HISTORIAS AMERICANAS
Encuéntrame en tus sueños: segunda parte del enigmático fantasma
Continúa la apasionante historia de El Fantasma, que este portal publica en exclusiva.Siempre me pregunté por qué cuando sepultan a alguien popular, a algún artista, líder religioso o político, alguna persona destacada y querida, ese día, invariablemente, llueve.
Esa mañana, ese cementerio neoyorquino no era la excepción. Una fina llovizna caía rítmica como un mantra sobre el verde césped lavando las lápidas cuya blanca piedra relucía brillante, casi inmaculada, contrastada con un cielo profundamente gris.
A Sam y a mí nos costó encontrar el sitio del entierro, en parte porque el cementerio era demasiado grande y tuvimos que dar muchas vueltas a pie hasta encontrar el lugar; y luego porque allí había mucha más gente de la que esperábamos, lo que nos hizo pensar que tal vez se trataba del funeral de otra persona.
La mayoría de los alrededor de treinta asistentes, que habían venido a despedir al Fantasma, pertenecían al mundo de la música y especialmente al jazz.
Nombres muy conocidos, otros no tanto, celebridades del jazz de Nueva York que conocían muy bien al fallecido pianista y que se habían enterado de su triste final merced al “boca a boca” de un gremio chico.
La “flor y nata” del jazz de Manhattan estaba ahí bajo la lluvia para decirle adiós a uno de sus más enigmáticos pero seguramente muy respetados miembros.
Después de un rato, Sam y yo fijamos nuestra vista en una mujer que estaba sola en medio del enjambre de músicos, sonidistas y productores musicales.
Era una mujer madura, vestida de luto, que no parecía pertenecer al mundo de la música pero que se veía demasiado apesadumbrada para no ser pariente del muerto. Sus ojos no se apartaban del ataúd y en ellos se veían claramente las señales de un largo y contenido llanto.
Decidimos tomar contacto con ella pero, por respeto, esperamos a que la ceremonia mortuoria terminara.
Un sacerdote católico pronunció una oración y agregó algunas palabras cargadas de especial emoción. Después nos enteramos que este cura, un irlandés de apellido Milligan, conocía desde hacía mucho al Fantasma en la intimidad y profundidad que ofrecen la confesión y el consejo.
Le comenté a Sam que sería bueno entablar contacto con este hombre quien, quizás, podría saber algo que nos lleve a la identidad de la niña de la fotografía.
El momento de mayor dolor y emotividad, como siempre pasa en estos eventos, llegó cuando el féretro emprendió su descenso final a la tumba mientras varios músicos, que habían traído sus instrumentos, comenzaron a interpretar una sentida versión del himno “Amazing grace”.
Al final, la gente comenzó a retirarse y con Sam nos acercamos a la mujer y entablamos una conversación que nos llevó a dos revelaciones inesperadas. Por un lado, ella era la única hermana del Fantasma y, por otro, el verdadero nombre de su hermano era Norman, Norman Blake.
-¿Sabías cómo se llamaba?, le pregunté de inmediato a Sam.
-Solo sabía que se llamaba Norman, respondió sincero.
Nos ofrecimos entonces a acompañarla hasta la salida del cementerio. Como el “gordo” Sam empezaba a sentir cansancio, o hambre, o sed, o las tres cosas en ese orden, invitamos a Susan, tal era su nombre, a almorzar.
Elegimos un pequeño restorán, un tradicional local de comidas rápidas de los ‘50s donde por poco dinero uno puede disfrutar desde una suculenta sopa hasta una buena porción de pollo frito con papas mientras sueña que espera a Betty Grable.
Nos sentamos y permanecimos varios minutos en silencio hasta que llego la camarera a anotar las órdenes.
Susan pidió un café. Se la veía tan doliente que no era difícil imaginar que no probaría bocado alguno. Yo ordené un sándwich de pastrami en pan rye con mostaza y pepinos y el “gordo” fue por el tremendo pollo frito con papas.
Cada uno somatiza la pena a su manera –pensé- no existen reglas para esto.
Rompí el silencio preguntándole a la invitada cuánto hacía que no veía a su hermano y si sabía lo mal que estaba con el consumo de drogas.
Me respondió que hacia más de un año que no lo veía, que la madre de ambos había muerto y que sus visitas eran tan espaciadas que casi eran inexistentes.
Nos contó que trabajaba en el registro de automotores de Ashville, una pequeña ciudad de poco mas de 2 mil habitantes situada en el noreste de Alabama, a donde había llegado tras casarse con un hombre del cual se terminó divorciando.
