Historias en primera persona
El principio del horror y la guardia que le hicimos a un muerto
Terminaba el año 1974 y empezaba un ciclo que marcó para siempre a la Argentina.El 7 de diciembre de 1974, Enrique Rusconi fue asesinado en la calle, frente a su propia casa, en Tolosa, La Plata. Lo cosieron a tiros a metros de su mujer, de sus pequeñas hijas, Ana y Paula. Rusconi era dirigente del Partido Comunista Revolucionario (PCR). “No son policías”, dicen que gritó mientras lo arrastraban seis hombres armados con itakas.
Era la madrugada de ese día nefasto, que precedió a otros peores. Ahora, el rostro de Rusconi está estampado en las paredes de la Universidad de La Plata, allí en la esquina desde donde se accedía a la vieja Facultad de Humanidades, que era enteramente subterránea, y que después fue borrada del mapa, con sus pasillos impregnados de humo de tabaco y revestido por miles de capas de papel pegado con consignas y llamados a asambleas y poemas de Marechal, y afiches con la esfinge del Che.
Ese día, más tarde, me preguntaron si podía formar parte de un grupo que permanecería toda la noche en la casa de Rusconi, haciendo guardia, cuidando a la familia, porque se temía que hubiera otro ataque. Yo tenía 19 años y era el presidente del Centro de Estudiantes, y tenía una pistola 22. Armado con ella fui a la casa del muerto. Pasamos allí toda la noche, la madrugada, el principio de un sol que empezó a salir a pesar de todo.
Éramos un grupito de no más de cinco. Tomamos muchos mates, y hablamos suavemente de la revolución, y el golpe de Estado que se preparaba, y de los rusos y los yanquis, con una ingenuidad lacerante y a la vez reconfortante. Con esa ingenuidad enfrentábamos la muerte entonces, cara a cara, sin miedo, en ese tránsito agorero que derivó inexorable en el golpe de marzo de 1976.
Rusconi estaba dentro de su ataúd, y al otro día, el 8 de diciembre, lo llevaron al cementerio para meterlo en su tumba. Allí fuimos nosotros, los de la “guardia”, atentos y desvelados, porque el enemigo podía volver a atacar en cualquier momento, en cualquier circunstancia, y no había protección posible de nada ni de nadie más que de nosotros mismos. Con el traje que habían comprado mis padres para una fiesta de fin de curso del secundario del Nacional a la que nunca fui, con la 22 cruzada en el cinto, en la espalda a la altura de la cadera, vi cómo el ataúd con el cuerpo torturado de Enrique Rusconi descendía a las tinieblas de la tierra húmeda, mojado por las lágrimas, cobijado por las promesas que negaban el olvido.
Rusconi no fue olvidado. Su rostro me mira ahora en la esquina de las calles 7 y 47. No sé, qué significará, esa imagen, para los hombres y mujeres que estudian ahora en la Universidad de La Plata. No sé si alguien le prestará atención a la historia de los muertos en esta Argentina de miserias repetidas, de glorias fugaces, de mártires fracasados.
A mí me trajo la foto Paulita, y esa foto desencadenó recuerdos, sensaciones, el latido de corazones que ya se han detenido. Tanto amor ha pasado, y tanto odio. Y yo pienso ahora que a Rusconi lo conocí ya de muerto, ya en el ataúd, y aun así, lo siento como un hermano que se murió tempranamente, que ardió en aquella hoguera, y solo puedo desear que aquel fuego no haya sido en vano.