Oficina del flamante alguacil Valdez
En los tiempos del lejano Oeste, los sheriffs tenían la potestad de nombrar cuántos ayudantes precisaran según las circunstancias y el peligro que debían enfrentar.
El ingreso era “express”: Se les tomaba un juramento y se les daba una estrella de hojalata que indicaba su condición de auxiliar de la ley. El único requisito para el empleo era saber usar, con cierta pericia, tanto un revolver como un rifle a repetición o cualquier otra arma que disparara plomo.
Si por desgracia morían en el cumplimiento de su deber, entonces la estrella se reutilizaba pasándosela al ayudante encargado de reemplazarlo.
Los marshals gozaban del mismo privilegio solo que, a diferencias de los sheriffs, cuya autoridad se circunscribía a los limites del condado, su jurisdicción abarcaba todo el país, lo que muchas veces los condenaba a trashumar por todo el territorio nacional, durante meses o a veces años, persiguiendo a uno o varios malhechores, hasta que daban finalmente con ellos.
Cuando los encontraban, o los mataban en un tiroteo, o los aprehendían, los conducían ante un juez que, generalmente, decretaba su muerte en la horca.
En cualquier caso, la historia terminaba siempre igual: o bien el delincuente y sus compinches ganaban la partida o bien el marshal y sus ayudantes se imponían, o a veces todos juntos morían en la balacera que ocurría, generalmente, en un polvoriento paraje o en una desolada aldea del inconmensurable y salvaje Far West.
Cuesta creer que todo el sistema penal de este país, con su estricto código de obediencia a la ley e implacable castigo al transgresor, se fundara en aquella dramática ecuación: la prevalencia del mejor tirador y la amenaza de una soga colgada de un raquítico árbol seco.
Pienso en todo esto mientras esperamos con Lucy al flamante Teniente de los US Marshals y otrora teniente de homicidios del precinto 22 de la NYPD, John Valdez, en su nueva oficina del Servicio de Alguaciles de los Estados Unidos.
El también otrora sargento Steven Collins nos ha servido café con algunas masitas, para mi entera sorpresa.
-Valdez debe haber pensado que yo venía con Rosalyn, dije por lo bajo y Lucy soltó una risita.
Llegamos ahí para hablar con Valdez acerca de una revelación. Una palabra que conduce a otras palabras, una palabra proveniente del eficiente grabador del inconsciente de Lucinda do Amaranto da Silva, Lady Sax o simplemente Lucy: la palabra “Monseñor”, dicha por ella la otra noche en sueños, y que, a diferencia de los casos anteriores, en los que ni siquiera supo a quién se estaba refiriendo, como en el caso de “Carmel”, esta vez ella sí sabe de quién se trata.
Minutos después, Valdez abrió la puerta y entró en la oficina como siempre lo hace. Debo confesar que su entrada en escena me sobresaltó, Lucy, por ejemplo, dio un respingo sorprendida también por la energía del policía, que se quedó mirándola un tanto extrañado, como desorientado.
-No hay caso, debí haber venido con Rosalyn, pensé y acto seguido hice las presentaciones de cortesía:
-Teniente, le presento a Lucinda do Amaranto da Silva…Lucy…el teniente John Valdez.
Estrecharon sus manos y a renglón seguido, Valdez desplegó su proverbial cortesía latina:
-Dígame Lucy ¿la está atendiendo bien mi ayudante?, preguntó el policía en alusión a Collins.
Lucy levantó la taza de café a modo de saludo para el sargento, complaciendo así al jefe, quien enseguida dirigió su mirada hacia mi persona, el café y las masitas que me había servido su subalterno.
Su mirada parecía un recordatorio de su promesa de atenderme bien cuando llegara a la oficina de los marshals, cosa que agradecí con una inclinación de mi cabeza.
-¿Qué lo trae por aquí?, me preguntó Valdez sin sacar sus ojos de Lucy.
-¿Le hablé de la condición que posee Lucy?, le pregunté.
-No sé si me lo dijo usted o fue Rosalyn, pero déjeme confirmar la información: ¿Ella puede recordar palabras que escucha mientras duerme y algunas de esas palabras han sido dichas por Norman Blake encerrado en una habitación de su apartamento?
