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Lunes 12 de Mayo, Neuquén, Argentina
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Encuéntrame en tus sueños (22da parte. La trompeta del Arcángel y un libro misterioso)

El detective Valdez comienza a mostrarse en la historia con un protagonismo más relevante.

Domingo, 11 de mayo de 2025 a las 16:23

El último día de un detective en el precinto.

 

Valdez llegó a la delegación como todos los días. Caminando un tanto apurado y con su rostro mostrándose reconcentrado en alguno de los muchos casos que su sección atendía.

Era su ultimo día como jefe de la división Homicidios del precinto 22. Al día siguiente, junto con su ayudante, el sargento Steven Collins, cambiaría su modesta oficina del precinto por una más grande y tal vez más confortable en la sede del Servicio de Alguaciles de los Estados Unidos, los legendarios “marshals”, donde revistaron míticos pistoleros como Wyatt Earp, “Doc” Hollyday o Bat Masterson, devenidos entonces en oficiales de la ley.

Al ingresar en el precinto algo llamó su atención: casi nada de gente en los escritorios, y la luz de su oficina apagada. El veterano detective de origen dominicano malició lo peor, al menos “lo peor” para un hombre de su áspero carácter espartano.

Al entrar en su oficina ocurrió lo que él esperaba: La luz se encendió de pronto y toda la delegación policial, comprimida en ese apretado ambiente, gritó al unísono en medio de estruendosos aplausos:

-¡¡Sorpresaaaaaaa!!!! y a los aplausos y vítores de afecto le siguió una verdadera fanfarria de silbatos y matracas de carnaval, el ruidoso arsenal que conforma el cotillón cumpleañero.

Un par de corchos de champagne salieron disparados hacia el techo, mientras varias bandejas con aperitivos diversos empezaron a circular de mano en mano.

Además de la plana policial de la delegación, con sus jefes incluidos, y varias figuras de la ciudad, estábamos presentes quien esto escribe, Rosalyn, bella como siempre, y el “gordo” Sam quien regresaba al frente de batalla después de algunas semanas en la cama con gripe.

Embargado por la emoción aunque disimulada por su ascética coraza, Valdez echó un vistazo en derredor, como buscando a alguien, e inmediatamente localizó a la única persona, de entre tantas allí presentes, que realmente le importaba que estuviera allí.

Sin vacilar, se adelantó unos pasos, interceptó la primera bandeja con copas de champagne que entraba en la rueda de asistentes, tomó un par de ellas con la delicadeza que solo un entrenado “sommelier” puede exhibir y le ofreció una de ellas a… ¿adivinen ustedes a quién?

Ayuda: No era el jefe del precinto, un capitán con 40 años de trajinada experiencia en la fuerza que había trabajado muy duro para convertir a un joven y tímido policía latino en el mejor detective de homicidios de toda Manhattan. Tampoco era el secretario del alcalde de la ciudad de Nueva York que estaba ahí en representación del jefe comunal quien especialmente lo había enviado. No era tampoco ese famoso juez penal que estaba ahí comiendo sándwiches de miga en representación de los todos los magistrados de la ciudad que se cansaron de meter presos a las desdichadas victimas del dominicano.

Podría haber estado presente el presidente de los Estados Unidos junto al Papa y diez cardenales que Valdez solo tendría ojos para una sola persona.

Con esa pausada elegancia hispana de bailarín de tango, el detective se detuvo y le ofreció una de las copas que traía en sus manos a una sonrojada Rosalyn, quien agradeció la atención con un mohín digno de la reina de Inglaterra, aceptando el brindis que el veterano detective le estaba proponiendo.

Con el “gordo” nos miramos y brindamos entre nosotros con nuestros vasitos de plástico, donde algún generoso nos había servido unas ricas gaseosas, algo calientes para nuestro gusto.

La fiesta continuó por un breve tiempo (había que regresar al trabajo de cuidar la ley y el orden), y nos fuimos caminando hacia el estacionamiento donde nos aguardaban nuestros vehículos.

Al despedirnos le pregunté a Rosalyn:

-Rose, ¿fue a verte el viejo Abercombie por el tema de tu teléfono?

-¿El técnico del FBI?

-El mismo.

-Si. Revisó la línea, me dijo que no estaba intervenida, pero que igualmente la iba a proteger, y sacó de la maleta una maquinita muy simpática.

