En algún lugar del Océano Atlántico a 30.000 pies de altura.
Mientras cruzo el Vasto Océano rumbo a tierra irlandesa junto al sargento Stephen “Stevie” Collins de los US Marshals, no puedo dejar de pensar en esa bomba que por algunos segundos no nos quitó la vida, en el estacionamiento lindante con la catedral de San Patricio, emblema de la Iglesia Católica Apostólica Romana en los Estados Unidos.
Antes de partir, tuve una larga conversación con el teniente John Valdez, acerca de los puntos clave de su investigación, los puntos fuertes y los débiles del camino cognitivo que une la comisión de un delito con su esclarecimiento final, todo ello en la febril mente de un detective.
Ayer, cuando nos dirigíamos al aeropuerto Kennedy, Valdez me anotició de una circunstancia por demás interesante: el estacionamiento donde ocurrió el fallido atentado no pertenece a la Iglesia.
Es propiedad absoluta de la ciudad de Nueva York. La gente suele aparcar ahí porque resulta mas cómodo que estar deambulando sin ton ni son por la Quinta Avenida, buscando un hueco donde poder insertar su automóvil, en lo que se conoce como “the rush hour”, “la hora pico” para los países hispanos.
Esto no exime de culpa a los eventuales responsables, si los hay, en las filas de la Iglesia, sean estos monaguillos, sacerdotes rasos o cardenales de manto púrpura, pero abre una nueva vía de pesquisa apuntando a otros destinatarios.
Mientras barrunto hipótesis, el sueño empieza a vencerme, tal y como lo hizo con Collins, que duerme apaciblemente en el asiento contiguo.
Al amanecer aterrizaremos en el aeropuerto Internacional de Shannon, Aerfort na Sionainne en la lengua de Joyce, situado en el oeste de la isla verde, a unos 200 kilómetros de Londres.
Al principio pensábamos en volar directamente a Dublin, pero hace años que Pan American canceló los vuelos a la capital del país redirigiéndolos a Shannon. Además, aterrizando allí estaremos más cerca de nuestro destino: la pequeña aldea de Greenbrae, cuna del cardenal Mulligan.
En Shannon nos esperará Joe O’Brian, mi compañero de los tiempos de Cambodia, para ir hasta la aldea donde nos aguarda el hospedaje en una apacible casita cuyas ventanas dan a la verde pradera irlandesa, mientras que la puerta principal lo hace al recelo y la desconfianza de toda una comunidad que no se caracteriza precisamente por apreciar a los forasteros venidos del Nuevo Mundo.
Me dejo dormir mientras pienso: ¿Qué estarán haciendo mis amigos en Nueva York?
Nueva York. Casa de Rosalyn. 10 pm en el dormitorio.
El orgasmo comenzó a crecer en Rosalyn unos segundos antes que en el teniente Valdez.
La noche había previsto para la ocasión un descomunal chaparrón, con rayos y centellas que, como se sabe, suelen estimular el juego erótico de todos los amantes bajo techo que hay en el planeta.
Era su primera vez y ya no eran dos adolescentes esclavos de sus hormonas, y lo sabían. Por eso, habían empezado el ritual ancestral del amor hacía largo rato, sin pausa, pero fundamentalmente sin prisa, tan morosamente como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, y en verdad lo tenían.
Previamente, habían dedicado todo su tiempo a explorarse mutuamente, y aprender así la peculiar cartografía del amor que cada uno porta consigo. Son los antiguos mapas del placer. Conocer esos laberintos les permitirían trashumar seguros por ese nuevo y a la vez desconocido territorio que es el cuerpo del otro.
Él yacía de espaldas, como si quisiera abarcar con su cuerpo la gigantesca geografía de esa cama tamaño King propia de un hotel de Las Vegas, mientras ella, a horcajadas sobre su humanidad, se mecía tan lenta como rítmicamente, acompasando cada movimiento, buscando en esa sensual coreografía, aparejarse con el latido de su compañero, procurando conectarse, para iniciar el camino que lleva a ese nirvana que sobreviene cuando el sexo arriba a su estación terminal.
Empezó como una intermitente y casi imperceptible contracción, a la que le siguieron otros pulsos cada vez más intensos. La depositaria de esas sensaciones sabía muy bien que esas señales presagiaban la explosión.
