“Mi negro más negro”, así le decía cariñosamente Adelina a su hijo cuando era un niño. Con 20 años, un bolso y sus sueños a cuesta, Facundo Agüero, dejó el Interior, su amado Picún, y arribó a la ciudad, a la capital neuquina, un diciembre radiante, para él y para su mamá.
Tres meses después, todo cambio, en su vida, en la de su madre. En la realidad, en la sociedad en que vivimos. Una golpiza por parte de la policía y siete minutos muerto es el resultado de que hoy, con 23 años, el joven Agüero, pase sus días, sus tardes y sus noches postrado en una cama en el hospital Bouquet Roldán.
Sus últimas palabras las dijo el 8 de marzo del 2018: “No me peguen, no me maten”. Hoy balbucea y sonríe, sin ser consciente o tal vez si.
“Robó un perfume de una farmacia. Por eso lo perseguimos”, fue uno de los justificativos, de los agentes, que lo atacaron. Un día después apareció en su morral la factura, con un sello: “pagado”. Un testimonio “caído” para la policía. Sin embargo, un golpe letal para Adelina y Facundo.
El pasado 18 de agosto, se cumplieron trecientos sesenta y cinco días, en que una madre lo único que anhela es que su hijo vuelva a sonreír.
En un cuarto de hospital quedaron los sueños de un pibe, de una madre, de una familia. Sin hogar, sin techo, ni en Picún, ni en Neuquén… solos en un cuarto de hospital.
Abandonados por una sociedad que gira más rápido que su propio andar.