-¿Cómo es? Pregunté curioso.

-Es una caja que va conectada al teléfono, y cuando alguien llama, después de unos minutos, empieza a aparecer en una pantallita el número del teléfono desde donde están llamando.

-Está bien, porque con el número podemos establecer la ubicación geográfica del que está llamando. Es un juego de niños para la compañía telefónica.

-Así me dijo el viejo, dijo Rose.

-Bueno, quédate atenta a los que llaman, no te sorprenda que ahora encuentres el número de los marshals, le dije gracioso.

-¡Tonto!, me gritó, y se subió a su mítico Oldsmobile para perderse en la noche.

 

El peso de la venganza

 

Mientras tanto, ya de vuelta en su casa tras un paseo nocturno bajo la lluvia, Johnny Ray cayó sobre el sofá, agotado y a la vez aterrado por todo aquello que lo acechaba y que cada día parecía estar cada vez más cerca suyo.

Johnny Ray, el tonto que parecía tonto y nadie sabe si realmente lo es. El que intentó entrar por la fuerza –ganzúa incluida- al apartamento de Norman Blake argumentando que iba por un libro que el pianista no le había devuelto.

Y no se lo había devuelto, sencillamente, porque, entre otros asuntos que lo habían mantenido ocupado, Norman estaba siendo asesinado.

Sorprendido por la policía en plena flagrancia, Ray había sido conducido a la delegación del precinto 22, donde permaneció hospedado algunos días, mientras el teniente Valdez se devanaba los sesos intentando –absolutamente en vano- penetrar en su aparentemente estúpida mente, sin poder encontrar en ella la más mínima pista que lo sacara del rol del imbécil que quiere romper una puerta violando un domicilio solo para recuperar un libro.

Los tiempos legales transcurrieron inconmovibles, como siempre lo hacen, y finalmente, con la oposición férrea del jefe de homicidios, fue liberado por falta de una acusación sostenible.

Ahora se encontraba de vuelta en su casa. La noche había sido larga y tortuosa y casi no tenia voluntad de probar bocado alguno.

Esa noche había vuelto de mantener un nuevo encuentro con el Mal que lo tenía atrapado en sus garras, atenazado como una triste marioneta que solo sabe sonreír como solo un muñeco de madera puede hacerlo.

Pero Ray no era un tonto. Todo lo contrario. Ray era un alma débil. Un espíritu pobre que no pudo escapar de sus pobres sentimientos primarios, egoístas, imperfectos.

Un despojo humano a quien solo le interesaba ahora escapar del laberinto al que alguna vez, impulsado por un ciego odio a quien fuera su exitoso amigo de la infancia, entró sin medir las consecuencias, y jamás pudo salir.

Ray solo quería liberarse de la mazmorra donde el todopoderoso “Amo” lo mantenía prisionero.

Ray había vendido su alma al Mal a cambio de una estúpida venganza contra su envidiado viejo amigo.

Ray, el pobre chico de Astoria, compañero de juegos del virtuoso Norman Blake en la infancia, era ahora el Arcángel Miguel, el esbirro del “Amo” y, haciendo honor a su condición, el ángel encargado de hacer sonar la trompeta que anunciaría el fin del mundo y que, con ello, anunciaría su propio fin.

 

Valdez en su laberinto

 

La pregunta que desvela ahora a Valdez es si toda aquella charada del libro fue una tonta excusa de un tonto fronterizo, o si realmente el libro existe y no se trata precisamente de Annie la Huerfanita.

Si el libro existe y es tan valioso para Johnny Ray, o para alguien más, situado al lado o encima de Ray, ¿Por qué no buscarlo nosotros también? y así le ahorramos al desdichado trompetista el trabajo de estar rompiendo puertas en pos de conseguirlo, pareció pensar el veterano policía.

 

¿Sabes quién viene a tomar café?

 

Estábamos con el “gordo” ordenando todas las pertenencias de Norman que habíamos recibido de la Policía de la Ciudad de Nueva York luego del análisis de la escena del crimen, cuando me topé con un viejo amigo: el diario personal de Norman al que, como se recordará, le faltaban numerosas hojas que habían sido arrancadas, al parecer inteligentemente, por alguien a quien no habíamos logrado identificar.

En plena tarea estábamos, cuando sonó el timbre del jazz club.

