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Domingo 25 de Mayo, Neuquén, Argentina
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Encuéntrame en tus sueños (24ta parte. Como el Cielo y el Infierno)

Amor con Lady Sex, cuando irrumpe la figura del cardenal Mulligan, directa desde el sueño a la realidad.

Domingo, 25 de mayo de 2025 a las 16:12

En casa de Lady Sax, de madrugada.

 

Generalmente suelo tener el sueño liviano. Es la consecuencia de una larga temporada como corresponsal de guerra en diversos y variopintos infiernos.

Sí, el mío es un oficio tranquilo, diría Hemingway.

Te acostumbras a dormir con un ojo abierto porque nunca sabes cuándo tendrás que salir corriendo en medio de la noche bajo un bombardeo de artillería o una lluvia de misiles.

En esa situación, no duermes como el resto de los mortales, sino que una mitad de tu cuerpo y tu mente descansan y la otra mitad vigila la llegada de la vieja con la guadaña.

Con mucha suerte, y el sueño liviano, escapas de ese fatal sino. Si no, te quedas ahí para siempre.

Por eso cuando Lucy murmuró aquella palabra en medio de la noche desperté como si un misil hubiera caído y estallado al borde de la cama donde ambos dormíamos tras una noche donde el amor, como a veces sabe hacerlo, simplemente sucedió.

Una palabra que tan bien podría acarrear la muerte como traer consigo una esperanza para todos. El tiempo se encargaría de aclarar esta duda más adelante.

Fue tan solo una palabra:

-Monseñor.

Fue casi un murmullo, un rezo en silencio, un pecado revelado en el confesionario.

-Monseñor, repitió la Dama Desnuda como para que no quedaran dudas.

La mente de Lucy acababa de poner nuevamente en funcionamiento ese extraño don que la hacía comportarse como una suerte de “caja negra” de todo lo que se decía, o se había dicho, mientras ella dormía y Norman Blake hablaba en la habitación contigua.

No quise despertarla. Dormía como si estuviera acunada por ángeles.

Esa palabra, murmurada en medio de la noche, no parecía provenir de una pesadilla, sino de una conversación que su inconsciente prodigioso había registrado.

Los interrogantes se multiplicaban en mi mente: ¿Dónde la escuchó? ¿Fue en casa de Norman o en otro sitio? ¿Fue efectivamente Norman quien pronunció esa palabra o se trató de otra persona? Y si fue así ¿Quién fue?

Vayamos al diccionario:

“Monseñor” es un título honorífico que distingue a un sacerdote de la Iglesia Católica que ha recibido el honor de ser nombrado así por el Papa debido a sus servicios prestados a la Iglesia.

Y ahora, la etimología:

La palabra proviene del italiano “monsignore” y éste a su vez del francés “monseigneur” que en ambos casos quiere decir: “mi señor”.

Recordé que un par de años atrás tuve que escribir un informe sobre la Iglesia Católica en Nueva York y esa investigación arrojó unos dos millones de fieles distribuidos en 300 parroquias, en los tres distritos y siete condados del norte de Manhattan, entonces, ¿Cuántos monseñores habría en esta ciudad?, me pregunté.

Si quería saber a qué sacerdote se estaba refiriendo Lucy en su sueño tendría que caminar un largo camino. Y ese camino comenzaría ahí mismo con una ducha y un desayuno para dos.

En medio de mi cavilación, las tostadas y el café, Lucy regresó de los brazos de Morfeo al mundo mortal y material donde yo me encontraba, precisamente preparando el desayuno.

-Buenos días…esta noche volviste a hablar en sueños, le dije cuando la vi de pie, vestida con la misma bata de anoche, recostada sobre el marco de la puerta de la cocina con la mirada de quien finalmente ha podido dormir tras mucho tiempo de no poder conciliar el sueño.

¿Dormiste bien?, le pregunté, pero no me contestó, tan solo sonrió como solo ella sabe hacerlo y, acercándose a mí, me dio un módico beso, dos palmaditas en mi mejilla y de ahí al baño.

Para cuando Lucy terminó con su ducha matinal y su ritual de lavarse los dientes, yo ya había servido el desayuno mientras leía los titulares del Times que el conserje del edificio pasó por debajo de la puerta. Nada nuevo en esta endiablada ciudad salvo que los Yankees vencieron a los Mets en un apretado partido jugado en el Bronx.

Pero la sorpresa sobrevino en las páginas 24 y 25 de la sección dedicada a la actualidad de la dirigencia política y la alta sociedad neoyorquina.

Un extenso artículo de casi una pagina con fotos reseñaba el historial de 60 años de servicio a la comunidad del, recientemente designado, cardenal Sean Mulligan. La reseña abarcaba desde su viaje a América desde su Irlanda natal, en una pequeña aldea llamada Greenbrae, hasta su trabajo en la comunidad y, en especial, en los bajos fondos del estado de Nueva York donde supo trabajar con pandilleros y jóvenes de mal vivir.

