Catedral de San Patricio, 5ta avenida, ciudad de Nueva York
La entrevista de los marshals John Valdez y Stephen Collins con el cardenal Sean Mulligan duró menos de lo que pensaba. Cerca de una media hora, siendo optimista.
Confieso que me hubiera gustado participar del encuentro, pero cuando me disponía entrar con los investigadores, la mano firme del jefe del grupo abierta sobre mi pecho me detuvo en el lugar y, con su voz tranquila y su autoridad incuestionable, me dejó en claro la situación:
-Usted se queda aquí. Esta es una visita oficial del Servicio de Alguaciles de los Estados Unidos a un dignatario de la Iglesia Católica Apostólica Romana para hablar de cuestiones relacionadas con la ley. La prensa no ha sido invitada. Espere aquí que si se porta bien quizás le contemos lo que hablamos, me dijo.
A la media hora de haber entrado, ambos oficiales salieron de la oficina de Mulligan, y, tras unos minutos, abandonamos la maravilla neogótica.
Caminábamos en silencio hacia el automóvil estacionado fuera de la iglesia, hasta que Valdez decidió romper la quietud del paseo con su primera impresión. Dirigiéndose a mí me lanzó un desafío:
-Periodista, adivine qué fue lo más sustancioso de todo lo que ocurrió en la entrevista.
Yo lo miré como se mira a quien pregunta: “adivina quién está enterrado en la tumba de Grant”, por lo que respondí en consonancia:
-El cura tiene una coartada tan poderosa que no la podemos voltear ni con cien tanques de guerra, dije sin pensarlo mucho, tal vez obedeciendo más a mis tripas que a mi cerebro. Valdez rápidamente se dio cuenta que lo mío fue más una corazonada que un razonamiento y agregó:
-¡Exacto! ¡Muy bien! Tenemos una coartada que parece imbatible, pero quiero decirle que, pese a su acertado diagnóstico, no todo está perdido. ¿Quiere que le cuente una historia?
-Adelante, respondí.
-Cuando era todavía un joven policía de calle viajé a Sudamérica, más especialmente a la Argentina, para realizar mi primer curso internacional para ascender a detective. Como, además del inglés, yo hablo fluidamente el español, pensaron que sería el tipo ideal para moverme en una ciudad cosmopolita como Buenos Aires, su capital.
Nunca olvidaré al instructor del curso, por su rango era lo que ellos le llaman “comisario”. Un tipo duro y rudo, pero honesto a más no poder, en una fuerza policial que estaba acorralada por las denuncias de corrupción y violaciones a los derechos humanos.
-Recuerdo su nombre: Evaristo, pero ahora no recuerdo el apellido, aunque me acuerdo de algo que me dijo después de una clase donde analizamos la cuestión de las coartadas. Tuvimos una interesante discusión. Yo decía que una buena coartada es indestructible y él no opinaba lo mismo.
-Al salir del salón de clases, este comisario, que sabía bailar el tango como pocos y disparar con su .45 como nadie, me detuvo llamándome por mi nombre en español:
-¡Juancito! Venga un minuto. Y entonces para ahí fui.
-¿Cuánto hace que está en Buenos Aires?, me preguntó.
-Unas dos semanas, comisario, le respondí.
-Ya debe haber escuchado la palabra “boludo”, me imagino.
-La escuché en boca de algunos agentes cambiándose en los vestuarios. Al preguntar me explicaron que quiere decir “tonto”, “alguien de pocas luces”, un tipo “flojo de entendederas” pero que no llega a ser un idiota.
-Pues bien, un veterano juez criminal me dijo una vez algo que quedó grabado en mi mente para siempre. Decía así: “Tener una buena coartada no le hace inocente, como ser un ‘boludo’ no lo hace argentino”, ¿entendió lo que quiso decir?
-Perfectamente, respondí.
