A comienzos de los años 70, una joven chilena, aún menor de edad, cruzó de forma irregular a la Argentina usando los documentos de una tía. Ya en el país, tuvo una hija, pero como no contaba con identidad legal, inscribió a la niña con el nombre de la mujer cuyos papeles había utilizado. Años después, regularizó su situación y tuvo más hijos, que sí fueron registrados oficialmente como suyos, mientras que la primogénita crecía con una identidad que no coincidía con su origen.
Tras el fallecimiento de quienes la habían criado, la mujer decidió buscar la verdad que siempre sospechó. Inició una acción judicial en Cipolletti, con el acompañamiento de la Defensoría Pública, y aportó fotografías, documentos y una escritura en la que ambos progenitores reconocían a todos los hijos, incluida ella. Solicitó una pericia genética con sus hermanos bilaterales y su padre, ya que su madre había fallecido.
Sin embargo, algunos de sus hermanos se opusieron. Negaron el vínculo materno y aseguraron que la mujer era hija de otra relación del padre. Argumentaron que no había dudas sobre su identidad y que los análisis genéticos no podían acreditar legalmente la maternidad. También afirmaron que la causa sólo generaba conflictos familiares y no tenía sustento jurídico.
La jueza rechazó esos planteos y autorizó el estudio genético. El resultado fue concluyente: el laboratorio del Poder Judicial determinó con una probabilidad superior al 99,9999% que existía vínculo biológico materno entre la mujer y quien la había criado. El fallo dejó en claro que no se modificaba el estado filiatorio, pero sí se despejaba una incertidumbre fundamental sobre la identidad.
Así, después de más de medio siglo de preguntas sin respuestas, la justicia confirmó lo que la mujer siempre había sentido. No fue una sentencia que cambió un nombre, pero sí una que le devolvió la certeza sobre su origen y le permitió cerrar una historia marcada por los silencios y los errores del pasado.