4 AM, llegando a la casa de Lucy, después del soponcio.
Lucy vivía en un departamento de la avenida Riverdale en el Yonkers.
Era un antiguo, pero sólido, edificio de ladrillos a la vista, en una zona repleta de historia.
No parecía ser un vecindario barato, sino más bien todo lo contrario, pero si algo sabía muy bien la chica amazónica era cómo ganarse el pan, y probablemente podía pagar con creces un piso en esos conglomerados urbanos que resistieron con hidalguía la Gran Depresión.
Afortunadamente Lucy se encontraba consciente, y nos pudo guiar hasta su casa en medio de la noche. Sin mapas es difícil deambular de noche por Nueva York y alrededores.
Le pregunté si se sentía en condiciones de caminar hasta el elevador y asintió confiada. La noche nos estaba devorando y todos estábamos literalmente deshechos.
Caminamos desde el automóvil hasta la puerta de calle, como almas en pena en medio de la noche negra. Al llegar, Lucy metió la mano en el bolso y tras revolver, como si se tratara de un guiso, tomó las llaves y, sin prisa, abrió la gran puerta de hierro forjado y cristales biselados, a la que empujó como si estuviera moviendo una montaña.
La puerta, ahora abierta, nos franqueó el camino hacia un amplio recibidor, decorado con bellos paneles de marquetería Art Decó. No sé por qué me hizo acordar el vestíbulo del edificio Chrysler, lo cual me causó algo de gracia.
-Lucy, por casualidad ¿tu vecino no se llamará Howard Hughes?, pregunté, pretendiendo parecer chistoso.
La brasileña no entendió la broma presuntamente intelectual, pero el “gordo”, más instruido, soltó una discreta risita.
Subimos con el elevador hasta el tercer piso, donde se encontraba el departamento de Lucy, y con el gordo nos detuvimos respetuosamente en la puerta.
-¿Quieren pasar? ¿Les gustaría una taza de café?, preguntó ella.
-Nos gustaría, pero no podemos, tenemos que volver a nuestras casas, de todas formas, te agradecemos tu enorme amabilidad y espero que volvamos a vernos pronto, creo que te debo una entrevista, afirmé.
Lucy se quedó un momento mirándonos. Después se me acercó, y me dijo en su dulce portugués:
-Não desapareça de minha vida como o Norman fez, vamos ser amigos, por favor.
Sentí el impacto emocional de su frase como un golpe en mi plexo solar, por lo que le respondí con mi mayor sinceridad:
-Não se preocupe, você sempre pode contar comigo, verei você em breve, eu prometo.
Satisfecha, se acercó a nosotros, nos miró con una mezcla de emoción y gratitud, y nos besó a cada uno con ternura. Esperó a que subiéramos al elevador y recién ahí cerró la puerta. A pesar de estar dentro del elevador, pudimos escuchar el sonido de los mecanismos de al menos cuatro cerrojos.
El “gordo” me miró y comentó:
-Por lo menos sabemos que va a estar segura en su casa blindada con cuatro cerraduras.
-Si, siempre y cuando no se confíe y le abra la puerta a alguien que ella cree que es su amigo, respondí, pensando en los crímenes de los hermanos Blake.
Salimos del edificio todavía conmovidos por la muestra de afecto de Lucy que, por supuesto, no esperábamos y ni siquiera habíamos imaginado.
En realidad, nuestro pronostico más benigno nos pintaba desparramados en la acera, después de que un par de “bouncers”, los matones de seguridad, nos eyectaran del cabaret a la sola orden de una ofendidísima y colérica Lady Sax.
Al entrar en el automóvil de Sam nos quedamos un momento en silencio, pero de inmediato nos miramos y exclamamos casi a coro:
-¡Ella no lo mató!.
El “gordo” puso en marcha el automóvil y partimos en dirección a ese maremágnum desquiciado, que suelen ser las endiabladas autopistas, que van y vienen de la Gran Manzana.
6 AM en mi departamento
-¡No me diga que está durmiendo...!
La inconfundible voz del teniente John Valdez resonó en el auricular de mi teléfono, cuya campanilla a duras penas logré escuchar, sumergido como estaba en mis sueños, pesadillas y alucinaciones variadas, todo esto como consecuencia de haber dormido un par de horas, después de una noche de perros.
-¿A qué hora se levanta usted…?, inquirió el detective y yo, a duras penas, logré articular algo que se parecía a una respuesta con protesta:
-A la misma hora en que la policía de Nueva York quiere saber a qué hora me levanto.
-¡Muy gracioso a pesar de estar estúpido por el sueño! Disculpe, no quise ofenderlo, retiro lo de “gracioso”. Dígame: ¿Tiene tiempo esta mañana para acercarse al precinto así “intercambiamos tarjetas de béisbol”?, preguntó.