-Recuerdo que me quedé perplejo, pasmado como quien ve por primera vez un formidable truco de magia. En 16 palabras me dio una tremenda lección. Nunca olvidaría esa frase y hoy, escuchando a este petulante y arrogante irlandés dándose lustre de santo impoluto mientras trataba de ocultar debajo de la alfombra las toneladas de culpabilidad que transpira por todos sus poros, volví a entenderla, pero con más fuerza.
-¿Qué coartada tiene Mulligan?
-Tan simple que parece imbatible: Afirma que, a la hora que estaban matando a Norman Blake, él estaba oficiando una misa en esta misma catedral. Y tiene más de 300 testigos que recibieron la Eucaristía de sus propias manos.
-¿Cómo se voltea una excusa tan fuerte como esa?
-Todas las coartadas son imperfectas. Siempre hay una pequeña grieta por donde se puede colar la verdad, un detalle, un insignificante detalle que destroza toda la aparente solidez de un silogismo de tamaño universal. Nuestro trabajo es encontrar esa fisura, meter una palanca y partir en dos la coartada.
Collins interrumpió riéndose:
-Me gustó lo que le dijo cuando él proclamó: “Dios es mi testigo”.
Valdez lanzó una carcajada.
-¿Qué le dijo teniente? Ahora cuéntenos, reclamé.
-Bueno, confieso que estaba un poco harto después de casi media hora de una estúpida mascarada del hombre santo así que, cuando le escuché decir esa frase a todas luces hecha, le pregunté con sorna: ¿Y cómo piensa hacer para que venga a declarar? Lo que le causó muy poco o nada de gracia.
Lejos de reprimirme, su falso orgullo de santurrón importante me impulsó a escalar en la mofa:
-Lo difícil de citar a Dios a declarar es resolver a dónde le enviamos la citación. ¿Cuál es su domicilio legal? ¿Será Paraíso número 1? Y seguí con mi paso de comedia:
- ¡Ya sé!, ¡Tengo una idea…! Exclamé ante su cara avinagrada de prócer ofendido.
-¿Qué le parece si redactamos la cédula y esperamos a que el oficial notificador se muera. Si en vida fue un buen tipo, quizás vaya al Paraíso y ahí se la entrega a Dios en persona…dijo Valdez riendo a carcajadas.
-Yo creo que a esa altura de la “soirée”, el tipo solo pensaba en enterrar un poste de madera en el patio trasero de la catedral y quemarme en la hoguera como a las brujas de Salem.
Yo no pude quedarme afuera de la charada y sumé mi granito de arena:
-El problema de su idea, teniente, es que, al estar muerto el oficial notificador, éste no puede volver con la copia firmada para agregarla al expediente…y las risas continuaron por un rato.
Así llegamos al automóvil, deteniéndonos un poco antes, mientras Collins buscaba la llave del vehículo.
Valdez se quedó mirando el estacionamiento, como si hubiera olvidado algo o estuviera tratando de recordar alguna cosa. Antes que Collins metiera la llave y abriera la puerta del conductor para ingresar, Valdez lo detuvo y le preguntó:
-Stevie ¿recordás cuando vinimos? ¿No estaba repleto de automóviles este estacionamiento o solo me parece a mí?
Collins miró a su alrededor y respondió con seguridad:
-Lo recuerdo perfectamente. Estaba lleno. En menos de media hora se vació y ahora somos los únicos…sí que es raro.
Valdez pareció pensar por un instante y de inmediato nos ordenó alejarnos del automóvil lo más que pudiéramos, mientras le ordenaba a Collins llamar al escuadrón antibombas de los marshals usando su pequeño walkie talkie.
Mientras esto ocurría, Valdez se tiró al piso para escudriñar la parte inferior del rodado.
De pronto su vista pareció clavarse en una parte del piso del vehículo y con su mano hizo un ademan a Collins para que se acerque a dónde él se encontraba. Cuando el sargento llegó al lugar, Valdez le señaló un trozo de cable que asomaba desde el motor.
-¿Qué opinás de esto? ¿Has visto algo igual alguna vez en estos modelos?, le preguntó señalándole la anomalía.
