HISTORIAS AMERICANAS
Encuéntrame en tus sueños (9na parte – Busco a alguien)
El narrador de la historia va a un mítico bar con Rosalyn, y se revela una perla escondida en la trama del enigma.Salimos con Rosalyn y caminamos hacia cualquier parte sin saber a ciencia cierta a dónde ir, lo cual suele ser un buen comienzo.
Caminábamos en silencio –a excepción de las frases circunstanciales de toda conversación- y podría apostar que Rosalyn estaba más nerviosa que yo. En su silencio parecía estar repasando el catálogo “Mil formas de decir ¿Por dónde empiezo?”.
Pero había pasado el mediodía y el sol se filtraba líquidamente entre los edificios, estábamos caminando por el SoHo y lo que menos escasea por aquí son los bares, así que procedí a romper el hielo:
-Acá a la vuelta está el bar Milano’s. Podemos beber algo o ir comer a otra parte si tenés hambre.
-Vayamos al Milano’s, mi abuelo supo ir ahí en la Gran Depresión cuando todo esto era el Bowery y lo único que había eran pensiones, misiones de caridad y bares.
-Y en los bares, hombres solos, sin hogar, sin empleo fijo y una variada colección de adicciones.
-Muy bien, una gráfica postal de los Estados Unidos de entreguerras, sentenció con cierta melancolía.
-Mi abuelo también frecuentaba el Milano’s. Cobraba su cheque del desempleo y dejaba la mitad en el bar. Lo bueno de ese lugar era que los tipos podían socializar con otras personas en la misma situación. Además funcionaba como una eficaz bolsa de trabajo.
-Tal vez nuestros abuelos se conocieron y no lo sabemos, dijo Rosalyn lanzándome una pícara mirada.
-Lo dudo, mi abuelo me habría contado: “¡Conocí a un tipo que va a tener una nietita bellísima! ¡Con ojos del color del cielo y el mar!”, bromeé, intentando ser galante.
Rosalyn estalló en una sonora carcajada, el hielo se rompió y entramos.
Lo primero que impresiona cuando uno entra en el Milano’s Bar es el estrecho espacio que hay entre el mostrador y la pared.
Con la gente sentada frente al cantinero, el espacio se reduce aún más y los que van entrando a veces tienen que pedirle permiso a los que están sentados frente a la barra para que se corran y les permitan pasar.
El otro detalle que impacta del bar es la penumbra, la gran amiga de las charlas confesionales, románticas y existenciales.
Y lo que sigue se puede denominar un ejemplo de la “cultura acumulativa” de los Estados Unidos: Numerosos objetos cargados de memoria, colectados desde 1923 y esparcidos por doquier como un recordatorio de que inexorablemente el tiempo termina pasando.
Entre todos esos “souvenirs”, el que más me gusta es un retrato del escritor y periodista Norman Mailer –uno de los célebres habitués del lugar- levantando su dedo admonitorio entre un sinnúmero de botellas de whisky.
Estando aquí con Rosalyn, una mujer llena de secretos, un cúmulo de dudas me asaltan y no puedo dejar de pensar en “Los desnudos y los muertos” de Mailer cuando dice: “En momentos como éste, las dudas pasajeras, eran las tentaciones que nos asaltan cuando estamos desprevenidos”.
Nos sentamos en el último extremo del mostrador donde la oscuridad parece ser más oscura y más profunda que en el resto del bar.
Rosalyn pidió una copa de vino tinto y yo un bourbon con hielo. Al llegar las bebidas levanté levemente mi vaso y le ofrecí un modesto brindis:
-Por los nuevos amigos, dije mirándola directo a los ojos.
-Y por los que no están también, agregó con cierta tristeza.
Me carcomía la curiosidad de saber por qué me había ido a buscar a mi trabajo si se suponía que no me conocía, ni siquiera sabia mi nombre. Y además, qué era aquello tan importante que tenía que decirme. Así que fui directo al grano:
-¿Por qué viniste a mí?, pregunté.
-Te pido disculpas, te debo una larga explicación.
-Bien, tenemos tiempo, sospecho que tenés algo interesante para decir.
