En el camarín de Lady Sax, cabaret Belle de Jour, Nueva Jersey
El “gordo” Sam regresó acompañado por uno de los guardaespaldas, un gigantón que lo traía colgado, retorciéndole un brazo, y de un caballero con aspecto de Hercule Poirot, el mítico detective creado por Agatha Christie, solo que no era un detective sino el pintoresco médico que trabaja en el cabaret asistiendo a los que se desmayan o les pasa algo peor.
Cuando lo vi, debo confesar que pensé que podría tratarse de un actor de alguna obra de teatro costumbrista: peinado “raya al medio” con brillantina, bigote “a lo Adolphe Menjou”, traje oscuro de rayas finitas con chaleco, reloj de bolsillo con cadena y unas increíbles gafas “pince-nez”, esos pequeños lentes que se sostienen en el puente de la nariz y que fueron populares en “los locos años 20”.
Lucy había vuelto en sí hacía unos minutos y seguía sentada a mi lado con mi pañuelo entre sus manos. Seguía llorando, solo que ahora lo hacía a intervalos cada vez más espaciados en el tiempo. La noticia de la muerte de Norman la había devastado, y no parecía que fuera a reponerse fácilmente.
Los primeros en entrar fueron el médico, que se parecía a Poirot, seguido por Sam y su ropero ambulante, que no lo soltaba, mientras miraba a Lucy a la espera de alguna orden para liberarlo o para arrojarlo por una ventana.
Lucy miró al gorila y le hizo una señal con la cabeza para que lo deje libre, y el “gordo” agradeció, volviendo a la vida lo que quedaba de su brazo.
-Son amigos, estoy bien, puedes dejarme con ellos, le dijo Lucy con un hilo de voz.
Entonces King Kong saludó y se retiró, mientras el médico empezó a auscultarla con un estetoscopio que parecía haber sido sustraído de alguna colección del Smithsonian.
El facultativo decimonónico le hizo un par de preguntas a Lucy, y ella le dijo cómo habían ocurrido los hechos: que se había enterado de la muerte de un ser querido y eso la había afectado. El medico parecido a Poirot dio a conocer su diagnostico que sonó como una sentencia forense:
-La señorita tuvo un síncope vasovagal, también conocido como síncope neurocardiogénico. Esto pasa porque el cuerpo reacciona de manera desproporcionada ante estímulos desproporcionados como puede ser un fuerte shock emocional y usualmente deviene en un desmayo.
-Es lo que en las novelas de misterio o romance le llamaban “soponcio”, agregué y Poirot, sorprendido, exclamó:
- ¡Bueno, se ve que el caballero gusta y aprecia la fina literatura! Y dicho esto cerró su antiguo maletín de cocodrilo, pidió permiso a la dama para retirarse, iniciando un perfecto “mutis por el foro”, como decían en el teatro en los tiempos mozos del galeno de bigotito “a lo Menjou”, no sin antes dirigirse a mí para decirme:
-Si el caballero lo desea, en mi oficina tengo algunos libros que le fascinarán, como por ejemplo una primera edición de “Cumbres borrascosas” de…
-Emily Bronte, interrumpí.
-¡No le digo! ¡El señor es un conocedor de la buena literatura!, exclamó, y desapareció.
Cuando salió pensé: ¿Cómo le digo a este hombre que nunca leí “Cumbres borrascosas”?
Entretanto, Lucy seguía recostada en mí, como si buscara descansar. El “gordo” se había sentado en uno de los sillones y el reloj de pared nos decía que eran las 2 de la mañana. Dudábamos si quedarnos a acompañar a Lucy o llevarla a su casa o dejarla sola para que descanse en su camarín si ella lo quería.
Como si pudiese leer lo que pensábamos, la Dama Desnuda me susurró en portugués:
- Você poderia me dar uma carona para casa, acho que não consigo dirigir meu carro.
El “gordo” me miró buscando la traducción.
-Dice si podemos llevarla a la casa porque no cree que pueda conducir, y Sam asintió de buena gana.
Miré a Lucy, sus ojos estaban ahora rojos por el llanto, le sonreí para tranquilizarla y le dije, también en un susurro:
-No hay problema. Vamos cuando quieras.
Pero antes de ponernos en marcha, recordé que había algo que tenía que hablar con ella cuando despertara. Algo que había ocurrido en los minutos que estuvo profundamente desmayada hasta que el “gordo” llegó con ayuda. Algo que precipitó en mi mente un mar de conjeturas.
Pensé en qué forma le preguntaría acerca de lo que quizás no podría recordar, o no querría hacerlo. Una cuestión de suma intimidad, tan traumática que su memoria lo borraría de plano de su conciencia.
Elegí, pues, el método inverso. Empezar a caminar por los alrededores, para luego ir al centro del interrogante. Lo mismo que había funcionado con la noticia de la muerte de Norman para disparar la verdad en Lucy.