Hasta ahí un artículo social más sacado del libro de ejemplos de la Escuela de Periodismo. Hablando siempre bien del sujeto, ponderando sus presuntas bondades y, quisiera pensar por falta de espacio tal vez, soslayando los defectos y las zonas oscuras y opacas de su publica actividad.

No quería juzgar mal a los editores del Times, pero no pude evitar preguntarme cuánto le habrá costado a la Iglesia Católica de Nueva York esas dos páginas de publicidad y periodismo condescendiente en el diario mas importante y prestigioso del país.

Continué leyendo el panegírico del cardenal Mulligan hasta que mi memoria se activó y reconocí al retratado: se trataba del sacerdote, en ese momento no era cardenal aún, que pronunció aquella sentida elegía en el funeral de Norman Blake en aquel perdido cementerio suburbano, bajo una cruda llovizna y en medio de la tristeza de todos los presentes.

Seguí leyendo y me topé con lo inesperado: la biografía del irlandés mencionaba su labor en favor de los niños en un distrito proletario de Astoria, donde al parecer, el padre Mulligan había dirigido una escuelita dominical y un hogar de huérfanos y niños provenientes de familias con trabajadores desocupados o familias desmembradas.

El artículo, titulado sin mucha originalidad: “Cardenal Sean Mulligan: Toda una vida al servicio de la comunidad”, venía con una fotografía del prelado, sentado en su escritorio cardenalicio de la famosa catedral de San Patricio, sede del arzobispado de la ciudad de Nueva York, que está en la Quinta Avenida.

Dos cosas me llamaron poderosamente la atención: Primero, Mulligan había impartido la catequesis en una escuelita dominical de Astoria, el barrio de Norman Blake y, aparentemente, también de Johnny Ray.

En su servicio fúnebre en el cementerio, se había referido a Norman prácticamente como su hijo y discípulo religioso y, con él, nombró a otros alumnos de esa escuelita como destacados estudiantes.

¿Por qué omitió y no nombró a Johnny Ray? Es mi pregunta. El trompetista parecía haber sido un conspicuo compañero de Norman y hoy se mostraba como un artista de su instrumento y del jazz local, al menos según la opinión del “gordo” Sam. Era un aparente buen ejemplo del talento de los que pasaron por esa escuelita. Pero Mulligan no lo mencionó.

Y segundo, la extensa biografía del sacerdote, publicada por el New York Times, no daba detalles de por qué Mulligan había dejado atrás su Greenbrae natal, en Irlanda, para venir a los Estados Unidos.

Empecé a pensar en contactarme con periodistas irlandeses de esa ciudad o, mejor aún, hacer un viaje a esa zona de Irlanda para investigar la historia de Mulligan previa a su historia americana. Podríamos ir con Rosalyn y además, mi manejo del irlandés nos ayudaría a abrirnos puertas en la investigación.

Por otra parte, recordé que yo tenía un compañero de la Escuela de Periodismo trabajando en la sección Fotografía del Times a quien me unía una suerte de amistad. Este ex compañero bien podría suministrarme, por debajo de la mesa, una copia de la fotografía del padre Mulligan en su escritorio de San Patricio, imagen que con lujo de detalles mostraría otros rincones de esa dependencia donde se vislumbraban diferentes objetos. Anoté su nombre en mi agenda de compromisos para llamarlo más tarde.

Corté las dos paginas con el reportaje sobre Mulligan y las guardé en un bolsillo de mi abrigo. Tendría que comunicarme ese mismo día con el flamante “marshal” John Valdez para pasarle las novedades y, de paso, visitarlo en su nueva oficina, para lo cual debería ir con Rosalyn, que era la llave que le abría el buen corazón al fiero detective y nos garantizaba buen café y “biscottis”.

Lucy se sentó a la mesa y empezó a prepararse unas tostadas con manteca y mermelada de blueberries mientras yo le servía una soberana taza de café.

Ella agradeció con amabilidad, y, mirándome seriamente, me disparó, casi indiferente:

-Yo sé quién es ese monseñor.

Quedé petrificado como si hubiera sido alcanzado por toneladas de flujo piroclástico del volcán Vesubio. Tan paralizado quedé que ni siquiera me importó que semejante afirmación me hiciera volar por los aires la pobre tostada con manteca y mermelada que me estaba preparando.

¡Lucy podía recordar las palabras que pronunciaba dormida!

Curioso y sobreexcitado me afirmé en mi silla y me dispuse a escuchar atentamente su historia, mientras ella me preparaba otra tostada con una sonrisa que parecía tan eterna como lo son el Cielo y el Infierno.

 

(Continuará)

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