-Sí, pero ahora no puedo darte todos los detalles, solo quiero saber si estarías dispuesto a ayudarme.
-¿Ayudarte? Depende para qué me quieres y si está en mis posibilidades ayudarte, dije parapetándome a la defensiva.
Rosalyn se quedó mirándome como si estuviera examinándome. Por un momento sus ojos se clavaron en los míos como si buscara algo más que aquella aparentemente simple respuesta.
Con su mirar parecía querer entrar en mi propia historia, buscando alguna señal en mi alma, en mi espíritu, que le permitiera confiar en mí.
Recordé la primera que la vi. Fue con el “gordo” Sam, en el restaurante Derby’s, la noche de la gran nevada.
Recordé vívidamente su gesto de invitarme un vaso de bourbon, como el que ahora estaba bebiendo frente a ella, y su frase cargada de misterio cuando me dio ese vaso: “algo me dice que vas a necesitarlo”.
¿A qué se refería con eso? ¿Estaría por enfrentar algún peligro, algún trance difícil tal vez?, preguntas que eran, como dijo Mailer, “tentaciones que nos asaltan cuando estamos desprevenidos”.
Mientras pensaba en ello, Rosalyn no dejaba de mirarme, pero su mirada no expresaba desconfianza, sino más bien serenidad.
-¿En qué puedo ayudarte?, pregunté casi sin pensarlo.
-Busco a alguien…
La miré profundamente mientras mi mente volaba a la velocidad del rayo en busca de una explicación.
-¿A quién buscás?
-No puedo decírtelo ahora, pero no puedo hacerlo sola. Necesito tu ayuda.
-¿Te das cuenta? Me estás pidiendo un salto de fe, un cheque en blanco de un millón de dólares, que juegue a la ruleta rusa con cinco balas, exclamé.
-Lo sé, ya te contaré. Ahora quiero saber si serías capaz de ayudarme sin saber toda la historia todavía.
-Como te digo, un salto de fe…
-Un salto de fe hacia mí. Confiá en tu intuición y saltá, no voy a dejar que te estrelles contra el piso.
Miré a Mailer que, colgado en la pared con el dedo alzado, pareció decirme: “En el verdadero intercambio, no se puede ganar mucho a menos que uno esté dispuesto a arriesgarse a perderlo todo”.
Volví mi cabeza hacia ella y vi en sus ojos asomarse la confianza:
-Ok, acepto, pero al menos decime cómo llegaste a mí.
Rosalyn pareció repasar por un momento sus pensamientos, tal y como el atleta que toma carrera para lanzar el disco. Y finalmente lo lanzó:
-¿Recordás el incendio del edificio de apartamentos sociales en Brooklyn hace cinco años? Murieron muchas personas y muchas familias quedaron sin hogar.
-Por supuesto, yo lo cubrí –afirmé- en ese entonces trabajaba para el diario.
-¿No te acordás de una mujer que lloraba sin parar, sentada en el cordón de la vereda? ¿Una mujer que había perdido todo en el incendio y a la que consolaste con hermosas palabras?.
Mi memoria ya empezaba a aclararse y un estremecimiento se apoderó de mí.
-Después escribiste un conmovedor articulo sobre ella que la ayudó a encontrar un nuevo hogar social.
Me quedé sin palabras. Habían pasado cinco años. La volví a ver en el restaurante y no la reconocí y ahora ella estaba frente a mí como una aparición de mi propio pasado.
-Esa mujer era yo –me dijo- ¿Te acordás lo que me dijiste cuando levanté mi vista y te miré con mi rostro bañado en lágrimas? Me miraste a los ojos y dijiste…
-“Tus ojos, como el amor, mueven el sol y otras estrellas”, recité al instante y le dije:
-Es el verso que cierra la Divina Comedia.
-Exacto. Yo te conozco. Hace años que te sigo en los diarios y sé quién sos y cómo sos, y sé lo que sos capaz de hacer por una noble causa. Tu nombre lo saqué del articulo que escribiste para el diario y que conservo desde hace cinco años.
Tengo amigos periodistas que me contaron donde trabajabas, no fue difícil encontrarte, por más que Nueva York tenga ocho millones de habitantes en muchos aspectos sigue siendo un pueblo chico donde todos se conocen.