Estaba tan dormido que al principio lo interpreté literalmente y pensé: “Yo no colecciono tarjetas de béisbol”, pero enseguida entendí la metáfora, que se refería a intercambiar información sobre el caso.
-Le cambio una de Mickey Mantle por otra de Babe Ruth, le dije, ya más despierto.
-Prefiero una de David Ortiz, Sammy Sosa o Manny Ramírez, respondió el detective, aludiendo a tres leyendas del béisbol dominicano.
-Tiene todo el sentido John…sus padres eran dominicanos ¿no?, pregunté intentando por un momento ser empático, pero el policía cortó el clima de cuajo:
-Lo espero a las 8 ¡y no pierda el tiempo ni llegue tarde!, ordenó con el tono gentil de un instructor de academia militar y pinchando de esa forma la burbuja sentimental generada por el béisbol.
-Allí estaré, precisé, y el policía cortó sin siquiera despedirse.
Tras una ducha, una taza de café y una dona media gomosa que sobró de ayer, me encontraba listo para salir hacia el precinto cuando el timbre de mi departamento sonó “en código Rosalyn”.
Desde que empezamos la pesquisa sobre la muerte de Norman Blake, y tras la incorporación de la Dama del Oldsmobile a la investigación, desarrollamos códigos personales de “timbreo” como medida de seguridad. Todo esto a la luz de los asesinatos ocurridos, los cuales comenzaron precisamente con la visita de un presunto conocido que termina siendo el asesino.
Cada miembro del equipo contaba con una combinación única de timbres, al estilo del código Morse, que lo identificaba.
Una vez ingresado en el edificio, el visitante debía repetir el código golpeando la puerta y, luego de constatar por la mirilla que se trataba de la persona correcta, recién ahí entraba.
En este caso el código correspondía claramente a Rosalyn, con quien teníamos previsto dedicar la mañana de hoy a analizar nuestro encuentro con Lucy.
Pasados los tres controles, la Dama entró en mi casa saludando vivamente, mientras sonreía columpiando en su mano un paquete de donas recién sacadas de la panadería.
-El progreso siempre llega tarde, murmuré al ver las donas relucientes de crema y almíbar después de haberme comido la gomosa con mi café.
-¿Cómo les fue con Lady Sax?, preguntó Rose.
-Es una larga historia, te la cuento camino al precinto, hubo un cambio de planes: me llamó Valdez a las 6 para intercambiar información, creo que tiene algo para decirnos, seria muy bueno si venís.
-Por supuesto, exclamó Rose, además tengo algo para contarte que tiene que ver con mi teléfono y me preocupa. Algo raro está pasando.
-Bueno, deberíamos verificar si es una línea segura. Tenemos un técnico que se dedica a eso, retirado del FBI. Es rápido y sobre todo serio y fue quien chequeó mi teléfono y el del “gordo”, podemos hacer lo mismo con el tuyo. ¿Qué es lo que pasa?, pregunté.
-Es raro, desde hace varios días, a una hora determinada, suena una llamada y cuando atiendo cortan.
-¿Siempre a la misma hora?
-Exactamente, a la misma hora: a las 8 PM.
-Parece como si alguien estuviera intentando confirmar si estás en casa. No me gusta nada. Podemos también hablar con Valdez, si querés.
-Sí, es una buena idea, no me siento para nada segura.
-Bueno, mientras dura nuestra verificación podés mudarte a mi casa, prometo no propasarme, dije sonriendo mientras tomaba mi abrigo para salir.
-En todo caso, la que se puede propasar soy yo, agregó, y los dos reímos con ganas.
8 AM en la oficina del teniente Valdez.
-¡No lo puedo creer! ¡Un periodista puntual… y encima bien acompañado!, exclamó, luciendo su garbo latino, el detective John Valdez, dándonos la bienvenida, con requiebro incluido para Rosalyn.
-Teniente, le presento a la señora Rosalyn Hayes, nuestra más reciente incorporación al equipo, anuncié ceremonioso.
Valdez se incorporó y estrechó firmemente la mano de Rose, lo que provocó una devolución de cumplidos de parte de la Dama:
-¡Bueno, usted sí que sabe saludar teniente! Su firmeza denota sinceridad y confianza.
Valdez sonrió con modestia, volvió a su asiento y, buscando a Collins con la mirada, le preguntó a Rose si apetecía un café con unos biscottis de almendras y chocolate.
-A mí jamás me ofreció ni un vaso de agua, pensé.
Rosalyn asintió agradeciendo la cortesía, y sacó de su bolso una libreta con apuntes para intercambiar con el policía. Me miró como si pidiera la palabra y arrancó mirando a los ojos a Valdez:
-Teniente, alguien me está buscando.
(Continuará)