No es la velocidad, pero quizá sí el empeño. En el grupo de fútbol de la Armada, con una mayoría de veteranos en el plantel, mi única ventaja es la carrera. Siempre pegado al lateral. Pique largo y el que tiene más resistencia gana. La carrera zigzagueante, con bicicleta, quiebre de cintura, amagues a izquierda o derecha, ésas son cosas de habilidosos. Ese no es mi terreno. El mío es la carrera. Recta. Paralela a la línea. Buscar el fondo y de derecha centro atrás.
En la canchita solíamos ir al predio del Roca Rugby Club. Casi dos hectáreas de envidiable gramilla y arcos móviles. Las medidas de la cancha dependía de cuántos éramos. Como nadie se queda en el banco, podíamos ser veintidós, diez o incluso más de treinta jugadores. Para esas situaciones, “estirar” la cancha era la norma. Por eso los arcos móviles.
Aquel día éramos como treinta y pico. Tanto habíamos estirado la cancha que uno de los arcos estaba contra la hilera de álamos y la acequia que se usaba para conducir el agua. El riego por inundación, allí estaba el secreto de esa maravillosa alfombra verde de gramilla. La acequia también marcaba uno de los límites internos del club.
Aquel día éramos como treinta y pico. Tanto habíamos estirado la cancha que uno de los arcos estaba contra la hilera de álamos y la acequia que se usaba para conducir el agua. El riego por inundación, allí estaba el secreto de esa maravillosa alfombra verde de gramilla. La acequia también marcaba uno de los límites internos del club.
La defensa del equipo adversario era importante. Me habían mandado atrás y yo insistía en jugar de ocho. Carrilero por derecha con ansias de alcanzar el lejano arco. La pelota me llegó y de primera toqué adelante. “Levantá la cabeza, caballo loco”, gritó Jara. Al primer adversario que me salió al encuentro, le gané en pique corto. Me sobraba aire.
Quito me esperaba. El Quito es bravo. Es un defensor con gran manejo del espacio y de los tiempos. Pero la cancha estaba estirada. Volví a tocar la pelota hacia adelante y un poco a la derecha. Peligrosamente se acercó al lateral. Lo dejé en el camino. El dos me cruzó y lo dejé atrás. Era una carrea de cuarenta metros. Los álamos me decían que estaba sobre la línea del fondo. Ya no había lugar para otra maniobra. Ni tiempo para girar y encarar el arco. Sólo quedaba una opción. Derechazo y centro al área.
La carrera era sin freno. Los gritos “Pasala, Agustín” quedaban opacados por el latido de un corazón exigido y el resoplido de pulmones extenuados. La pelota seguía girando al mismo ritmo desenfrenado. “No se puede escapar de la cancha”, pensé. Tiene que viajar al área. “No se puede perder por el fondo”. Un esfuerzo más y preparé la patada. Sobre el límite y con los cordones del botín alcancé a engancharla y hacer el pase. La pelota ya había cambiado de curso, pero yo seguía en línea recta. Los álamos estaban a dos metros. Tampoco había tiempo para detenerse. Le apunté a un hueco entre dos robustos troncos de la alameda. “Medio de costado¸ pero paso´, calculé. Estiré un brazo adelante y el otro hacia atrás como buscando hacerme lugar y salté la acequia rebosante de agua.
Tampoco había tiempo para detenerse. Le apunté a un hueco entre dos robustos troncos de la alameda. “Medio de costado¸ pero paso´, calculé. Estiré un brazo adelante y el otro hacia atrás como buscando hacerme lugar y salté la acequia rebosante de agua.
El mismo botín que dos pasos atrás empujaba la pelota, ahora impactaba contra la primera hebra del alambrado que completaba aquella división interna del club. Una fracción de segundo después me estampaba de bruces contra la gramilla tan bien regada del Roca Rugby Club