-La verdad es que nunca vi algo así. Lo único que puedo decir es que ese cable no tiene nada que hacer ahí, dijo Collins que, antes de ser policía, había sido un reputado mecánico de automóviles en Detroit.
-Mejor va a ser que salgamos pronto de aquí Stevie, aconsejó Valdez y empezaron a alejarse prestamente del automóvil en dirección a donde yo estaba parapetado detrás de un pequeño muro de ladrillos.
No habían hecho diez metros cuando el vehículo empezó a echar humo por la parte inferior, lo que hizo que los oficiales emprendieran una carrera hacia el parapeto donde yo me encontraba.
En eso estaban cuando el coche estalló como si fuera una estrella en supernova, lanzando pedazos de metal de su estructura en todas direcciones imaginables. Placas de metal, como hojas de guillotina, volando locas hacia todas partes.
Cuando el auto explotó, Valdez y Collins fueron literalmente expelidos por los aires por la onda expansiva que los arrojó a muchos metros de la explosión. Tardaron un rato en reaccionar pero, para cuando lo hicieron, el automóvil ya era una inmensa bola de fuego.
Casi coincidiendo con la deflagración llegaron los del escuadrón antibombas. Detrás de ellos, los bomberos. Detrás, un par de patrulleros de la NYPD y atrás de todo, una ambulancia…Y no quiero olvidarme de mis colegas de la radio y la televisión que llegaron un rato después.
Valdez y Collins fueron atendidos de inmediato y por suerte solo presentaban algunos rasguños producto de la caída entre los ladrillos del muro. Valdez tomó asiento a mi lado, mientras a Collins aún le quedaba energía para lisonjear a una bella enfermera que le dispensaba los primeros auxilios.
-No tendría que haber hecho esos chistes sobre Dios como testigo…dijo Valdez con su habitual tono cínico, y agregó con algo de resignación e impotencia:
-… ¡tendría que haberle puesto mi revolver en su sacrosanta cabeza mientras Collins lo esposaba y le leíamos sus derechos cantando a dúo como monjes gregorianos! Y mirándome a los ojos me preguntó: ¿Usted se da cuenta de que si hubiéramos entrado al auto ahora estaríamos tocando el arpa junto a Jimmy Hoffa…?
-Sí teniente, me doy cuenta de ello, pero también me doy cuenta de que este incidente es una abierta declaración de guerra de no sé quién o quiénes.
Valdez entendió mi punto, se levantó, sacudió el polvo de ladrillos sobre su ropa y, ayudando a Collins a ponerse de pie, les dio a sus antiguos compañeros de la NYPD que esperaban en los patrulleros:
-¿Oigan, nos alcanzan a nuestra oficina o tenemos que llamar un taxi?
Un fornido y maduro sargento, con un fuerte acento latino, miró a Valdez y gritó:
-Juanito, hijo, si sabíamos veníamos con un coche funerario…pero tienes más vidas que un gato callejero…evidentemente Dios quiere que sigas en este mundo.
Valdez abrazó a su viejo amigo y nos indicó que subiéramos al patrullero. Nos sentamos todavía conmocionados. Mi pierna izquierda temblaba como una hoja sacudida por el viento. El teniente tenía su miraba perdida en el devenir de las calles ahora silenciosas y Collins acababa de dormirse como si se hubiera desmayado.
Para nosotros el día había terminado, no tenía sentido ponerse a hablar de lo que había ocurrido ya que nuestros cerebros estaban poco menos que colapsados. Ya tendríamos tiempo mañana cuando empecemos a entender lo que realmente nos ocurrió.
“Dios es mi testigo”, dice Valdez que dijo Mulligan pertrechado en su coartada y disparando sus silogismos y falacias. Por un pelo nuestros cuerpos no volaron destrozados por los aires tras explotar una bomba instalada en nuestro automóvil en el breve tiempo que duró la entrevista entre los marshals y el psicópata cardenal.
Antes de dormirme pensé: Mulligan tiene derecho a creer y decir lo que quiera, pero a mí me parece que, después de este milagro, Dios es su testigo, pero su testigo de cargo.
(Continuará)