El apellido paterno seguía apareciendo cada vez que entregaban las notas, aunque ella lo había dejado atrás hacía rato. En las carpetas, en los trabajos prácticos, en la firma del cuaderno de comunicaciones, usaba el de su mamá, con ese se sentía identificada. No el del hombre que no conocía y que, salvo por su aparición en el acta de nacimiento, no había sido parte de su historia.
La nena vive en Roca, tiene 12 años, y está por terminar la primaria. Hace unos meses, junto a su madre, decidieron poner por escrito lo que ya venía siendo parte de su realidad emocional: pedirle a la Justicia que autorizara la supresión del apellido paterno. La jueza de Familia que intervino en el caso escuchó a la menor, valoró sus argumentos, y dio luz verde al cambio, reconociendo un derecho clave: el de llamarse como una realmente se siente.
La sentencia cita el artículo 69 del Código Civil y Comercial de la Nación y lo cruza con algo más profundo: la identidad como construcción personal y social. “No se trata sólo de lo que dice un papel, sino de cómo nos vemos, cómo nos presentamos, cómo queremos ser nombrados”, reflexionó una fuente judicial vinculada al caso.
El padre, que vive en Buenos Aires, fue notificado del pedido pero no respondió, no la ve desde que era un bebé. En el expediente consta que, además de su desinterés, existe una denuncia por violencia: habría realizado llamadas intimidatorias a la familia. La jueza valoró también esos antecedentes al momento de resolver.
El cambio de apellido no modifica la partida de nacimiento, no le saca obligaciones a su progenitor, ni rompe el vínculo jurídico. Pero sí hace algo que, para la niña, era urgente: borrar de su presente el apellido de un ausente y poner en el boletín escolar el nombre con el que construyó su historia.