Valdez giró en su silla volviéndose hacia nosotros con su clásica expresión de seriedad y dijo dirigiéndose especialmente a mí:
-Creo que no hace falta que les aclare que el hecho de poseer un arma emblemática no necesariamente implica que el poseedor comulgue o forme parte de todo lo que dicha arma simboliza. Tener una pistola Luger no te hace nazi, del mismo modo que tener una katana colgada sobre tu chimenea no te convierte en un samurái.
-¿Y cómo explica que Norman tuviera esa pistola en particular?, pregunté mirando al detective.
-Tal vez le gustaba esa pistola porque la había visto en una película de espías o quería iniciar una colección de armas históricas. No lo sabemos porque, en primer lugar, Norman Blake está muerto, y segundo, no poseemos la prueba fundamental porque se la llevaron nuestros amigos de la comunidad de inteligencia. Si tuviéramos la pistola con nosotros, podríamos analizarla y buscar si en los últimos meses o años esa arma fue usada en algún crimen, pero no podemos. Espero que el FBI, que tomó parte activa en la incautación del arma, esté haciendo ya esta comprobación, dijo Valdez con cierto tono escéptico.
Rosalyn intervino en su calidad de amiga cercana de Norman:
-Durante el tiempo en que Norman y yo fuimos amigos, hablamos de muchas cosas, pero jamás le escuché hablar de un arma en particular, tampoco a favor o en contra de poseer un arma ya sea para defensa, deporte o caza. Norman no parecía pertenecer al tipo de americano al que le gustan las pistolas, los rifles y las escopetas, más bien todo lo contrario. Yo diría que, ya sea desde el movimiento hippie a los poetas de la Generación Beat y la contracultura de los años 60s, toda esta cuestión de la no violencia y la paz había marcado una profunda huella en sus ideas y en su alma donde no había lugar para armas y muerte.
Valdez aplaudió sincero el breve discurso de Rosalyn, gesto que ella agradeció con un leve movimiento de su cabeza. Yo aproveché para formular mi pregunta bizarra:
-¿Y si alguien le “plantó” el arma en su caja de hierro?
Valdez levantó su vista hacia mí y en su mirada me pareció leer un nombre que titilaba como un letrero luminoso de Times Square a las 10 de la noche.
-Johnny Ray…murmuré casi instintivamente ¿Todavía sigue detenido?, le pregunté al policía, que automáticamente giró su cabeza hacia el sargento Collins, como buscando la respuesta:
-Hace un par de horas quedó en libertad –dijo Collins- un abogado lo sacó bajo fianza argumentando que la detención no tenia causa probable…lo de siempre. La frustración pareció dibujarse en el rostro de Valdez, que encaró a Collins con toda energía:
-Quiero que lo sigan a todas partes, quiero que se conviertan en su sombra día y noche, que me cuenten las veces que va al baño, qué come, qué bebe y con quién se junta. A vos y a mí nos quedan todavía unos días como detectives de homicidios, dentro de una semana seremos alguaciles de los Estados Unidos y tendremos jurisdicción en todo el país y más herramientas para encontrar al asesino, pero mientras tanto quiero que, si es necesario, se vayan a vivir con este idiota que parece idiota o bien se trata del gran actor que Hollywood se está perdiendo.
-Comprendido, dijo Collins. Tomó unos papeles, y salió de la oficina a reunirse con la tropa.
Valdez se volvió hacia nosotros y pareció pensar en voz alta:
-En un par de semanas seré un oficial de la justicia federal con todo el poder, al mismo nivel que estos burócratas engominados que nos robaron nuestra caja delante de nuestras narices. Creo que no está demás pasar a visitarlos y hacerles saber quién soy yo. Digamos que será una simpática visita de cortesía.
Valdez se puso de pie, extendió la mano para saludar cortésmente a Rosalyn, a mí me miró inclinando levemente su cabeza, y nos despedimos hasta el próximo encuentro.
Afuera la noche empezaba su rutina de estrellas, nubes y luna llena. En mi cabeza resonaba todo el tiempo el nombre de Johnny Ray y su estrambótica charada del libro perdido.
