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Encuéntrame en tus sueños (6ta parte: Sus ojos azules adivinan el destino)

Los investigadores improvisados se encuentran con una mesera de ojos azules y la historia del crimen parece potenciarse.
Lunes, 13 de enero de 2025 a las 00:00

Volvimos del precinto en silencio. Las calles, cubiertas por una fina nieve, le ponían marco a una luna llena que, a esa altura de la noche, era nuestra única compañera ya que, a la poca gente de a pie que todavía transitaba se le sumaban unos pocos y solitarios automóviles sin rumbo.

La ciudad “que nunca duerme”, según reza su canción, parecía haber cerrado sus millones de ojos nocturnos, entrecerradas las ventanas de edificios sin palabras.

Dentro del cálido refugio en que se había convertido el automóvil de Sam, cavilábamos sin hablar, intentando comprender el incierto escenario que se abría ante nosotros tras la muerte de la hermana del Fantasma.

Otra vez, desde que comenzó este drama, con cada subida del telón, en cada nuevo acto, entraban en escena los espectros de una nueva tragedia en la cual nosotros, como patéticos “pagliaccis”, dábamos vueltas y vueltas sin sentido como subidos al funanbulesco carrusel de una “kermesse” de rarezas desquiciadas.

Con la muerte de Susan Blake sentíamos que se esfumaba nuestra última esperanza de encontrar una pista que nos llevara a saber qué le pasó realmente a Norman, al acabar como acabó, quién lo asesinó, y por qué también su hermana terminó de esa manera, ultimada quizás por las mismas manos criminales.

La historia de la familia Blake parecía ahora llegar a su fin con la suerte de esas dos almas, que una vez habían sido gemelas, pero que hoy ya no existen.

Atravesados por las malas noticias, ignorábamos que todavía existían algunas puertas desconocidas por abrir. Solo teníamos que encontrarlas y mover los mágicos picaportes del destino que le dan paso a la verdad.

-¿Comemos algo?, dije sin ganas como para quebrar el silencio aplastante.

-Aquí cerca, a media cuadra, hay un merendero, hacen muy buenos sándwiches y sopas espectaculares, respondió de inmediato el “gordo” que bien podría competir con la Guía Michelin en la enumeración y localización de restaurantes, bares y comedores baratos y sabrosos, y ganarle por varios cuerpos.

Por la hora y el clima, Derby’s, tal era su nombre, estaba poco poblado, lo cual nos garantizaba una tranquila conversación y además, esa noche cerraban tarde.

Entramos y nos ubicamos en una mesa que daba a la calle. La decoración del lugar parecía no haber cambiado mucho desde la presidencia de Harry Truman.

A nuestro alrededor teníamos paredes con restos de antiguos empapelados raídos por el tiempo y por décadas de vapores provenientes de la cocina, carteles de antiguas gaseosas que hace rato no existen, algunas chicas con trajes de baño enterizos y mucho neón. No cabía duda de que el Derby’s era un vívido catálogo de la estética americana de la pre y post Segunda Guerra Mundial.

Una atractiva mesera, entrada en edad, se nos acercó y nos preguntó con un tono que sonó entre imperativo y cordial:

-¿Qué van a ordenar, chicos?

Un prendedor con su nombre, Rosalyn, captó mi atención. La mujer rondaría los 60 años, pese a lo cual seguía haciendo gala de una saludable e incólume belleza cuasi juvenil, desde su cuerpo delgado y esbelto hasta su rostro y en especial sus ojos, tan azules como el cielo y tan profundos como el mar.

Esos ojos transmitían la clase de sabiduría que se ha obtenido a fuerza de disputarle y ganarle cada metro cuadrado a la impiadosa existencia.

-¿Cuál es el especial de la casa…Rosalyn?, pregunté enfatizando levemente las sílabas de su nombre y tendiéndole mi más amigable sonrisa. Por un momento, su rostro pareció distenderse sutilmente, pero no fue más allá de eso.

-Hoy tenemos el Philadelphia Cheesesteak cariño, sándwich de filetes de ternera asados con queso Provolone derretido y acompañado con salsa de queso, todo esto en pan italiano, recitó casi de memoria.

Debimos haber puesto cara de bobos hambrientos porque Rosalyn soltó una pícara risita y agregó:

 -Y tenemos también la sopa del día que es un Clam Chowder estilo Manhattan,  la tradicional sopa de almejas bostoniana solo que, en vez de crema o queso, viene con caldo de tomate y verduras. Y se quedó mirándonos a la espera de nuestra respuesta.

-Está bien para mí, afirmé. Sam aprobó mi elección y pidió lo mismo. Agregamos al pedido dos vasos de té helado. Pero, si algo sabía Rosalyn era cómo armar menús:

-¿Quieren algo para…ir abriendo el apetito mientras llega la comida?, preguntó inocentemente enarcando sus dos cejas, como una maestra dándole una pista al alumno que esta naufragando en su lección.