Me causó gracia la analogía y sonreí con ganas.
-Vámonos, tenemos mucho trabajo por hacer. ¿Te llevo? Tengo el auto estacionado a una cuadra.
-Te agradezco. A esta altura me deben haber echado de la agencia, suspiré y ella también rió.
Caminamos hasta el estacionamiento. El sol empezaba a ponerse y alargaba las sombras de los edificios como si Nueva York se hubiera convertido en “el país de las sombras largas” pero sin los iglús.
Había sido una tarde de sorpresas con muchas preguntas flotando, las cuales hallarían sus respuestas con el paso de los días. Tal era el ritmo que la dama imponía.
Nos adentramos en el gran garaje donde cientos de automóviles descansaban a la espera de sus dueños o dueñas. El sol entraba por los ventanales y las sombras le disputaban espacio a los rodados.
Muchas veces pensé que, debido a mi oficio, muy pocas cosas podían impresionarme. Mi capacidad de asombro había sido domada a fuerza de años de cubrir desde tragedias, revoluciones y cataclismos hasta entrevistar a idiotas con fama y dinero.
Esa tarde que pasé con Rosalyn abrió la puerta a un nuevo mundo en mis sentimientos. No sabía qué me depararía este destino pero una fuerza extraña me empujaba a acompañarla hasta el fin de su aventura.
Ella estaba buscando a alguien, yo no sabía qué clase de “alguien” era, pero sabía que, pase lo que pasare, íbamos a encontrarlo.
Lo que finalmente encontramos fue el automóvil de Rosalyn. Y cuando lo vi me quedé frío y rígido como un carámbano en Alaska.
Suponía que ya nada me podría sorprender, pero el destino siempre nos gasta una broma de última hora que nos recuerda que no tenemos todo el control. Presentí entonces que mis dioses estarían revolcándose de risa.
Parado frente al automóvil de Rosalyn comencé a repasar mentalmente lo que tenía ante mis ojos mientras ella me observaba con curiosidad y sin entender.
Era un Oldsmobile…modelo 98 LC…de mediados de los años 70…de color negro azabache…y en su puerta derecha, una rosa roja pintada.
De una cosa estaba seguro entre tanta incertidumbre: No podía haber dos autos como este en Manhattan.
-¿Te gusta? Era de mi padre, ahora es mi bebé, vení, subí, dijo, expedita.
La seguí y entré en el vehículo. Me acomodé en la amplia poltrona de cuero y me detuve unos minutos observando a Rosalyn poner en marcha el motor y encajar la primera marcha.
Pensé que ella no tendría ni las más pálida idea de dónde provenían mi estupor, asombro, sorpresa, alegría, curiosidad, perplejidad y muchísimos otros sentimientos encontrados al ver el auto. Hubiera dado todo para que el “gordo” Sam estuviera aquí.
Lo cierto era que, después de mucho buscar y preguntar, la enigmática e indescifrable, la inasible y escurridiza “dama del Oldsmobile”, que hasta ese momento parecía ser una suerte de leyenda urbana, el producto tal vez de la alucinógena mitología contracultural del Village, la última compañera de Norman Blake, se encontraba a mi lado, pronta a llevarme a mi trabajo, tras haber sellado nuestra amistad en un oscuro bar de borrachines del Bowery.
Si este es el comienzo ¿Cómo será lo que vendrá?, pensé con razón.
Como si hubiera adivinado mis pensamientos, Rosalyn me echó un rápido vistazo, sonrió, me guiñó un ojo y arrancó su portentoso automóvil que bramó como un mitológico y monstruoso animal.
Fue cuando la adivina del West Side, la sibila que burló al fuego hace cinco años en Brooklyn, la taumaturga del Downtown que sabe el futuro exclamó:
-Agarrate cariño, salgamos a perdernos en las avenidas de la vida…
Me dejé llevar dócil como lo hace un niño mientras la voz de Norman Mailer me decía:
“En cada momento de nuestra existencia estamos creciendo o retrocediendo hacia algo más grande.”
(Continuará)