¿Realmente él pensó que la policía de Nueva York, con todo su historial y experiencia en flagrantes embusteros de toda monta como él, se tragaría esa estúpida excusa de la recuperación, mediante la violación de un domicilio, de un libro que el muerto se olvidó de devolverle?
Las palabras de Valdez tenían la contundencia de quien sabe que dice la verdad: o Johnny Ray era un perfecto imbécil o en realidad se trataba de un extraordinario actor.
Rosalyn parecía sintonizar en mi misma frecuencia. Solo que ella contaba con una ventaja sobre mí: ella conocía a Ray y poco menos que lo detestaba.
Para ella, él no era un verdadero amigo de Norman, si bien parecían conocerse desde niños. Era una mala influencia en su vida, ya que vivía criticándolo por todo lo que hacía a Norman un ser verdaderamente especial, un artista mayúsculo y un sensible intérprete.
Pero lo que Rosalyn no podía explicar era el porqué de tanta envidia y crítica feroz que Ray descargaba sobre Norman cada vez que podía hacerlo y, luego, qué pretendía, con tanta negatividad sobre su amigo.
Eran dos interrogantes que la Dama del Oldsmobile, con toda su experiencia de vida, sencillamente no podía responder.
La noche y la lluvia caen sobre Staten Island
Es el distrito más meridional de los cinco que integran Nueva York. Una isla de antiguas mansiones desde donde se puede ver con claridad lo que se conoce como Manhattan Skyline, la muralla de altos rascacielos que se yergue en el lado sur de “la ciudad que nunca duerme”.
La forma más usada para acceder desde Manhattan a esta hermosa zona residencial de la ciudad es a través de un único ferry que funciona diariamente y cada 30 minutos, las 24 horas del día y los 365 días del año, siendo el único medio de transporte público que conecta ambas comunas.
Como tantas otras veces en los últimos años, esa noche, un pasajero desembarcó en la isla y emprendió la caminata hacia una de las viejas mansiones que se levantan en ese distrito.
Caminaba nervioso, inquieto, como si tuviera que enfrentarse a un duro examen, o un monumental reproche. Un eventual castigo de un superior jerárquico.
Al mismo tiempo, andaba como si presintiera que lo estaban siguiendo, aunque no viera a sus supuestos perseguidores.
Cada tanto se detenía, giraba su cuerpo y oteaba la calle detrás suyo, como si pudiera ver a sus vigilantes. Pero era inútil, a esa hora de la noche y en ese lugar, la calle se parecía más a un cementerio que a un vecindario.
Nubes de tormenta se cernían sobre la zona, mientras ocasionales relámpagos iluminaban el cielo y la tierra anunciando la proximidad de las precipitaciones.
Finalmente el pasajero llegó a su destino y con él lo hizo la lluvia que se descargó sobre la isla mientras el viento soplaba indómito sacudiendo las ramas de los añosos árboles, y espantando a los pocos pájaros que aún quedaban en sus nidos.
Frente a él se erguía el final de su recorrido: una mansión del siglo XIX, construida en madera proveniente de añosos bosques, y desde cuyas ventanas se podía adivinar alguna luz mortecina, tan inútil en su misión de iluminar como lo sería una lámpara de aceite de la Guerra Civil en el túnel del subterráneo.
El pasajero subió los escalones que conducían a la puerta de entrada y tiró de la manija de bronce de un antiguo llamador, que hizo sonar un lúgubre carillón de campanas, anunciando su llegada.
Sobre ese antiguo dispositivo, atornillado al marco de madera de la puerta, había un pequeño altoparlante que presuntamente integraba un básico sistema de comunicaciones con el exterior de la vivienda.
Fue entonces cuando una monocorde voz masculina emergió del pequeño bafle rompiendo el silencio:
-¿Nombre?
-Miguel, respondió el visitante. No era su verdadero nombre.
-¿Rango?
-Arcángel, volvió a responder el pasajero.
Pasaron unos segundos y la voz del portero volvió a escucharse:
-Puede pasar, el “amo” lo está esperando.
