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Domingo 08 de Junio, Neuquén, Argentina
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Encuéntrame en tus sueños (26ta parte. Dios, nuestro mejor detective)

Capítulo 26 de la historia de un crimen misterioso, investigado por el narrador, que llega a momentos cruciales.

Domingo, 08 de junio de 2025 a las 10:02

En mi casa, esperando al sargento Collins.

“Mulligan tiene que pagar por esto”. “Mulligan tiene que pagar por esto”. “Mulligan tiene que pagar por esto”…

La frase de Norman Blake, que Lucy escuchó y grabó en su inconsciente mientras dormía, resonaba ahora en mi mente transformada en una pertinaz pregunta sin respuesta:

¿Por qué el ahora cardenal Mulligan tendría que pagar por algo? Y sobre todo: ¿Qué era ese “algo”?.

Sabíamos que Norman y Mulligan entrecruzaron sus vidas cuando el pianista no era aún el pianista, sino un chico que jugaba a la pelota en los baldíos de Astoria, y cazaba ranas en los arroyos vecinos.

Como cualquier niño de esa comunidad, mayoritariamente compuesta por inmigrantes italianos e irlandeses, Norman había cumplido con todas las reglas que componían el “cursus honorum” de todo chico católico de Astoria, a saber: bautismo, escuelita dominical, misa, confesionario, penitencias, catecismo impartido por el entonces joven padre Mulligan y final de fiesta con primera comunión con trajecito blanco y moño en el brazo incluido.

¿Por qué Mulligan tendría que pagar por algo? ¿Cuándo ocurrió ese “algo”?

A mi memoria venían las palabras pronunciadas por el sacerdote en el entierro de Norman. Un discurso fuertemente emotivo, sentimental, que ponderaba las virtudes del muerto, y parecía rescatar del olvido los viejos tiempos en la escuelita dominical de Astoria, donde Norman se destacaba como un niño tan inteligente como justo.

En las palabras del sacerdote afloraban sentimientos que parecían haber resistido incólumes el paso del tiempo. Sentimientos profundos, intensos, comprensibles entre un maestro espiritual y su discípulo.

“Mulligan tiene que pagar por esto”, dijo Lucy que dijo Norman. Pero la brasileña perjura que no tiene idea de a qué se estaba refiriendo el pianista cuando dijo lo que dijo.

No podemos hablar con Norman porque está muerto y Johnny Ray ha dejado de existir como tal, ahora es tarea de Valdez detener a ese impostor y ponerlo tras las rejas, hasta que confiese por qué suplantó al verdadero Johnny W Ray.

Irónicamente, la única persona que nos queda disponible es el purpurado irlandés, el cardenal Sean Mulligan, eso sí, sin muchas esperanzas de obtener respuestas.

Uno no llega a cardenal porque ser un tonto o un boquiflojo. Podrá ser bueno, podrá ser malo, corrupto incluso, hasta asesino, pero jamás un imbécil. Dos mil años de una tumultuosa historia de sangre y poder rigen los crípticos códigos de la Iglesia de Cristo y sus miles de soldados suelen ser hábiles declarantes y sofistas imbatibles.

Si algo tenia yo en claro era que, si lográbamos hablar con él, trataría de envolvernos con su prosa serena, ecuménica y sentimental de buen pastor. Pero si había algo de lo cual no podría escapar con sus trucos y sofismas era de su propia historia.

Todos somos esclavos de lo que nos precede, y el irlandés no iba a ser la excepción. Por eso la idea del viaje a Irlanda, a su aldea Greenbrae, a donde iríamos a buscar esas raíces de las cuales el cardenal ni siquiera confesaba.

Hace unos minutos me llamó el sargento Collins para avisarme que tiene en su poder los pasajes para Dublin y el itinerario para Greenbrae, con un vehículo de alquiler, y alojamiento en una tranquila casita, con vista a la verde pradera irlandesa.

Para los locales, mientras estemos allí, seremos un par de estudiantes americanos preparando una tesis para la universidad sobre las raíces celtas en la cultura estadounidense.

El único que sabrá la verdad se llama Joseph “Joe” O’Bryan y es un periodista irlandés a quien conocí en el ‘75 cubriendo la revolución de los Khmer Rojos en Kampuchea.

De esa terrible experiencia nació una férrea amistad entre nosotros y, si bien Joe no vive en Greenbrae sino en Dublin, me aseguró que nos guiará en nuestra búsqueda de datos sobre los años irlandeses del cardenal Mulligan en esa pequeña aldea.

Collins celebró la aparición de esta inesperada fuente de información. Ser periodista es un poco como ser detective y, por supuesto, viceversa.

El sargento había gestionado también una entrevista con Mulligan para ese mismo día, encuentro para el que faltaban solo algunos minutos, por lo que suspendí mi tarea en casa y me preparé para encontrarme con Collins.

Minutos después escuché la bocina del automóvil de Collins y salí a su encuentro. Para mi sorpresa en el vehículo se encontraba también el teniente Valdez, quien pidió especialmente formar parte del grupo. Pensaba, con razón, que su rango, superior al de Collins, bien podría obrar a favor nuestro ante cualquier dificultad.

-No se puede quejar, no cualquiera tiene dos choferes hoy en día, me dijo cuando entré en el auto y me repantigué en el asiento trasero.

-¿A dónde iremos, teniente?, pregunté.

-La entrevista es en la oficina de Mulligan en San Patricio, en la quinta avenida.

