Nueva York, cuando la gran ciudad empieza a anochecer, transida entre la melancolía y la soledad.
-Qué tenés ahí…?, preguntó Rosalyn con genuina curiosidad.
Nos encontrábamos en el departamento de la misteriosa dama intercambiando la información que teníamos y todas las teorías sobre Norman Blake, su vida y su muerte, aunque sin mucho éxito, por cierto.
En ese trance estábamos cuando la anfitriona vino hacia mí desde la cocina portando una taza humeante de café arábica, tan negro y a la vez tan suave como el corazón de un metjay, los fieles y celosos guardianes del Faraón en el Imperio egipcio.
-Tengo algo aquí que seguramente te interesará, respondí agradeciendo la taza de café que llegó acompañada de unos exquisitos ma’amouls, el popular bocadillo árabe de manteca y harina de sémola rellenos de higos y dátiles. No había dudas de que la señora tenía en claro qué hacer cuando iba a la panadería.
-¡Es una foto! exclamó la dama ¿Quién es?.
-Ya verás, esperemos que llegue el “gordo” Sam. El es el responsable de que hoy tengamos esta imagen con nosotros, sentencié.
En ese momento, yo tenía en mis manos aquella pequeña fotografía de una niña que Norman, tal vez en los últimos segundos de su vida, había logrado ocultar en su mano, quizás, para evitar que quien acababa de asesinarlo la descubriera, y el ciclo de la muerte continuara con la pequeña.
La misma fotografía que el “gordo”, involuntario convidado de piedra en la escena del crimen, decidió valientemente sustraerla a espaldas de los investigadores, jugándose a cara o cruz su libertad, empujado por un instintivo impulso de preservar esa posible evidencia y, a la vez, dominado por una primal desconfianza hacia el médico forense quien, según supimos después de boca de la propia policía de Nueva York, terminaría mintiendo en su reporte sobre la causa de la muerte de Norman para proteger a quién sabe quién.
El “gordo” Sam acababa de llegar ahora al departamento de Rosalyn y parecía traer consigo alguna información crucial, algún dato esencial para nuestra pesquisa. Al menos eso era lo que sugería la expresión de alegría y satisfacción que se podía apreciar en su redondo rostro de hombre gordo.
También podía ser que viniera de descubrir un nuevo merendero en la ciudad y de haberle realizado su personal test de calidad a alguna de sus especialidades.
Ambas hipótesis eran válidas por igual.
Le pedí a Sam que tomara asiento, hice lo mismo con la dueña de casa y una vez que estuvieron atentos a mis palabras le extendí la fotografía a Rosalyn y le pregunté a bocajarro:
-¿Quién es esta nena...?
Rosalyn tomó la foto. Al principio pareció mirarla con cierta indiferencia, pero luego de unos segundos, su rostro, su expresión, su boca, sus ojos, todo en ella pareció encenderse bajo la luz de un reflector de cine, tras lo cual preguntó inquisidora pero conmovida:
-¿Cómo diablos conseguiste esta foto…?
Yo esbocé una media sonrisa ganadora y afirmé con tono levemente admonitario:
-Menos averigua Dios y perdona hija…ya te lo contaremos…pero decime por favor ¿la conocés?
Por un momento, las palabras parecieron volvérseles esquivas a Rosalyn. Se quedó en silencio unos segundos, mirando a ninguna parte, como si su mente estuviera buscando la frase exacta, la palabra precisa y apropiada mientras revolvía dentro de una bolsa repleta de pensamientos caóticos y desordenados.
Cuando al fin pareció tener una respuesta, Rosalyn comenzó a explicar calmadamente:
-Esa niña era alumna de piano de Norman. Él la quería como si fuese su hija.
Y luego, mirándome ya directo a mis ojos, agregó en voz aún más baja:
-¿Recordás lo que te dije aquella tarde en el bar Milano’s cuando me pregustaste en qué podías ayudarme?.