-Efectivamente, “Carmel” fue una de esas palabras que usted investigó por su cuenta.
-¿Y ahora tiene otra y quiere compartirla conmigo?
-Esta vez es diferente: ahora ella sabe qué significa la palabra que dijo en sueños.
Valdez pareció incorporarse súbitamente en su sillón con sus ojos abiertos de par en par.
-¿Qué quiere decir? Si dice un nombre ¿ella sabe de quién se trata?
-Exacto, y no va a creer lo que va a escuchar.
Valdez miró a Lucy profundamente y con voz tranquila le solicitó:
-Por favor señorita ¿puede decirme esa palabra y, si usted sabe quién es, puede decirme el nombre?
Lucy estaba más tranquila que nunca, me miró por un instante y habló con calma:
-Sí teniente, la palabra fue “Monseñor”…
Valdez quedó por un segundo inmóvil en su sillón esperando ansioso el resto de la historia que Lucy completó.
-…y “Monseñor” es el cardenal Mulligan, Sean Mulligan…
La frase golpeó en el pecho del investigador tan fuerte como la trompada final con la que el argentino Miguel Angel Firpo sacó del ring a Jack Dempsey en 1923.
-Discúlpeme, ¿Y cómo sabe usted que ese “monseñor” es el cardenal Mulligan y no otro sacerdote? La ciudad de Nueva York tiene centenares de parroquias donde ofician cientos de “monseñores”…
-Porque recuerdo otras palabras, que no mencioné, y que fueron dichas por Norman mientras yo dormía en el sofá.
- ¿O sea que, además de palabras inconexas, mientras duerme también puede recordar frases con algún sentido?
-A veces si, respondió Lucy con seguridad, pero no siempre.
-Lucy, ¿Recordás la frase de Norman donde menciona a Mulligan?, pregunté.
-Recuerdo una frase entera…en su momento estaba dormida y fue como un sueño, ahora que la recuerdo ya despierta me estremece…
-¿Cuál era?
-“Mulligan tiene que pagar por esto”, no sé qué quería decir Norman con eso.
-¿Con quién estaba hablando, lo sabe usted?, preguntó Valdez.
-En ese tiempo con el que más hablaba era ese idiota de Johnny Ray, quien lo había convencido de que habían sido amigos en la escuelita dominical del barrio. Nunca me gustó ese tipo, siempre me pareció un farsante, pero Norman lo apreciaba, confesó la brasileña.
-¿Cómo es eso de que Ray “lo había convencido de que habían sido amigos”? ¿No se suponía que eran amigos de la infancia?, pregunté.
Valdez parecía haber estado esperando años para este momento. Con parsimonia de quien se sabe ganador, abrió un cajón de su espléndido escritorio y me arrojo una fotocopia enmarcada en una cartulina.
Era la copia del anuario de la escuelita dominical de Astoria, del barrio de Norman Blake y, aparentemente, de Johnny Ray. Había una colección de retratos de chicos, fotografiados en blanco y negro como los tradicionales anuarios de las escuelas medias.
Mientras miraba las caras de los inocentes púberes buscando algún vestigio del niño Norman Blake, Valdez extendió su brazo hacia mí y con su dedo índice me señaló a un ensortijado rubio regordete, lleno de pecas, con aspecto de alemán y debajo de esa imagen su nombre: John W Ray…
-No necesito recordarle que el Johnny Ray que conocemos es moreno, probablemente latino, de pelo lacio, no tiene pecas y, por lo que se ve, siempre ha sido un tipo delgado…el “gordito” de la foto, con todo respeto, se parece más al nieto de Hermann Goering.
Junto a esa foto estaba la de Norman, igual que siempre, con su misma expresión entre altruista y artística, yo no podía creer lo que estaba viendo, no salía de mi asombro…
-¿Usted cree teniente que el falso Johnny fue el que entregó a Norman a sus asesinos?, le pregunté a Valdez.
-Es una posibilidad… ¿Por qué fingiría tantos años si no fue para ganarse su confianza y descubrir qué estaba investigando con tanto ahínco?.
-Claro, cuando tuvieron todos los cabos atados, dispusieron su muerte, concluí.