Tras la muerte de su madre, Norman la visitó solo una vez, y fue la última. Según Susan, su hermano no soportaba ese pueblito sureño plagado de conservadores antediluvianos que seguían anclados en los años previos a la Guerra Civil y su corazón neoyorquino, comprometido con las históricas gestas de los derechos civiles, se rebelaba fácilmente clamando libertad.
Susan y Norman eran oriundos de Nueva York, más exactamente de Astoria, la parte occidental del multirracial y multicultural distrito de Queens donde nacieron, por dar un ejemplo, Tony Bennett y María Callas.
Sobre Norman y las drogas, Susan relató que sabía que él había experimentado de joven con distintas sustancias, menos complicadas que la heroína. Fue en los románticos y hippies “sixties”, el imperio del “flower power”, pero aclaró que, al avanzar él en edad, el consumo fue aumentando en cantidad y toxicidad.
De todas formas ella recordó que hubo un tiempo en el cual Norman estuvo distanciado de las drogas, aunque no sabía la razón de ello.
Le pregunté cómo se enteró de su muerte y me respondió escueta:
-Un amigo en común se comunicó conmigo.
Le pedí si podía decirnos el nombre de esta persona y ella contestó:
-Johnny Ray.
-Lo conozco –interrumpió Sam- él toca la trompeta en un quinteto de jazz en el Village. Creo que podemos ubicarlo.
No podíamos irnos sin preguntarle por la niña de la fotografía. Al verla se mostró sorprendida y dijo no saber nada de ella.
La chica en la foto tendría entre 7 y 8 años al momento de la toma y, por la ropa que vestía la pequeña, la imagen era de unos veinte años atrás. Pero estas eran meras conjeturas, lo cierto era que Susan, si no nos mintió, ignoraba la existencia de esa niña.
Tras terminar su café, la mujer se excusó diciendo que debía abordar el vuelo para Alabama y nos deseó suerte. Cuando salió del restorán miré al “gordo” y le pregunté:
-¿Crees que mintió?
-Si lo hizo lo hizo muy bien –respondió- ¿Y vos?
-No tengo la menor idea, pero al menos nos dio algunos datos para analizar. Así que termina el pollo y vámonos, apunté.
El viaje de vuelta fue la mejor parte de la jornada. No hay nada igual a la puesta del sol entre los edificios de Manhattan. El sol se descompone en miles de tonos de luz y uno se siente feliz de volver a casa.
Pero ahora teníamos un nuevo nombre además del de Norman: teníamos a Johnny Ray.
El “gordo” lo pintó como un buen tipo, honesto y generoso y admitió que jamás hubiera imaginado a Norman con un amigo como Johnny, quien parecía ser la otra cara de la moneda del Fantasma.
Mientras el pianista casi ni pronunciaba palabra y vivía reconcentrado en su tortuoso mundo ignorado por todos, el trompetista parecía ser una persona abierta, comunicativa, siempre optimista y preocupado por ayudar a quien lo necesite.
Norman parecía buscar en la heroína lo que le permitiera llenar los huecos de su enredada personalidad. Johnny por su parte, disfrutaba de su paraíso en una botella de sidra Martinelli.
Polos magnéticos intensos que se atraían al tiempo que se rechazaban.
Al llegar al club, nos encontramos con una sorpresa postal: en el umbral de entrada había una gran caja de cartón, cortesía del Departamento de Policía de Nueva York.
Una vez adentro, el “gordo” tomó un cuchillo de la cocina y abrió el paquete.
-¿Qué tiene?, pregunté ansioso.
-Son cosas personales de Norman que la policía analizó y ahora me las devuelven, explicó y agregó: no te conté pero me las envían a mí porque la hermana les dijo que yo era el albacea de sus bienes, los cuales caben todos en esta caja por cierto. Creo que ella no quiso seguir revolviendo su tragedia.
Miré el interior de la caja y sentí de pronto como si hubiéramos descubierto el tesoro enterrado de un pirata en una novela de Stevenson. Adentro había cartas, facturas, recibos, papeles con anotaciones, mensajes, fotografías y, lo que es más increíble, un diario íntimo.
A partir de ahora Norman Blake, el Fantasma, no solo nos contaría retazos de su vida sino que, con su diario, nos legaba la bitácora y las cartas de navegación con las que atravesaríamos seguros los traicioneros arrecifes de su tormentosa personalidad.
Solo era cuestión de soltar amarras y hacerse a la mar.
Adivino como buen bartender, Sam sirvió dos copas de un viejo ron antillano que bebimos con fruición. El dulzor del antiguo ron me ayudó para dormirme en un sillón del bar mientras afuera, la noche compañera, me cobijaba generosa bajo sus alas.
(continuará)