Conocí al Fantasma hace algunos años en un viejo y apretado club de jazz del Greenwich Village, el barrio “bohemio” de Nueva York, donde se crió Robert de Niro.
El Fantasma -así lo llamaba todo el mundo en el Village- tocaba el piano todas las noches en ese club a cambio de algunos tragos, algunas propinas y algo parecido a un jornal que el “gordo” Sam –el voluminoso propietario del establecimiento- le pasaba al final de cada jornada.
Por aquellos días, el Fantasma se gastaba esos pocos dólares en alcohol pero especialmente en heroína y su salud, así como su carácter, iban en caída libre.
Todo el mundo en el club lo sabía, lo aceptaban y lo daban por sentado como una condición sine qua non de todo artista incomprendido.
Yo había llegado al club movido en parte por el aburrimiento y luego muy curioso por el cartel en la puerta del local que anunciaba “12 PM el Fantasma y su piano”.
Esa noche fue la primera vez lo vi tocar y no sería la última.
Encorvado sobre las teclas de ébano y marfil de un viejo Steinway de cola, el Fantasma desgranaba los tres elementos constitutivos de la música -armonía, melodía y ritmo- sumergido en esa sórdida atmósfera mezcla de humedad rancia, humo de cigarrillos, olor a hamburguesas quemadas en la plancha, perfumes baratos y mucha cháchara, ese pantanoso guiso indescifrable de palabras proveniente de gente que ignora totalmente al artista y habla sin parar de sus problemas siempre sin solución.
Entré en el salón en pleno “Time remembered”, una de las piezas icónicas del gran Bill Evans que marca de alguna manera el final de la tormentosa vida del pianista, acaecido en la sala de emergencias de un hospital de Nueva York, en 1980, victima de años de abusos de sustancias y fatalidad.
El Fantasma no solo parecía conocer muy bien la obra de Bill Evans, sino que también percibía su espíritu, su esencia, el mensaje que el compositor quiso dejar en esas notas que componen el tema del final.
Ahí estaba expuesto todo el drama de esta pieza antológica, testimonio de un artista desgarrado, con una vida lacerada por el infortunio y la adicción a la heroína y entendí, no sin emoción, que estaba siendo testigo del Fantasma narrando ahora su propia vida en esa interpretación.
Al terminar, alguno que otro aplaudió, el resto siguió graznando sus vidas vacías e inútiles, imposibilitados de percibir el milagro que había ocurrido en ese tugurio tan solo minutos antes.
Intenté acercarme al pequeño escenario sorteando mesas, sillas y personas a fin de hablar con el artista y decirle cuánto me había impresionado su interpretación, pero fue imposible. En cuestión de segundos se esfumó por una puerta trasera como un mago escapista, y yo me quedé parado y pasmado como un estúpido en medio de tanta gente estúpida.
Alguien en la barra vio la escena y me dijo a modo de consuelo:
-Buen intento, pero el Fantasma no habla con nadie, ni siquiera sabemos su nombre…bueno, alguno lo sabe…pero no lo comparte, y miró hacia el otro lado de la barra donde estaba quien luego conocería yo como el “gordo” Sam, quien me aseguró que el Fantasma “no solo no habla con nadie, directamente no habla”.
-Pero usted seguro que sabe su nombre, le dije.
-Sí pero nunca se lo diré, tengo un juramento de sangre con él, explicó solemne, mientras secaba un vaso que pronto llenaría con bourbon de Kentucky.
-¿Ni siquiera sabe por qué le dicen Fantasma?, insistí.
-Eso ni yo lo sé, se excusó y agregó: Ahora déjeme que estoy muy ocupado. Entonces se zampó un generoso trago de bourbon y yo me fui.
Durante unos meses acudí al club de jazz con cierta frecuencia para escuchar al Fantasma, quien seguía dando cátedra de cómo se debe interpretar a Bill Evans en el piano.
Cada noche me iba ganando la cortesía y amistad del “gordo” Sam a punto tal que, a veces, no me cobraba los tragos.
Si bien cada noche sonaba diferente a la anterior, la constante era el desgarro y la tristeza de esa armonía absolutamente impar y emocional transpira la obra de Evans que el Fantasma traducía espléndidamente.