Mientras yo continuaba ordenando y clasificando los objetos que Norman había atesorado, el “gordo” fue a ver quién había llamado a la puerta y al abrirla la sorpresa lo dejó casi sin palabras.

-¿No nos va a invitar a pasar?. Dijo la inconfundible voz del teniente John Valdez que, de sopetón y sin solicitar audiencia, se hacía presente en el local del “gordo” Sam quién sabe para qué.

Pero el policía no venía solo, traía compañía:

-Hola Sam, tendrás café ¿no?... descuida, no pretendo “biscottis” de almendra y chocolate.

Era Rosalyn, a quien, luego nos enteramos, el galante policía había pasado a buscarla por su casa para traerla al club de Sam.

Confieso que me sorprendió la visita y más verlos juntos, pero la inicial sorpresa dio paso a un sentimiento ubicado entre la alegría y la tranquilidad: felizmente todo empezaba a sumar.

Su atracción, más que evidente, por Rosalyn, fortalecía tremendamente al grupo con el apoyo de un oficial de alto rango de la Policía, casi un agente federal. Por ello saludé a los visitantes con una amplia sonrisa, que solo correspondió Rosalyn.

-Usted dirá qué lo trae por aquí teniente, le pregunté mientras el “gordo” se iba a la cocina a preparar café.

-Ustedes recibieron de nosotros una caja con diversas pertenencias de Norman Blake, por casualidad ¿encontraron entre ellas algún libro?

Casi sin pensarlo exclamé:

-El diario de Norman!

El policía se mostró sorprendido. Él también había reparado en el diario, pero éste no llegó a llamar su atención, ya que se veía como un libro sin hojas y sin rastros de haber sido escrito. Por ello nos lo devolvió sin darle demasiada importancia.

Pero nosotros habíamos encontrado una pista a seguir cuando yo elaboré mi teoría de que algunas de las páginas que habían quedado indemnes al destrozo podrían contener el rastro de lo que se escribió en la página anterior.

Yo había abandonado esa vía de investigación, simplemente porque en ese momento no contábamos con la buena voluntad del teniente, ahora poderosamente infatuado por nuestra hermosa Rosalyn.

Le expliqué a Valdez mi teoría del “papel carbónico” y él se entusiasmó en seguir esa línea la cual, en cuestión de días, contaría con la colaboración de los forenses del Servicio de Alguaciles de los Estados Unidos.

Le dimos el libro, y yo puse especial atención en remarcarle al teniente que, si encontraban algún rastro escrito, no se apenaran si resultaba confuso o ininteligible, sencillamente porque esas páginas podrían haber sido escritas en irlandés, idioma que parecía dominar el pianista asesinado.

Ese dato sorprendió aún más al policía, quien sumaba así un nuevo elemento a su colección de indicios y, tomando el libro firmemente en su mano, me agradeció la contribución.

En ese momento el “gordo” ingresó al salón con una bandeja con cuatro humeantes cafés provenientes de su cafetera italiana, que los presentes agradecieron y ponderaron.

Yo miré a Valdez con cara de “y vos nos negás un miserable vasito de agua”, algo que el teniente pareció entender perfectamente:

-Cuando venga a mi oficina de los marshals, señor periodista, le prometo un buen café con “biscottis”, dijo mirando a Rosalyn.

Terminados los cafés, Valdez tomó el diario de Norman, se levantó y dijo:

-Es hora de irme, mañana tengo un duro día en mi nuevo trabajo, y mirando a la dama le ofreció llevarla de nuevo hasta su casa, invitación que Rosalyn aceptó complacida.

Con el “gordo” nos miramos cómplices mientras nuestra amiga nos saludaba levemente sonrojada.

Al salir los invitados, el “gordo” me comentó por lo bajo:

-Se agranda la familia ¿No?

-Sí Sam, es el amor que mueve el sol y otras estrellas,  dije, volviendo a citar al Dante, como cuando conocí a Rosalyn años atrás cubriendo el incendio de los apartamentos sociales de Brooklyn.

-El amor que mueve el sol y otras estrellas, repetí para mí, no sin melancolía, mientras la imagen de Lucy, desmayada en mis brazos, aparecía sin pedir permiso para fecundar nuevamente mi mente.

Poderosa e indetenible como un choque de planetas.

 

(Continuará)

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