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Domingo 03 de Agosto, Neuquén, Argentina
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La magia está intacta: cuando el fútbol y el amor ríen en la misma cancha

Entre piropos gitanos, veladas opíparas y partidos entre veteranos y pibes, un relato que demuestra que el paso del tiempo no borra la esencia. Porque en la canchita, como en la vida, siempre hay una jugada más por intentar y a veces, el petiso se queda atrás.

Domingo, 03 de agosto de 2025 a las 12:00
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Ir a la canchita dos, tres y hasta cuatro veces en la semana tiene sus atractivos. Es el recreo. El momento lúdico en el cual desaparece todo lo que no tenga que ver con el fútbol. Y además es poder comer sin culpa. Es correr y correr para quemar calorías. Sobre todo después de una comida abundante. 

El fin de semana último, el Guille y Andrea nos invitaron a cenar. Es una pareja que vale lo que pesan. Y más también. Expertos cocineros. No por nada les decimos cariñosamente “los gordos”. Mientras disfrutábamos de esa variada mesa de exquisiteces -charla va, charla viene-  nos enteramos de lo ocurrido el día anterior. 

Guillermo, enfundado en el mameluco que le dan por uniforme en el trabajo y que le aprieta por todos lados, se cruzó en el centro con una gitana. Quizá con intenciones de “hacerle unos pesos adivinándole la suerte”, la mujer le regaló un halago. Una sonrisa desconfiada fue la devolución del “Guille”. Y cada cual siguió su camino.

No habría pasado más que eso si no fuera por Federico, el mayor de los hijos de “los gordos”. Testigo de aquel “piropo”, conocedor del carácter celoso de su madre, apenas llegaron a la casa le comentó con tono picarón:

-¡Ma! ¡Guarda con el viejo! Te lo quiere robar una gitana… Le andan diciendo piropos en el centro… ¡Ojo!

Andrea dejó inmóvil el mouse de la PC y clavó una mirada amenazadora en la humanidad del Guille, todavía envuelto en el mameluco de color. “Ni se mira ni se toca” gritó en su interior mientras él detuvo su andar cansino frente al espejo del pasillo.  Las piernas arqueadas, la derecha apenas más adelantada.

La cintura levemente quebrada hacia adelante. Levantó los brazos a la altura de su cabeza. Con ambas manos hizo la V de la victoria. Sonrió al espejo y dijo:

-¡La magia está intacta!

Explotaron las risas. Una salida ocurrente para una anécdota de la vida cotidiana.  Las risas se repitieron el sábado a la noche, mientras disfrutábamos de esta y otras historias en una opípara velada. 

Regresamos tarde, el domingo pasó sin pena ni gloria.  El lunes se imponía quemar calorías en la canchita.  La cita es lunes, miércoles y viernes a las tres de la tarde. Veteranos de 60, 50 y 40 nos mezclamos con jóvenes de 30 o menos y hasta algunos pibes que no llegan a los 20 años. La diferencia es evidente. Unos  corren, la pisan, trasladan, patean y cómo ; los viejos apelamos a la experiencia, el toque de primera, cubrir la pelota con el cuerpo, un amague, sólo uno, y ninguna jugada de más. 

Mi caso es atípico. Estoy en entre los mayores. Corro e insisto en hacer una de más. Un optimista carrilero por derecha poco volvedor. 

Regresamos tarde, el domingo pasó sin pena ni gloria.  El lunes se imponía quemar calorías en la canchita.  La cita es lunes, miércoles y viernes a las tres de la tarde. Veteranos de 60, 50 y 40 nos mezclamos con jóvenes de 30 o menos y hasta algunos pibes que no llegan a los 20 años. La diferencia es evidente. Unos  corren, la pisan, trasladan, patean y cómo ; los viejos apelamos a la experiencia, el toque de primera, cubrir la pelota con el cuerpo, un amague, sólo uno, y ninguna jugada de más. 

El lunes cuando llegué el partido había comenzado con los que estaban. Cancha reducida, porque no llegaban a completar los 22. Me coloqué la pechera de color y fui a ocupar la posición.  No había  terminado de acomodarme cuando recibí el primer pase. Una pelota cruzada por abajo. Del equipo contrario se acercaba peligrosamente un pibe a marcarme. Hice lo de siempre: la pateé tres o cuatro metros adelante y corrí tras la esfera en paralelo al lateral. El pibe me seguía. Es un petiso hábil y veloz. Se me vino encima, lo tenía casi al lado. El orgullo me pudo. Cualquiera de los otros veteranos habría dado un pase de primera para seguir jugando al trote. “Lo mío es el juego explosivo”, me dije para mi propia complacencia y a riesgo de saber que llevaba las de perder con el petiso. 

Una carrera sin retorno. Una vía sin salida. El limite, la línea del fondo. Antes debía tirar  el centro al área. Sin embargo, redoblé la apuesta. Volví a patearla para adelante. Cuatro o cinco metros más. Tragué una bocanada de aire y le imprimí más bríos a la carrera. Y  ocurrió lo increíble.  El petiso se fue quedando  atrás. Un veterano ganándole en velocidad. Me acordé del  “Guille”.  “La magia está intacta”, pensé. No levanté los brazos ni hice la V con los dedos, faltaba el último toque.  Pisé la pelota, detuve la carrera. Me preparé para patear el centro. Levanté la vista y miré al campo. Nadie se movía.  Era cancha reducida. Había pasado la línea de fondo  varios metros. Tantos como en la segunda carrera contra el petiso.

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