-¡Por supuesto! –respondí al instante- recuerdo que tu respuesta me hizo acordar a Diógenes…
-¿Quién es Diógenes, lo conozco?, interrumpió el “gordo” Sam tragándose el último ma’amoul que quedaba en la fuente.
-Sam, Diógenes fue un filosofo griego quien vivía como un mendigo y andaba por las calles con un farol en la mano y diciéndole a todo el que le preguntaba: “Busco a alguien”. Y mirando a Rosalyn le dije:
-Eso es precisamente lo que me respondiste.
Y al notar que en su mirada florecía una frágil emoción, agregué:
-¿Ese “alguien” es la niña? ¿Buscas a la niña de la foto? ¿Qué sabés de ella, Rose?
Pero la adivina del Downtown, la mujer que parece haber vivido mil años, prefirió seguir parapetada en su castillo, escoltada por sus dos diosas amigas: la calma y la sabiduría. Y así, como quien posee todo el tiempo del universo, comenzó con su narración:
-La niña de la foto se llama Esperanza, Norman la rescató del Central Park una noche terrible de invierno junto a su madre y las llevó a vivir temporariamente a su departamento. Eso duró hasta que le consiguió trabajo a la madre y les alquiló un pequeño ambiente en el edificio que está situado precisamente detrás del de Norman. Ambos dan al pulmón de la manzana separados por una corta distancia.
-La elección de esa vivienda no fue casual -continuó Rosalyn- sino perfectamente estudiada por Norman. Desde la ventana de su estudio se ve claramente la ventana del dormitorio de la niña. Me acuerdo que el pasatiempo favorito de ambos era asomarse y mirarse de ventana a ventana y hacerse caras cómicas, ridículas, absurdas y matarse de risa. La nena lo quería como a un padre y Norman, pese a no haber tenido hijos, se desempeñaba muy bien en ese trabajo.
-¿Por qué querés encontrar a esa nena?, le preguntó el “gordo”.
-Porque, aparentemente, ella tendría en su poder algo muy importante que Norman quiso preservar, tanto de propios como de extraños, y que finalmente dispuso todo para que yo lo tuviera por si las cosas llegaban a salir mal. Que eso llegara a mis manos puede considerarse la última voluntad de Norman.
-¿Qué era?, pregunté curioso.
-Desde hacía varios años, Norman estaba trabajando en la recopilación de cierta información. Nunca me dijo qué era, pero se notaba que se trataba de algo realmente pesado, que involucraba a gente muy poderosa, y que podía provocar una gran conmoción cuando llegara a saberse. Yo lo llamaba “Los papeles de Norman” porque seguramente eran papeles. De hecho Norman había desempolvado una vieja máquina de escribir Royal de su abuelo y tenía sobre el escritorio una gran cantidad de hojas en blanco tamaño carta.
-¿Sabés qué quería hacer con ese material?
-Su idea era presentar esa documentación a la justicia y hacer una denuncia. Pero él no quería que yo tuviera esa información porque temía por mi vida. Durante el tiempo que estuve a su lado nunca me enteré sobre qué estaba investigando, ni una pista, ni un dato aislado. Cuando yo mostraba un poco de curiosidad, él siempre me decía bromeando: “si te cuento qué es esto te voy a tener que matar”.
-Evidentemente era una información “caliente”, apunté.
-Al principio, cuando yo llegaba a su casa, él cambiaba automáticamente de actividad y seguía con otras cosas intrascendentes. Se sabía en peligro y no quería que yo corriera sus mismos riesgos. Por eso mismo dejamos de vernos un tiempo, aunque seguimos en contacto casi hasta el momento de su muerte.
-¿Cómo sabés si Esperanza es la que recibió en custodia “Los papeles de Norman”?, inquirió Sam.