-La catedral…wow, exclamé sorprendido.

-El hombre quiere jugar de local y no tenemos razones para no concederle ese privilegio, dijo Valdez, mientras abría un paquete que había traído y sacaba de su interior un “biscotti” de almendras y chocolate.

Tras convidarle a Collins me ofreció uno a mí también, honrando así aquella vieja promesa que tuvo para conmigo de mejorar el catering cuando fuera a visitarlo.

-Teniente ¿Qué se supone que hable con este señor?, le pregunté.

-Preguntas…preguntas…preguntas señor periodista, nosotros preguntamos y el responde, si quiere, y si no da igual, veremos qué tan colaborador se muestra monseñor cuando esté cara a cara con la ley,  dijo Valdez, y se zampó otro biscotti.

Llegamos a la catedral de San Patricio y estacionamos en un pequeño parque lateral destinado a tal fin. No pude evitar observar los automóviles aparcados en ese lugar,. Menos uno, todos pertenecían a marcas alemanas, suecas y algunas inglesas.

Un fornido guardia de seguridad se nos aproximó con una mano apoyada en su revolver. Cuando estaba a un par de metros de nosotros pareció aferrarse aún más a la empuñadura de su .357 Magnun, pero Valdez y Collins cortaron la escena mostrando sus placas de los Marshals  y exclamando casi a coro:

-¡Alguaciles de los Estados Unidos! Tenemos una cita con monseñor Mulligan y estamos algo retrasados.

El guardia, que minutos antes parecía dispuesto a acribillarnos ahí mismo, se volvió súbitamente amable y gentil y prontamente se sumó al grupo diciéndonos:

-Vengan conmigo, vamos a tomar un atajo. Y así fue. Pasamos varios pasillos en penumbras y aparecimos casi detrás del altar mayor, a unos pasos de la oficina del irlandés.

En ese momento ocurrió lo que menos pensábamos. Un milagro, una casualidad, o mejor aún, “una declaración de la maestría de Dios”, al decir de aquel poeta sudamericano que tanto le gustó a Rosalyn.

Nosotros nos habíamos detenido un instante quedando parapetados entre unas columnas cercanas al altar. El guardia se había ido. Desde ahí teníamos control visual de toda la nave principal pero, muy especialmente, de los pasillos laterales donde se encontraban los confesionarios y  la entrada a las oficinas de las autoridades parroquiales.

Nadie nos veía y nosotros podíamos ver casi todo.

De pronto, veloz como un rayo, Valdez puso su mano en mi pecho y me corrió hacia atrás de la columna. Collins hizo lo propio consigo y, en cuestión de segundos, todos nos habíamos ocultado.

Lo miré a Valdez, como preguntando, y él solo se limitó a mover su cabeza señalándome uno de los laterales. Lo que vimos en los siguientes tres minutos, cambiaría el rumbo de la investigación y la pondría de cabeza, patas para arriba.

Valdez observaba la escena como el tigre que espera el paso de su presa.

No cabía duda de que el veterano detective de homicidios, el flamante “marshal” de los Estados Unidos, el “sabueso” del precinto 22, había comenzado a oler sangre.

Una de las puertas estaba abierta, y dos hombres habían pasado por ella desde el interior de la catedral a la nave principal deteniéndose a conversar. Dos hombres mayores que se trataban como si fueran amigos toda la vida. Dos hombres con secretos muy bien guardados.

No me costó trabajo identificar al cardenal Mulligan. Había tenido la oportunidad de verlo en persona en aquella lloviznosa mañana en el cementerio donde enterraron a Norman Blake, y era muy difícil no recordarlo.

Su porte atlético, como quien ha practicado deportes a lo largo de una larga vida. Su constitución maciza mostraba un cuerpo entrenado y fuerte y la energía que de él emanaba lisa y llanamente atemorizaba a quien estuviera frente a él.

El otro era su antítesis. Pequeño, casi enjuto, con grandes gafas recetadas y un ligero temblor en sus manos. Al lado de Mulligan parecía perderse en su propia sombra. Su aspecto era el de una rata de laboratorio: temerosa, nerviosa, como si quisiera escapar de un peligro inminente.

Valdez me miró buscando constatar si yo sabría lo que él sabía. Lo miré y le susurré:

-El alto es Mulligan. Y él respondió con una media sonrisa:

-Y el bajito es Parker, Felix Parker, nuestro amigo el forense que se equivoca con las autopsias, casualmente, siempre a favor del victimario si este es un hombre poderoso.

Los dos hombres se despidieron cordialmente: un apretón de manos y un abrazo fraterno, como los buenos amigos que parecían ser.

Valdez, Collins y yo esperamos a que Mulligan se metiera en su madriguera para ir a golpearle la puerta.

Collins me echó una mirada urgente y dejó caer su comentario:

-Ahora sí que tenemos que ir a Irlanda, dijo emocionado.

-Si antes tenía alguna duda ahora estoy absolutamente seguro que tenemos la obligación de hacerlo, le respondí.

-Estoy de acuerdo, pero antes tenemos que hablar con este tipo, necesitamos ver qué cartas le han tocado, terció Valdez quien, de camino a la oficina del cardenal, al pasar frente a una pila de agua bendita, mojó los dedos de su mano derecha y se persignó haciendo la señal de la cruz.

Acto seguido se detuvo un instante, me miró y me dijo con tono sereno y seguro:

-Y por si aún no se ha dado cuenta, le comunico que Dios es nuestro mejor detective.

(Continuará)

 

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