La música del dos por cuatro ya empezaba a sonar y la mirada del jurado estaba puesta en la pista. Pero ella, la bailarina barilochense que había llegado hasta la final del Mundial de Tango, no podía moverse. Sentía un nudo en la garganta y las piernas temblorosas. No era miedo escénico. Era algo más profundo, más íntimo. La habían nombrado por los altoparlantes con un apellido que nunca sintió suyo. Y con eso bastó para romperle la concentración, las ganas, y casi su carrera.
“No quería salir”, le dijo tiempo después a una jueza de Familia de Bariloche. Fue esa escena, repetida muchas veces en su vida, la que la empujó a hacer algo que venía postergando: pedir el cambio de identidad. No para ser otra, sino para dejar de ser esa que nunca eligió.
Desde chica, su historia la contó sola su mamá. El padre, ausente. También su familia paterna. La relación fue nula. Pero cuando nació, su documento quedó marcado con el apellido de ese hombre que nunca estuvo, y con el primero de su madre. Nunca se sintió representada por ninguno.
Desde siempre usó otro: el segundo apellido materno. Así firmaba, así la llamaban sus amigos, sus profesores, su entorno artístico. Ese era su verdadero nombre. Pero el otro, el legal, volvía a aparecer cada vez que había que llenar un formulario, subir al escenario o recibir un premio.
Se formó como bailarina de tango. Viajó, compitió, creció. Pero el peso de ese apellido no la dejaba avanzar del todo. En varias oportunidades se negó a participar en eventos para no ser llamada públicamente con esa identidad que le dolía. Hasta que llegó el momento de ponerle fin. Inició un proceso judicial para que la dejaran llevar legalmente el único apellido con el que se identificó siempre: el segundo de su madre.
Durante el juicio, presentó pruebas, testigos, publicaciones, todo lo que demostraba su recorrido y su elección. Una pericia psicológica confirmó lo que ella ya sabía: el uso forzado de esos apellidos le provocaba angustia y afectaba su desarrollo profesional. El informe fue claro: no había ninguna presión externa ni alteración mental. Solo una necesidad real, sostenida en el tiempo.
El Ministerio Público y el Registro Civil no pusieron trabas. Se cumplieron los pasos legales y la jueza dio el visto bueno. A partir de ahora, en todos sus documentos, en cada ficha, en cada escenario, estará el apellido que ella eligió. El que la acompaña desde siempre.
En su fallo, la magistrada fue contundente: el nombre no es solo una formalidad. Es identidad. Es historia. Y en este caso, era también libertad. Libertad para bailar, para presentarse al mundo sin cargar un pasado que no eligió.