Esta crónica podría ser también el tráiler de una biopic musical promocionada por alguna plataforma. Y claro que tendría banda de sonido de guitarras distorsionadas de Black Sabbath. Porque vamos a habla de la vida de César Gueikian que va desde una infancia en Buenos Aires hasta el despacho de CEO de Gibson, la marca de guitarras más icónica del mundo, pasando por la banca de inversión en Chicago, la pasión por tocar, coleccionar y fabricar guitarras, y la audacia de rescatar una empresa en crisis.
Hijo de una familia de origen armenio del barrio de Vicente López, César tenía 10 años cuando la primera púa tocó un vinilo de Black Sabbath. “Vi la tapa, escuché ese riff… supe que quería tocar guitarra”, recuerda. Su primera guitarra eléctrica fue una Fender, porque la Gibson Les Paul que soñaba aún estaba fuera del alcance de su bolsillo. A los 13 años, vendió la Fender y pudo comprarla. Desde entonces, su colección creció: hoy tiene cerca de 190 guitarras, 160 de ellas Gibson, quizás la colección más grande del mundo.
Aunque la música lo marcó, César sabía que no podía quedarse solo en instrumentista. Estudió Administración de Empresas en la Universidad de San Andrés y luego emigró a los Estados Unidos para hacer un MBA en la Universidad de Chicago. Allí se formó en inversiones y deuda, el lenguaje con el que luego salvaría Gibson. Trabajó en Deutsche Bank y UBS, formó su propio fondo con el que empezó a mirar compañías “que necesitaban ayuda”. Y mientras analizaba balances, seguía tocando guitarra en clubes de Nueva York y Londres.
La oportunidad que nadie vio
En 2009, conoció a los dueños de Gibson. Para muchos, era solo un coleccionista obsesionado por la marca pero se convertiría en el visionario que había encontrado temprano los traspiés de la empresa. Entre 2013 y 2016, mientras Gibson se endeudaba para comprar Philips y Pioneer, un error estratégico que desencadenó la crisis, él adquirió parte de su deuda a través de su fondo Melody Capital Partners. En noviembre de 2018, cuando Gibson declaró deuda por 500 millones de dólares, César y sus inversores tomaron el control del 100 % de la empresa.
La diversificación había sido el gran tropiezo de Gibson. César lo decía claro: “Perdimos el foco. Las guitarras eran el alma de la empresa y nos dispersamos en audio”. Su plan fue sencillo. Primero, reestructuró el catálogo: lanzó la “colección original” con guitarras que rendían homenaje a las que hicieron historia y la “colección moderna”, donde Gibson podía innovar. También relanzó sus tiendas a las que llamó Custom Shop y descentralizó la fabricación para controlar calidad y experiencia. Incluso él mismo empezó a construir guitarras los viernes. “Un líder debe conocer su producto”, decía mientras ensamblaba piezas.
Pero una guitarra no vive solo de madera y cuerdas: vive de quién la toca. César entendió que revitalizar Gibson implicaba volver a las raíces. Volver al escenario, volver al artista. Empezó a conversar semanalmente con Slash de Guns and Roses (quien terminaría siendo socio de la empresa), Tony Iommi de Sabbath (a quien define como su padrino), Billy Gibbons de ZZ Top, Dave Mustaine de Megadeth, Kirk Hammett de Metallica, entre otras estrellas. Y también con músicos latinos: Fito Páez, Luis Fonsi, Shakira, Maná. Estos vínculos no eran decorativos. Eran parte del ecosistema que César rearmó: Gibson Records, Gibson TV, Gibson Garage, espacios para que la guitarra sea protagonista. Al mismo tiempo, el público joven ingresó al circuito con programas como G3 (Gibson Generation Group), donde artistas emergentes tienen su lugar.
Poner las manos
Mientras lideraba la empresa, César seguía siendo guitarrista. Su colección personal es apenas reflejo de su obsesión. Pero aún más: aprendió a fabricar. Esta dualidad músico-empresario le dio credibilidad en la fabricación, donde los luthiers lo respetan. Claro, porque él entiende qué es lo que busca un guitarrista cuando aprieta una púa.
Hoy, seis años después de la reestructuración, Gibson emplea 2.500 personas en todo el mundo y crece a una tasa que casi dobla la industria del instrumento. La guitarra más cara de la casa, la Gibson J-200 Monarch que llega a los 100 mil dólares, tiene lista de espera de dos años. Y César proyecta más: abrir Gibson Garage en más ciudades clave y asegurarse de que cuando uno entre al local viva la experiencia y se sienta como en una juguetería para adultos.
El chico de Buenos Aires que a los 10 años había descubierto el sonido de la Gibson de Tony Iommi, hoy dirige la compañía que fabricó esa guitarra, esa con la que soñaba sostener con sus manos de niño, y ahora lo tiene al volante. Y afirma: “Estamos haciendo las mejores guitarras de la historia de Gibson”. Esa ambición, mezcla de obsesión, arte y negocios, es su legado y su proyecto. Porque al fin y al cabo, salvar Gibson no fue solo un negocio: fue cumplir el sueño de una vida.