-Algo así, dijo el detective.
Valdez y yo nos miramos y por un momento creí entender que el marshal pensaba lo mismo que yo:
-Teniente, tengo la firme intención de viajar a Irlanda, a una aldea que se llama Greenbrae, a investigar cuál fue la razón por la que Mulligan dejó atrás su tierra y emigró, o fue transferido, o se lo sacaron de encima enviándolo a los Estados Unidos…
Valdez me miró con la piedad con que se mira a un pobre loco sin remedio:
-¿Usted tiene alguna pálida idea de qué estamos hablando? Estos no son dos malandros que apresamos en el Central Park “in fraganti” porque se estaban robando un bolso… ¡¡¡Estamos hablando de la Iglesia Católica Apostólica Romana, el Vaticano con Papa y todo y más de mil millones de fieles desparramados por todo el planeta…!!! Si piensa pelear contra todo eso no me queda otra cosa que decirle “vas a la guerra pero no a la victoria”.
-Va a tener que planificar cuidadosamente su investigación en Irlanda para no meter la pata y morir en el intento. Va a tener que andar con ojos en la nuca y, si puede, dormir con un ojo abierto como lo hace el caimán en la charca. No se olvide que en Irlanda, ser católico es una cosa muy seria. A ellos no les gusta para nada que un par de americanos estén hurgando bajo las sotanas de sus inmaculados sacerdotes.
-Lo sé, no sabe cuánto lo sé, el problema es que temo que mi ejército esté algo desbandado.
-Lo sabía, no tiene con quién viajar, dijo Valdez con su habitual suficiencia.
-Bueno, el “gordo” Sam no puede viajar por una cuestión de salud, Rosalyn tampoco puede por su trabajo, igual que Lucy…me temo que no tengo a nadie que me acompañe…confesé desolado.
Una expresión de desconcierto pareció dominar el rostro del detective, pero inmediatamente su gesto mudó trayendo consigo el optimismo que suele venir tras una buena idea.
-Amigo periodista… alguien me dijo una vez “nunca digas nunca” y, mirando a Collins, le preguntó:
-Steve… ¿no te gustaría conocer Irlanda?
-Mi bisabuelo era irlandés…me encantaría, dicen que hay muy buenas cervezas.
-Y yo tengo la ventaja de hablar irlandés, apunté rápidamente.
Valdez contempló la escena con satisfacción y solo atinó a preguntar lo que parece obvio:
-¡Perfecto! ¿Cuándo salen?
-Cuanto antes mejor, respondí.
Valdez estaba satisfecho con el rumbo que parecían tomar los acontecimientos a investigar. Su agudo olfato de sabueso, ahora multiplicado por su nueva condición de agente federal, le decía que estábamos en el camino correcto.
Desde el principio, el veterano detective de homicidios había pasado del recelo propio de un investigador policial ante un periodista que preguntaba mucho, a la tolerancia por quien obtenía interesantes resultados en sus investigaciones.
Quizás por ello, tuvo este gesto hacia mí.
-Periodista, mañana salen en un vuelo directo a Londres desde el aeropuerto Kennedy. Pero antes quiero darle algo.
El detective abrió uno de sus cajones y extrajo una pequeña y antigua cajita de madera que puso ceremoniosamente sobre el escritorio.
Me invitó a sentarme frente a él y abriendo la pequeña caja sacó de ella una antigua estrella de hojalata con la leyenda “US Marshal”, una reliquia que me entregó diciéndome:
-Quiero que lleve siempre esta placa, pero antes jure ante ella que todo lo que haga en su viaje a Irlanda y cuando regrese de allí, lo hará “en defensa de las personas, para cumplir las leyes y ejecutar las ordenes judiciales”.
Era el viejo juramento de los ayudantes de los marshals que ellos reclutaban cuando así lo necesitaban. Este no constituía un reclutamiento formal, no incluía responsabilidades legales, pero era un compromiso moral que Valdez quería dejar establecido entre ellos y nosotros. Tomé la estrella con cuidado y cerrando en ella mi mano, pronuncié las dos palabras menos respetadas que puede haber en este mundo infame:
-Lo juro.
(Continuará)