que entienden que el amor y la lealtad no mueren con la carne y sobreviven en la historia.
Los marinos le dejan flores, los niños le dedican dibujos, los abuelos les cuentan historias a sus nietos sobre aquel perro que
nunca abandonó el barco. En una oportunidad un veterano de la Armada con el uniforme impecable y la mirada cargada de nostalgia, se acercó a la vitrina donde descansa Lampazo. Se quedó allí en silencio, con los ojos vidriosos, sacó de su bolsillo una medalla y antes de dejarla junto a él murmuró: “Vos también mereces una condecoración viejo amigo". Desde entonces la medalla permanece allí, un tributo de un marino a otro.
El libro de visitas del museo está repleto de mensajes dedicados a Lampazo, algunos escritos por niños maravillados por su historia, otros por viejos marinos que entienden muy bien el significado de la camaradería. En una de las páginas gastada se
puede leer: “siempre fuiste uno de nosotros”.
Y Lampazo sigue allí, en la Fragata Sarmiento, no se ha ido, no se irá nunca. Tal vez cuando el viento sople fuerte entre los
mástiles, cuando la noche sea oscura y el río lo permita, alguien escuche leves pasos por la cubierta o el ladrido de un perro que nunca abandonó su barco.