-¿Por casualidad tienen bastones de muzzarella empanados?, pregunté.

-Amor, si no tuviéramos bastones de muzzarella hace tiempo que habríamos quebrado…y estamos aquí desde la época de Fiorello la Guardia.

Dicho esto, giró sobre sus talones con la gracia de una “ballerina” a la vez que gritó con la energía de un entrenador de football universitario:

Una porción de bastones, dos Phillys, dos sopas y dos tés fríos para la seis..!

Mientras la miraba irse pensé que no había nadie en este mundo que supiera hacerlo con tanta elegancia y contundencia. Pisaba el suelo como si fuera dueña de todo lo que había a su alrededor y estoy convencido de que sabía que lo sabíamos.

-¿Quién es ese La Guardia…el que hizo el aeropuerto?, preguntó el “gordo” que no terminó la secundaria por culpa de una malvada profesora de Historia.

-Fiorello La Guardia es considerado el mejor alcalde en la historia de Nueva York. El aeropuerto lleva su nombre en su honor.

Tras la micro lección de Historia volví a pensar en la lección de Cultura Popular Estadounidense que, en unos pocos minutos, nos dio Rosalyn y que dejaría chiquititos en un debate a unos cuantos sociólogos, académicos e intelectuales de café que conozco y que viven diciendo pavadas desde hace años.

Debo confesar que siempre me han fascinado estas mujeres, no desde el punto de vista erótico, como se suele sospechar cuando un hombre elogia a una mujer, sino más bien desde su mismísima y potente humanidad femenina.

Durante buena parte de mi vida pensé que ellas eran un estereotipo de Hollywood que se repetía hasta el infinito en películas y series clase B.

Ya saben, la mesera de restaurante barato, entre 60 y 70 años o más, muy segura de sí misma y a la vez temerosa de las trampas del corazón.

Mujeres castigadas que acarreaban tras de sí varios matrimonios destrozados, incontables traiciones y muchas veces un currículo que podía incluir desde bailarina topless a franca meretriz.

Me subyugaba especialmente la forma en que se dirigían al cliente echando mano a cuanto apodo cariñoso se les ocurría: “querido”, “cariño”, “amorcito”, “primor”, “dulcecito” y muchos otros más que ahora no recuerdo que derretían cualquier resistencia de nuestra parte.

Muchas de las meseras de esa edad que conocí en esos restaurantes esparcidos a lo largo y a lo ancho de este país, transmitían la misma imagen: una mujer fuerte en la que se podía confiar, brutalmente sinceras, ciegamente solidarias, compañeras en las malas, trabajadoras incansables y, sobre todo, absolutamente impermeables y acorazadas ante la más mínima insinuación de amor.

Sobre este último punto, la mayoría de ellas solía guardar su corazón bajo siete llaves, usualmente, tras el primer hijo que, por lo general, venía al mundo, más que con un pan bajo el brazo, con un padre fugado.

Y Rosalyn no era la excepción. En este mundo hipócrita y lleno de mentiras, en esta sociedad de falsos héroes y traidores que duermen cada noche con nosotros, ella se erigía como un rotundo monumento a la autenticidad y a la verdad femeninas.

A los diez minutos la dama apareció con la bandeja llena de platos.

-Aquí está, disfruten la comida mis amores, cualquier cosa me llaman, dijo dejando las vituallas sobre la mesa.

Luego sonrió, me guiñó un ojo, dio un nuevo giro de “ballerina” y se fue a atender otra mesa acompasando sus caderas al ritmo de nuestros corazones.

Con el “gordo” nos miramos y nos entendimos sin necesidad de palabra alguna.

Promediando la cena, mientras comíamos en silencio, una idea espabiló mis cavilaciones y enseguida pensé en las puertas del destino que aún nos faltaba abrir.

Levanté mi vista, lo miré a Sam y le dije entre preguntando y proponiendo:

-¿Qué tal si me hablás un poco de Johnny Ray? Creo que tendríamos que hacerle una visita. ¿Qué opinás?

El “gordo” sonrió entrecerrando sus ojos, y asintió feliz ante el hallazgo de un nuevo camino a seguir. La causa no estaba perdida.

Detrás del mostrador, Rosalyn nos observaba mientras cenaba una porción de pastel de manzana con un café. Su mirada azul parecía adivinar lo que yo estaba pensando.

Miré la calle nocturna y desierta, con la nieve disolviéndose en el pavimento negro y rogué que esta vez, al levantarse el telón de este nuevo acto, no fueran los espectros de la tragedia los que irrumpan en la escena con una nueva muerte, sino la esperanza escapando por fin de esta nefasta caja de Pandora.

Pensaba en ello cuando percibí la mano de Rosalyn deslizarse en la mesa con un vaso de bourbon que puso delicadamente frente a mí.

-Cortesía de la casa, cariño, algo me dice que vas a necesitarlo, me susurró la Adivina con una sonrisa que parecía florecerse en bienvenida.                                                                                                 

(Continuará)

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