Bajo la copa de un vetusto y añoso árbol de ramaje espinoso y hojas nimias pero cargado de chauchas, reposa el sulky. Sus ruedas de madera son tan altas como uno de los hombres, el mayor de los dos hombres. Uno es mi abuelo materno. Se llama Agustín, como yo. El otro es Pocholo, mi papá.
Trascurren las primeras horas de la tarde. Una tarde tórrida de enero en el sur de La Rioja. Enero del 70. Desde su campo, el más veterano observa el horizonte. Tiene la mirada clavada en un punto. Quiere imaginar el lugar donde Pocholo ha decidido vivir. 1200 kilómetros de inmensidad entre el algarrobo, cuya sombra los protege del sol, y ese punto.
Las charlas en el campo abordan temas que parecen banales, sin trascendencia. Hablan de la vida. Hablan del tiempo. Hablan de números. Hablan de proyectos. Hablan… Pocholo cuenta cómo planifica su vida en el sur. De lo promisorio que es el valle del río Negro. Poblado de manzanos y perales y a don Agustín se le hace agua la boca. Sin poder contenerse, lleva la mano al bolsillo del pantalón y palpa su eterna cortaplumas. De cachas nacaradas y hoja diminuta, bien afilada. De pronto no es la sombra del algarrobo, es la sombra de un manzano cargado de frutas. Rojas y deliciosas.
Pocholo le cuenta que su permanencia será de algunos años. Que su lugar sigue siendo el norte. Que sus sueños giran en torno a los afectos y los vínculos familiares. Que su familia está aquí. Que sus raíces son como las del algarrobo.
Las charlas en el campo abordan temas que parecen banales, sin trascendencia. Hablan de la vida. Hablan del tiempo. Hablan de números. Hablan de proyectos. Hablan…
Don Agustín lo escucha sin mover la vista del horizonte. Sin dejar de figurarse esas manzanas rojas. Es como si tuviera una en sus manos. Siente la piel firme del fruto maduro. Mientras la hoja del cortaplumas va despojando de cáscara la manzana, una gota del néctar dulzón y pegajoso surca el dorso de su mano.
Entonces le dice: “Mira Pocholo. Ves allá. – y señala con el índice hacia el sur – ¿Ves aquel punto? Bueno. Allá esta tu casa. Yo te aseguro que desde acá, desde donde estamos ahora trazo una línea derechita y, si tuviera unos años menos, te juro que ensillo el caballo, cargo las alforjas, y en unas semanas llego a tu casa”.
Ambos guardan silencio por unos segundos y una sonrisa se dibuja en sus rostros. Ese punto es la libertad. De cabalgar a campo traviesa. De sentir el viento en la cara. De dormir las noches bajo las estrellas. Ese punto es la utopía. Es posible. Es inalcanzable. Ese punto es la angustia de la distancia. Del desapego.
Ese punto es la singularidad. Una puerta. La angustia. Una casa. La conclusión de un viaje imaginario.
Ese punto es la anchura monstruosa de la lejanía. La separación.
Ambos guardan silencio por unos segundos y una sonrisa se dibuja en sus rostros. Ese punto es la libertad. De cabalgar a campo traviesa. De sentir el viento en la cara. De dormir las noches bajo las estrellas. Ese punto es la utopía. Es posible. Es inalcanzable. Ese punto es la angustia de la distancia. Del desapego.
Ese punto es el lazo de unión. La ilusión. El sueño, la esperanza. El deseo, la fantasía de la distancia reducida a la aventura romántica del viaje al trote corto.
Ese punto es la materialización del amor fraterno. Del lazo entre dos hombres. Del padre y el hijo político. Del abuelo y su nieto. Del padre y su hija.
Ese punto es lo indiviso. Lo plural. La nada y el todo. El presente y el mañana. El camino de la vida misma.