Por esos días vino a mi memoria una entrevista que le realicé en Buenos Aires a finales de los 80s al gran pianista catalán Teté Montoliú, que había tocado junto a Bill Evans en España. Al preguntarle cómo definiría a su colega americano, el catalán lo resumió con esta frase: “era un tipo tristemente feliz”.
Hoy, a la distancia, pienso que tal vez al Fantasma le hubiera cabido muy bien ese sayo.
En todas las noches que visité el club durante esos meses jamás logré cruzar una palabra con él. Pero sí noté que él estaba de algún modo alertado de mis intenciones y mi presencia ya que, antes de empezar su performance, solía recorrer con la vista el local hasta que sus ojos se posaban muy brevemente en mí. Ahí recién se volvía sobre el teclado y arrancaba con la música.
Era como si buscase confirmar que efectivamente me encontraba ahí, ya que probablemente yo era el único que entendía su lenguaje, y él lo sabía. Empecé entonces a pensar que el “gordo” Sam tenía algo que ver en esto.
En las siguientes presentaciones, yo empecé a responder a su mirada con un levísimo cabeceo a modo de saludo. Este movimiento de mi parte cambió su mirada, que pareció volverse un poco más amigable y menos recelosa. A partir de ahí, el tema que abriría el show sería siempre un tema de Bill Evans.
Durante algunas semanas dejé de concurrir al club, enviado por el medio en el que trabajaba a cubrir la información en un país sudamericano que ni viene al caso mencionar.
La última noche que visité el club antes de irme de corresponsal al infierno ocurrió algo impensado. Al intercambiar miradas con el Fantasma antes de empezar su show, como veníamos haciéndolo, me pareció por un segundo que él respondió a mi breve saludo con una leve sonrisa.
Lo que parecía una suerte de bienvenida a su mundo íntimo para mí sonaba a una despedida. La triste sonrisa de un hombre tristemente feliz.
Al regresar de mi viaje lo primero que hice fue ir al club, pero cuando llegué al local, un nuevo cartel en la puerta me frenó en seco: el aviso anunciaba que, por esa noche y las noches subsiguientes, el club permanecería cerrado a raíz del fallecimiento del Fantasma.
Golpeé la puerta durante largo rato, deben haber sido muchos minutos, o tal vez horas, o días, o años, hasta que finalmente apareció el “gordo” Sam con el rostro atenazado por el insomnio y el dolor.
Nos abrazamos, entramos y nos sentamos en silencio frente a la barra. Sam me sirvió una copa de cognac y me contó que el Fantasma había muerto debido a una sobredosis de heroína. Nada que no esperásemos.
Pero el “gordo”, que estuvo presente en el lugar, dijo que, cuando encontraron el cuerpo, hubo un detalle que pareció eludir la entrenada atención de los investigadores que lo pasaron por alto: una fotografía en su mano izquierda inerme que cayó al piso cuando movieron el cuerpo.
Era la foto de una niña, una niña pequeña. ¿Tendría una hija? ¿Quién sería esa chica? Las preguntas me asaltaron en tropel.
Le pregunté al “gordo” si sabía algo de todo esto y me dijo que no estaba enterado de la vida personal del Fantasma y menos si tenía una hija. Cuando le pregunte por el destino de la foto me respondió:
-Sabía que ibas a preguntar por ella, y acto seguido metió la mano en el bolsillo de su camisa y la sacó. Era la foto de una niña de unos 7 u 8 años, peinada con trenzas, con medias tres cuarto, mirando la cámara desde la entrada a una casa de departamentos.
-Quizás ahora podamos averiguar algo más de su historia. Mañana será el entierro y creo que habrá algún pariente, dijo el “gordo” con algo de esperanza.
-Puede ser, contesté automático mientras no dejaba de mirar la foto de la niña.
-Puede que sea solo mi imaginación -agregué- pero a mí me da la impresión que esta niña nos está llamando.
Apuré mi copa de cognac y me despedí del “gordo” hasta el otro día. Afuera, ya entrada la noche en la gran ciudad, había empezado a llover y la lluvia caía como las lágrimas de quien llora una pérdida irreparable.
Fue recién entonces que pensé en el Fantasma y comencé a llorar.
(Continuará)
(*) Esta bella sentencia no me pertenece. Es el titulo de un hermoso tema del gran guitarrista Pat Metheny (“Find me in your dreams”). Recomiendo escuchar la versión de Pat con el pianista Brad Mehldau cuando se acerquen al final de esta historia.