Minutos después, mientras ella continuaba con su rítmico balanceo, comenzó a sentir en su interior la sensación de un volcán a punto de explotar en una erupción imposible de detener. Una explosión de fuego que arrancó desde su vientre y subió por todo su cuerpo como un río de lava al rojo vivo. En ese momento, Rosalyn se convirtió en Pompeya.
De pronto el tiempo pareció detenerse para los dos. Ella se tensó como si una gigantesca pinza invisible se hubiera cerrado sobre su cintura inmovilizándola totalmente. Él se aferró a ella como quien, en medio del naufragio, busca asirse a esa tabla que será su salvación.
Fueron segundos en los que ambos parecieron quedar suspendidos en el tiempo y el espacio esperando el final. Primero ella, liberando toda su energía en un grito que clamaba por años de ausencia, luego él, tomándola fuertemente de la cintura y trayéndola hacia sí como si en su propio epílogo buscara retenerla para no dejarla partir nunca más.
Pasado ese instante, ella desplomó su cuerpo sobre él, quien abrió sus brazos, para abrazarla, casi exánime.
-Me había olvidado cómo se hacía, dijo John con un hilo de voz.
-Pensar que yo llegué a pensar que me moriría antes de volver a sentirlo de nuevo, confesó Rosalyn.
La lluvia continuó y ambos se dejaron ganar por el sueño durmiéndose abrazados.
Afuera, el agua continuó cayendo, impenitente.
Segundos antes de caer en el sueño profundo, Valdez tuvo un último pensamiento que surcó su mente como un relámpago. No era para Rosalyn, no era sobre la bomba que casi lo asesina, no se trataba del cardenal Mulligan: era la imagen de un hombre oscuro a quien ya nadie podía identificar, un impostor que tenía la llave que abría la puerta que lo llevaría a la resolución del crimen que lo desvelaba…
A la misma hora en el muelle de Staten Island.
El ferry de las 11 que une Manhattan con Staten Island atracó puntualmente, como lo hace cada noche. Entre los pasajeros, venía un hombre que cargaba sobre sus espaldas, pero mucho más sobre su conciencia, todo el peso de su propia condición.
Un hombre marcado por la tragedia, un impostor al que nadie conocía por su verdadero nombre sino por su falsa identidad, un nombre que alguna vez fue otra persona y que nunca pasaría a la historia por sus logros sino por su pobre personalidad y sus pecados.
Descubierto por la policía, Johnny Ray estaba dejando de ser Johnny Ray para convertirse en un espectro, un fantasma que iba, como un autómata, camino de su propia muerte, la cual llegaría, tarde o temprano, como suele hacerlo en la vida de cualquier mortal.
Esa noche, bajo la lluvia, caminaba como un alma en pena hacia la mansión del Amo del Mal, el hombre que desde hacía años dominaba su voluntad a su antojo y que ahora esperaba esa buena noticia de parte del servicial Arcángel Miguel, tal su identificación en la organización criminal que lideraba el Amo.
Esa buena noticia debía ser el paradero definitivo de Esperanza, la niña que custodiaba los llamados “papeles de Norman”, la colección de documentos y reportes que constituían el corazón de la investigación que el pianista había llevado por años, documentos que significaban una segura pena de muerte para muchos poderosos, empezando por el Amo.
Al llegar se detuvo a metros de la entrada a la lúgubre mansión del dueño del Mal.
Había perdido la esperanza de complacer la voluntad de su líder. Desde la ultima vez que estuvo ahí no había logrado sumar ningún nuevo indicio de la ubicación geográfica de Esperanza y su madre, a las que sus soplones situaban “en algún lugar del Oeste” de los Estados Unidos, el vasto “Far West” de las películas que había disfrutado de niño, cuando aún no se había convertido en el falso Johnny Ray.
Dudó un buen rato entre llamar a la puerta de la mansión y ser ejecutado por algún esbirro del Amo o escapar y desaparecer para siempre de ese lugar.
Eligió huir, como tantas otras veces en su vida, y entregarse a su propio destino.
Quien había espiado y engañado al “fantasma” Norman Blake durante años para facilitar su asesinato, se había convertido ahora en un fantasma escapando de su propio destino de falso arcángel.
Dos formidables enemigos lo perseguirían desde ahora por cielo y tierra: el Amo con toda su organización criminal y el US Marshal John Valdez.
En ambos casos, Johnny sabía que, cualquiera sea quien lo aprehenda primero, su destino seguro sería la muerte.
Y hacia allí eligió volar.
(Continuará)