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Domingo 15 de Junio, Neuquén, Argentina
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Entre distancias y recuerdos: El padre que existe en mí

Con mi padre nos vemos una o dos veces en el año. Nos separan algo más de mil kilómetros. Y nos hablamos todas las semanas. El teléfono se encarga de acercarnos. Vive en La Rioja y yo en Río Negro. En estos últimos años soy yo quien se traslada a su encuentro.

Domingo, 15 de junio de 2025 a las 06:00
Pocholo en su camioneta.

Pasé el día como tantos otros días de celebración. Hasta que leí en sus redes sociales estas palabras de mi hija. Fue la primera línea la que me impactó más. “Ojalá todos/as tuvieran un Agustín en su vida. ¡Feliz día al mejor!...”
Pensé en ella, en mi hija Victoria, en mi hijo Franco. En nuestra relación filiar. Y pensé en mi padre. En los encuentros y en las distancias. Las distancias geográficas y las generacionales. 
Con mi padre nos vemos una o dos veces en el año. Nos separan algo más de mil kilómetros. Y nos hablamos todas las semanas. El teléfono se encarga de acercarnos. Vive en La Rioja y yo en Río Negro.
En estos últimos años soy yo quien se traslada a su encuentro. Para compartir unos días coincidente con algún fin de semana largo. Antes, era él quien se ocupaba de recorrer esa distancia. 
Solía visitarnos  una o dos veces en el año. Cuando mis hijos eran niños. Aunque siempre serán niños, sólo que por entonces eran nenes, muy nenes. 
Pocholo, mi padre, había realizado uno de esos viajes al sur.  Y se había llegado hasta casa en General Roca. La visita duraría unas horas y se repetiría en los días sucesivos. Por lo general no serían muchos. Quizá dos o tres días. No más. 
En la mesa de la cocina, el mate. Unas galletitas con mermelada, le ponían sabor a una infusión carente ya de espuma. 
Los nenes corrían entre el comedor su habitación. Jugaban. La diversión duró hasta que pasó lo de manual. Un cortocircuito y la apelación a la figura paterna para saldar diferencias. 
- ¡Agu! ¡Victoria me está peleando! –mientras me tira de la manga. 
- ¡No Agu! ¡Es Franco el que está peleando! –replicó Victoria dos pasos más atrás. 
Puse paños fríos y una salida salomónica para apaciguar los ánimos. Nada complicado. Volvieron a sus correrías.  
- ¿No te dicen papá …? – Observó Pocholo en tono de pregunta y confusión.
- Te dicen Agustín – agregó.
- Agu, me dicen Agu.  Y a la mamá le dicen Moni. Siempre nos llamaron así, por el nombre –le  respondí sin darle mayor vuelo a lo que estaba naturalizado en mi familia.
Los nenes siguieron jugando así como mi padre y yo retomamos la charla que había sido interrumpida. Renovamos la yerba del mate, ya era hora. Y así pasó el tiempo. Aquella vez hacía casi un año que no nos veíamos. Había mucho y variado para conversar. 

Buscó las llaves de su camioneta que había quedado en la mesa del living. A la pasada dispensó una caricia en la cabeza de Franco y Victoria que seguían jugando y corriendo dentro de la casa. 

Cuando la tarde empezó a dar muestras de agotamiento, Pocholo esbozó las primeras señales antes de retirarse. Se incorporó. Estiró brazos y piernas. Buscó las llaves de su camioneta que había quedado en la mesa del living. A la pasada dispensó una caricia en la cabeza de Franco y Victoria que seguían jugando y corriendo dentro de la casa. 
Del respaldo del sillón de caña y almohadones de tela levantó el abrigo y se lo puso. Con la derecha ajustó los botones del camperón; la izquierda mantenía prisioneras las llaves. 
Caminamos juntos hasta el umbral de la puerta, charlando. Del campo, de sus vacas, de mi trabajo, de autos, un poco de política, de motos, de números (pesos, quiero decir). En fin, de la vida. 
Ya estábamos en la vereda, entonces le pregunto:
- Che papá ¿Cuándo volvés?

"Hacé como tus hijos, decime Pocholo, no me digas papá, decime Pocholo".
 

Al escucharme, se detuvo un tris. Estaba destrabando la puerta de su camioneta, de espaldas a mí. Soltó el metal  frío de la llave y giró lentamente. De ojos grandes, su mirada se clavó en el cuadro interior de la casa. Ese que podía verse por el marco de la puerta todavía abierta. El de los nenes corriendo y jugando, jugando y corriendo. 
- Hacé como tus hijos, decime Pocholo, no me digas papá, decime Pocholo.
Nos dimos un abrazo fuerte y un beso en la mejilla por despedida. 
Encendió el motor y se marchó. Me quedé un rato en la vereda. Calculo que algunos segundos, que se hicieron largos. Me quedé pensando en el Pocholo que existe en mí.

 

 

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