HISTORIAS NEUQUINAS
Dos periodistas y una sola historia entre Buenos Aires y Neuquén
Uno nació y murió en el mismo diario. El otro, anduvo por Neuquén y dejó su marca. Un hilo los conecta.Miguel Oyhanarte empezó a trabajar en el diario El Tiempo de Azul, Buenos Aires, cuando era un pibe, de cadete, y se murió allí, en esa redacción, un poco antes de morirse de verdad, como el periodista más reconocido, más respetado, y más admirado, del pueblo.
No fue a la Universidad, no. Trabajó, y leyó mucho, y aprendió a escribir tan bien que cuando redactaba su columna preferida, Baldosas Flojas, sintetizaba en dos o tres párrafos lo más importante (de verdad lo más importante, eso de lo que generalmente no se habla) del día.
Trabajó durante gobiernos democráticos y también durante dictaduras. Era socialista, y creía en la libertad, y por eso lo respetaron todos, los radicales, los peronistas, y hasta los militares, que habrán tenido muchas veces ganas de volarle la cabeza.
Miguel Oyhanarte iba de su casa al trabajo y del trabajo a su casa, caminando. Cada viaje duraba mucho, porque se paraba a hablar con la gente. No conocía a los demás por Facebook. No existía Facebook, ni Google, ni Twitter, ni Instagram. Parece que en realidad eso nunca importó para hacer buen periodismo.
En esa redacción, con puerta siempre abierta a la calle, trabajó también Miguel Toledo. Empezó pidiendo permiso, con la primaria terminada y un secundario poco exitoso. Venía de hacer una revista que imprimía un peronista, a veces explícito, a veces clandestino, como solía ocurrir.
Miguel se sentaba a un escritorio de distancia del otro Miguel. No hacía falta que hablaran entre ellos. Se fueron conociendo más desde el silencio que desde las palabras. Se comunicaban con una especie de código morse que nacía del tableteo de la remington, incesante, haciendo un dúo implacable con la teletipo, que escupía los cables que después se tachaban y se usaban para escribir del otro lado, pues al periodismo de verdad nunca le sobró la plata, al contrario.
A Miguel Toledo le gustaba hacer el cierre, porque amaba la noche. Tenía un viejo auto estropeado que usaba para sus andanzas noctámbulas, de las que recolectaba una sabiduría que tampoco aprendió en la Universidad, y que dudo se pueda aprender en algún lugar que no esté manchado por el pecado.
Este Miguel que le cuento fue con los años el periodista especializado en energía más talentoso que alguien haya conocido. Capaz de narrar el nacimiento del petróleo como una apasionante aventura, de escribir un libro técnico como si fuera un cuento de Salgari, y de interpretar la información más áspera con la misma naturalidad con la que encendía un cigarrillo.
Esos cigarrillos negros y apestosos se lo llevaron finalmente a la tumba, ya mudado a Mendoza, después de pasar por Neuquén y Buenos Aires, de escribir algunos libros, de fundar suplementos de energía iniciáticos, y de enseñarle a unos cuantos giles que para escribir lo que pasa hay que vivir, pibe, hay que vivir.
Le doy estos dos ejemplos de periodistas porque después que ellos se fueron, justo enseguida, empezó en el país una ola de pelotudez colectiva, que teorizó acerca de los que hacemos esta profesión, y que la hemos aprendido más desde las tripas que desde la cabeza.
Esa ola, decadente pero creída de sí misma como progresista y hasta futurista, se fue creando al amparo de vaya a saber qué desatino nacional, se llenó de conceptos sesudos e ilustrados y librescos, incursionó en la semiótica, en la sociología, en la lucha de clases, en el cinismo, en la subjetividad como valor destacable de la honestidad declamada, puso una serie de conceptos en la coctelera, los mezcló con las nuevas tecnologías, y sacó como conclusión que el periodismo no es posible, que el periodismo ha sido un intento frustrado, una acción banal y vana, una experiencia fracasada, un absurdo disfraz de la inocencia con la que se reviste el lobo para acechar a la presa.
¿Un instrumento de dominación, el periodismo?.
¡Cómo se hubieran reído mis migueles! Ellos, que siempre supieron que pretender enseñar periodismo desde la sola teoría, sería como darle un destornillador a un físico cuántico, y decirle que arregle el motor de la heladera.
Hoy, sentado frente a la hoja en blanco, virtual, pero hoja al fin, me siento todavía como en aquella redacción que daba a la calle. Lo veo a Toledo, con el cigarrillo colgando de los labios. Lo veo a Oyhanarte, encolando un pedazo de papel para pegar una corrección. Los veo, les juro, y me cae un lagrimón de alegría.
Porque somos periodistas, carajo. Lo somos incluso a pesar nuestro. Y nadie puede negarse a sí mismo.