-Porque él me contó todo el plan para que yo estuviera alerta. El plan que él diseñó y que él me contó, contemplaba que, en caso de que algo malo le pasara, yo debía acudir de inmediato al departamento de la niña, en el edificio de atrás, en un horario en que la madre estuviera trabajando. La niña, que había recibido expresas instrucciones de Norman, me entregaría un sobre cerrado con los papeles recolectados en sus años de investigación y seguramente contendría alguna clase de instrucciones para mí. Ese iba a ser el momento justo en que yo me enteraría finalmente de todo, me dijo Norman. Pero la realidad es que, debido al rumbo que tomaron los acontecimientos, nunca supe si él finalmente logró darle el paquete a la niña antes de morir. Ese es uno de los tantos misterios de este caso.
-Me imagino que lo primero que hiciste fue ir al departamento de Esperanza y tratar de conseguir los papeles, pero por lo que vemos no salió como pensabas.
-Ojalá hubiera sido tan sencillo -respondió Rosalyn con resignación- al día siguiente de la muerte de Norman, la mujer y la niña pagaron la renta y las expensas y se hicieron humo sin dejar rastros. Nadie sabe a dónde fueron, si se fueron de la ciudad, del estado, del país, del continente o del planeta, nadie lo sabe, agregó Rosalyn con pena.
-¿Por qué tardaste en enterarte del crimen de Norman?
-Porque una semana antes de su muerte, yo viajé a Palmer, en Massachusetts, para pasar unos días en la casa de una de mis tías. Estaba saturada de Nueva York, de su locura, y necesitaba descanso, verdes paisajes y gente amable que todo el tiempo te saluda, te sonríe y te convida con pastel de manzana. Nunca imaginé que pasaría todo lo que finalmente pasó. Cuando volví a Nueva York habían pasado varios días del asesinato y hacía rato que lo habían sepultado. Fui al cementerio a visitar su tumba y le dejé una rosa tan roja como la que tengo pintada en la puerta de mi Oldsmobile, recordó compungida y confesó:
-Todo esto fue y es muy triste para mí. No pasa un día sin que piense en él. Lo extraño con toda mi alma.
Y seguidamente pareció cambiar de tema y clavó sus ojos en mí. Ahora no era Rosalyn, sino “la dama del Oldsmobile” la que me hablaba:
-Cuando ustedes fueron esa noche de la nevada a cenar al Derby’s los escuché un buen rato hablando de Norman, de su hermana, de sus muertes, del teniente Valdez, y planeando cómo resolver el crimen. Entonces comprendí que los tres estábamos en el mismo barco, pero especialmente vos, con quien tuve una especial conexión tan pronto nos miramos a los ojos. Por eso te serví el bourbon, fue mi manera de entrar en tu vida. Y continuó la historia:
-En sus últimos conciertos, Norman había reparado en tu presencia en el jazz club. Lo había impresionado tu nivel de concentración en su interpretación, en particular los clásicos de Bill Evans. Ni bien te vio disfrutar de esa música entendió que vos y él bien podían ser almas gemelas.
Hasta habló con Sam para averiguar quien eras, y el “gordo” solo le dijo que eras periodista y que te gustaba mucho su música, pero nada más. ¿No es así?
-Es correcto, asintió ceremonioso Sam.
-Entonces me encomendó a mí que averiguase todo sobre vos y especialmente qué clase de periodista eras. En el lenguaje de Norman esto significaba: un periodista honesto, y yo creo que lo sos. Así que ahora veo con claridad que él pensaba en darte “Los papales de Norman” para publicarlos, pero desgraciadamente no salió como queríamos y ahora tenemos que salir a buscarlos.
-¿Puedo hacerte una pregunta, Rose?
-Sí claro…respondió.
-¿Ustedes eran pareja?
Rosalyn se quedó en silencio un instante con la cabeza gacha, tras un intervalo que duró casi un siglo, alzó la vista hacia mí y me dijo mirándome con su proverbial intensidad:
-No, no éramos pareja... Norman Blake era gay.
Armamos una nueva ronda de café, mientras en la noche una estrella nova parecía encender nuevamente el amor.
(Continuará)