Inmediatamente se abrió la pesada puerta de madera, bronce y cristales biselados y el pasajero ingresó a la residencia. Adentro lo estaba esperando la misma persona que había hablado con él por el altoparlante. Se trataba de un hombre de edad muy avanzada, vestido con un vetusto traje de etiqueta, a la usanza de los mayordomos de principios del siglo XX.
-Sígame, ordenó el anciano, y el pasajero obedeció.
Atravesaron varios pasillos y muchas estancias. La mansión estaba casi a oscuras, falsamente iluminada por débiles lámparas que apenas arrojaban algo de luz sobre la absoluta oscuridad. Cada habitación tenia varias bibliotecas repletas de antiguos volúmenes, algunos de ellos incunables.
Finalmente, ambos llegaron a una estancia de la casa, cerrada por una doble puerta de roble. El sirviente tomó firmemente ambos picaportes, jaló y abrió ambas puertas, dando entrada a una gran sala, en cuyo fondo se podía ver una suerte de trono o asiento, donde “el amo”, como lo llamaban, esperaba en la penumbra.
-Adelante Miguel, te esperaba con ansias de saber qué novedades me traes.
Su voz resonaba profunda y grave, transmitiendo a la vez una fuerte autoridad, como un absoluto poder. Su rostro estaba oculto por la oscuridad y solo se podía percibir el contorno de su cuerpo, pero no así los detalles, como sus rasgos faciales.
En los años que el pasajero visitó la mansión, jamás pudo ver la cara de ése a quien todos ahí llamaban “el amo”. Era como un espectro de la oscuridad, y a la vez un emisario del mal.
-Me temo que no tengo buenas nuevas para usted, dijo, temeroso, el pasajero; y sus palabras se perdieron en el silencio.
-¿A qué te refieres, Miguel?
-Tuve algunos problemas, murmuró asustado.
-¿Y lo que te mandé a buscar…lo conseguiste? Pregunto el “amo”.
-Le prometo que volveré a intentarlo y esta vez lo conseguiré, dijo Miguel, con temblorosa inseguridad, sin responder a la pregunta.
-¡Idiota…! ¡No puedes hacer nada bien! ¡Debería matarte aquí mismo por tu estupidez! Dijo el “amo”, sin siquiera gritar, en una voz tan baja que sonaba a ultratumba.
-¿Averiguaste algo sobre la mujer y la niña? Preguntó.
-Tengo alguna pista de dónde pueden estar, dijo Miguel, con la cabeza gacha y temblando de terror.
-¿Dónde están? preguntó.
-El lugar exacto no lo sé todavía, pero es seguro que no están en Nueva York.
-¿Dónde están? volvió a decir el “amo”.
-Probablemente en algún lugar del Oeste, respondió Miguel, el Arcángel, el idiota.
El “amo” se acomodó en su sillón y dictó sentencia:
-Habla con Azrael, el Ángel de la Muerte, y encuentren a esa mujer, pero muy especialmente a su hija, de una buena vez. Tráiganme lo que la niña guarda. Si no lo logran, despídanse de esta vida ya que la muerte caerá sobre ustedes dos. ¡Ahora desaparece de mi vista!.
Miguel, el pasajero nocturno, el pusilánime que parecía idiota, salió corriendo de la mansión y alcanzó a tomar el ferry que lo llevaría de vuelta a Manhattan.
Desparramado en uno de los asientos de la embarcación, mientras atravesaba la bahía de Nueva York y pasaba frente a la Estatua de la Libertad, Miguel el Arcángel, abrió su libreta de apuntes para cotejar si sus datos estaban en orden para esta nueva y crucial misión.
Entre el remolino de grafías desordenadas, garabatos y números sin sentido, se destacaban dos nombres que conformaban un mismo sino.
Los nombres de una madre y su hija a las que él, junto al Ángel de la Muerte, tenían que encontrar si querían sobrevivir a la ira del “amo”.
Miguel el Arcángel, el idiota que parecía fingir su estulticia, pronunció esos nombres en voz bien baja, como en un rezo, como en un conjuro a su propio y fatal destino:
-…María….Esperanza….
(Continuará)