-¿Puedo hacerte una pregunta?, inquirí.
-¡Otra más! ¿Y ahora quién murió?, dijo tristemente chistosa.
-¿Sabías que hablás en sueños?, le pregunté.
-Me lo han dicho alguna vez.
-¿Podés recordar lo que decís mientras dormís?
-No, ni siquiera cuando me dicen lo que dije. No tengo ninguna idea de lo que digo dormida.
-O desmayada –agregué- Cuando perdiste totalmente el conocimiento, pronunciaste un nombre.
-¡Oh! ¿Qué nombre dije?
Me tomé un tiempo para responder, la miré intentando serenidad, y pronuncié calmadamente la palabra que, tan solo unos minutos atrás, había escuchado salir de sus propios labios:
-Carmel.
Su rostro se mostró imperturbable, sus ojos iban de un lado a otro buscando en su memoria pero sin éxito:
-Carmel…Carmel…no tengo la menor idea de quién o qué es.
Me pareció sincera, no tenía necesidad de mentirme. Entonces volví con mis preguntas incomodas:
-Disculpame si vuelvo sobre algo que te resulta traumático, pero tenemos que encontrar alguna clave de lo que le pasó a Norman.
-Está bien, ahora estoy mejor y creo que puedo hablar de él. Pero mejor vamos yendo hasta mi casa, que no está cerca, por cierto.
Tenia razón. Lady Sax vivía en Yonkers, Nueva York, a una hora de automóvil desde Jersey City, donde nos encontrábamos. Un viaje que nos serviría para seguir ahondando en esa misteriosa palabra, susurrada por una mujer desmayada que acababa de perder al hombre que más amó en su vida.
Una palabra que podía estar relacionada con Norman.
Nos dirigíamos hacia el norte en una noche más que tranquila. El “gordo” había traído unos vasos con café y unos bizcochos que incautó del bar del cabaret antes de salir. Esa bebida y esos bocadillos nos estaban regresando a la vida después de una noche verdaderamente dura.
Cuando me pareció oportuno regresar con mis preguntas, regresé:
-¿Cómo era tu relación con Norman?
-Norman era mi amigo, mi hermano mayor. Yo lo visitaba solo a veces ya que él era muy reservado y celoso de su lugar. ¿Cómo le dicen aquí al sitio donde el hombre tiene todas sus cosas preferidas y nadie puede entrar ahí?
-“Man cave”, caverna do homen, cueva del hombre, apunté.
-Bueno, toda su casa era su “man cave”, pero a veces, cuando lo visitaba, ocupábamos la cocina o el living para compartir un café y él aprovechaba para hablar mucho de sus recuerdos y sus proyectos, y me aconsejaba para que sea una artista de verdad.
-Recordás qué proyectos tenía?
-La música. Toda su vida tenía música. Un disco que iba a grabar, una gira con un trío, la música para una película, pero lo que parecía ser el proyecto más importante en su vida no era musical.
-¿Qué era, te acordás?
-Nunca me lo dijo. No quería que yo me enterara. Tenia miedo de que se sepa. Trabajaba en ese proyecto en sus horas libres. Me acuerdo que juntaba muchos papeles, que guardaba en una pequeña caja fuerte, y hablaba mucho por teléfono, pero nunca cuando yo estaba delante de él.
A veces yo me quedaba entredormida en el sofá del living, y entonces él se encerraba en un cuarto y hacia llamadas telefónicas que yo no escuchaba.
-¿Fueron pareja ustedes? Pregunté esperando alguna novedad en la respuesta.
-No, no fuimos pareja y no porque yo no quisiera. Yo estaba profundamente enamorada de él, quería compartir con él toda mi vida.
-¿Y qué salió mal entonces?
-Nunca lo sabré. Mucho menos ahora que no está. Yo intenté intimar con él más de una vez, pero él no quiso. Habló de la diferencia de edades, una excusa obvia, pero cuando vio que lo mío venía en serio, desapareció de mi vida de un día para el otro, nunca más lo vi. Lo odié con todo mi corazón, mi alma y mi cuerpo, por haberme abandonado de esa forma tan cruel, pero nunca dejé de amarlo.
Se quedó absorta, perdida en sus memorias y sus sentimientos, en sus pasiones rechazadas y sus heridas aún abiertas. Miraba por la ventanilla el pasar de los autos y los paisajes nocturnos como quien ve pasar la vida proyectada en una pantalla de un cine. Sentí que era el momento preciso para insistir:
- Carmel…Lucy…Carmel… ¿no te dice nada?
Y casi al instante, inconsciente, mecánica, murmuró como lo haría un robot:
-…un lugar… el nombre de un lugar…su lugar. Y regresó a su mundo donde ensimismarse.
Entendí que, en sus sueños, en el mundo onírico de Lady Sax, estaba la senda que lleva hacia el fantasma.
(Continuará)