El 29 de noviembre de 1268, tras la muerte del papa Clemente IV, comenzó en Viterbo —una pequeña ciudad a 80 kilómetros al norte de Roma— el que sería el cónclave más largo de toda la historia de la Iglesia católica. Lo que debería haber sido un proceso de unos pocos días o semanas, se extendió durante casi tres años, hasta el 1 de septiembre de 1271.
La disputa política entre dos grandes facciones dentro del Colegio Cardenalicio llevó a una parálisis institucional sin precedentes. El conflicto no solo mostró las tensiones ideológicas de la época, sino que también dejó una lección imborrable para la historia de la Iglesia: a partir de allí, nunca más se permitiría que un cónclave se prolongara indefinidamente.
El contexto: una Iglesia cruzada por intereses seculares
En el siglo XIII, Europa atravesaba un periodo de grandes convulsiones. Las Cruzadas en Tierra Santa marcaban el pulso político y espiritual del continente. Roma, por su parte, vivía una creciente inestabilidad, con una aristocracia cada vez más influyente que intentaba imponer su voluntad sobre la curia. Fue por eso que Clemente IV decidió instalar la sede papal en Viterbo, buscando mayor tranquilidad para gobernar. Pero ni siquiera esa distancia pudo evitar lo que vendría tras su muerte.
Cuando Clemente falleció, la Santa Sede quedó vacante. Veinte cardenales se reunieron en la catedral de San Lorenzo para iniciar la elección de su sucesor. Sin embargo, pronto quedó claro que ningún nombre lograría alcanzar los dos tercios de votos necesarios. La Iglesia estaba dividida en dos grandes bloques irreconciliables: los carolinos, partidarios de la casa francesa de Anjou y del nombramiento de un papa francés, y los gibelinos, que se oponían tajantemente a esa posibilidad y defendían los intereses del Sacro Imperio Romano Germánico y del clero italiano.
Una elección imposible: bloqueo, desgaste y muerte
La parálisis fue total. La primera etapa del proceso se estiró durante más de un año sin avances. Algunos cardenales incluso regresaban a sus palacios tras las sesiones, como si el asunto no revistiera mayor urgencia. Otros murieron en el camino: tres de los veinte cardenales fallecieron durante el cónclave.
Ante la falta de resolución, las autoridades locales de Viterbo tomaron una decisión drástica: encerraron a los cardenales bajo llave en el palacio episcopal, iniciando así lo que históricamente daría nombre al término conclave —literalmente, "con llave"—. El encierro se volvió cada vez más severo. Primero se les redujo la manutención. Luego, incluso se les quitó el techo del recinto para que la intemperie los empujara a llegar a un acuerdo. La presión popular se había vuelto insostenible: alimentar a los cardenales y sus séquitos había arrasado con los recursos de la ciudad.
Mientras tanto, las influencias externas no cesaban. Carlos de Anjou, rey de Sicilia y figura clave del bando francés, estuvo presente en Viterbo, presionando activamente por la elección de un pontífice favorable a sus intereses. El rey Felipe III de Francia también hizo su parte para inclinar la balanza. Pero el estancamiento persistía.
La solución: una elección por compromiso
Después de casi tres años de frustración, en septiembre de 1271 se optó por una modalidad excepcional: la elección por compromiso. Esta fórmula, una de las tres posibles junto con la aclamación y el escrutinio (esta última es la que se mantiene en la actualidad), permitía delegar la elección a un pequeño grupo de cardenales para resolver el conflicto.
Se eligieron seis cardenales —cinco italianos— excluyendo a los principales partidarios de los Anjou. Contra todos los pronósticos, eligieron a alguien que ni siquiera era cardenal: Tedaldo Visconti, un hombre que se encontraba entonces en Tierra Santa, en plena Novena Cruzada. Desde San Juan de Acre, donde había coincidido con Marco Polo en su viaje a la corte de Kublai Khan, fue convocado de urgencia a Italia. Cuando llegó a Viterbo en febrero de 1272, fue coronado como Gregorio X, el papa número 184 de la historia.
Una reforma que marcó el futuro
Gregorio X entendió mejor que nadie el daño que había causado la interminable elección. Por eso, durante el Segundo Concilio de Lyon, en 1274, promovió una serie de reformas fundamentales para garantizar que semejante crisis no volviera a ocurrir. Entre las medidas más relevantes, se estableció que los cardenales debían permanecer encerrados desde el primer día de la elección, y que a partir del tercer día su alimentación se reduciría a una sola comida diaria. Si no llegaban a un acuerdo tras ocho días, solo podrían consumir pan y agua, y no percibirían sus estipendios.
Estas reformas funcionaron: los dos cónclaves posteriores duraron apenas 1 y 9 días. La Iglesia, tras casi tres años de incertidumbre, aprendió por la fuerza que las decisiones espirituales no pueden quedar enredadas indefinidamente en disputas de poder político.
Aunque hayan pasado más de 750 años, el cónclave de Viterbo ofrece un espejo sobre cómo los conflictos de poder pueden paralizar incluso a las instituciones más antiguas y estructuradas del mundo. Hoy, cuando la elección de un nuevo Papa vuelve a estar en la agenda global —y todos miran hacia la chimenea de la Capilla Sixtina esperando una nueva “fumata blanca”—, vale la pena recordar que, alguna vez, la Iglesia tardó casi tres años en elegir a su líder. Y que, gracias a ese capítulo de su historia, nunca más volvió a permitirlo.