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Domingo 06 de Julio, Neuquén, Argentina
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Encuéntrame en tus sueños (30ma parte. Los fantasmas de Greenbrae)

La acción tiene como escenario a Irlanda. Avanza la resolución de la historia de un crimen y sus connotaciones.

Domingo, 06 de julio de 2025 a las 09:53
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Hay paz para los sentidos,
una paz soñadora en cada mano,
y profundo silencio en la tierra fantasmal,
profundo silencio donde las sombras cesan.

Oscar Wilde

Shannon, en el oeste irlandés

Aterrizamos en el Aeropuerto Internacional de Shannon en la mañana. Al descender del “Clipper”, un Boeing 707, de Pan American, que nos trajo desde Nueva York , tuvimos nuestro primer encuentro con un inconfundible día irlandés: cielo nublado, mucho gris, aire fresco, humedad por todas partes y una ligera llovizna cayendo intermitente sobre nuestra humanidad como si quisiera repintar todos los paisajes con nosotros incluidos.

Pasamos los controles de Migraciones sin novedades y pude divisar entre la gente a mi amigo “Joe” O’Brian, mi viejo compañero de los calientes y sangrientos días en Cambodia, cuando trabajar en un diario era, según las compañías de seguros, un oficio más peligroso que ser minero del carbón en Gales.

Al principio me costó reconocer a mi amigo. El tiempo, ese inexorable verdugo, había esculpido su rostro dejando las huellas de una vida cansada de bailar en la cuerda floja con la muerte. Un par de guerras y muchas rebeliones lo habían envejecido, y sus ojos, antes chispeantes, miraban ahora desde una profunda tristeza. Y si bien no había perdido el hábito de sonreír, esa mueca se veía ahora agridulce, lastimada por las pesadillas y los recuerdos de la muerte.

Nos confundimos en un abrazo en los que solo dos hermanos que se quieren realmente se pueden entrelazar. 

Incluso, tampoco había perdido su sentido del humor tan irlandés, tal y como lo demostró con su primer comentario al recibirme, típico de un periodista cuando reconoce a otro animal de su misma especie:

-¡Estás más viejo, al principio creí que eras tu padre y que este chico era tu nieto…!, dijo señalando a Collins, que recién se despertaba.

-¡No has cambiado en nada, te ve más joven!, mentí, piadoso, y agregué:

-Te presento al sargento de los US Marshals, Steve Collins, él está a cargo de la investigación en representación de la ley.

Los dos estrecharon sus manos en un vigoroso saludo y Joe, que oficiaba de guía y cartógrafo de esta tourneé, impartió las primeras directivas:

-Vamos saliendo que tengo el auto esperando para ir a la aldea. Tengo conmigo las llaves de la casa, es una antigua vivienda, típica de la región rural…es casi como la que aparece en el filme The Quiet Man… ¿Han tenido ocasión de verlo?

-Por supuesto, respondí. 1952, John Wayne y Maureen O’Hara dirigidos por John Ford. Narra la historia de un hombre con un traumático pasado que regresa a su Irlanda natal después de toda una vida en los Estados Unidos. 

Joe sonrió satisfecho y casi emocionado me dijo:

- ¡Sabía que lo sabrías! Lo hice a propósito para rememorar nuestras interminables charlas sobre cine y literatura en Camboya. ¿Te acordás?

-Hay cosas que no se pueden olvidar, Joe...el cine, y vos, respondí con emoción.

Y dicho esto caminamos tras él hacia el estacionamiento del aeropuerto. Allí nos esperaba el vehículo de Joe: un robusto Land Rover Serie 3 de 1971, perfecto para las idas y vueltas que íbamos a tener que dar en la irregular topografía de esa zona de Irlanda.

Era de día y teníamos poco más de una hora de viaje atravesando suelos pardos y de turba y gley que conducen hasta la pequeña aldea de Greenbrae, así que aproveché para ir adelantando trabajo con Joe:

-¿Tuviste tiempo de leer el informe que te envié?, le pregunté.

-Sí, lo leí atentamente y estuve haciendo contactos con gente local muy informada y, sobre todo, muy discreta, pero lamento tener que recibirte con una mala noticia.

-Adelante, le dije, prefiero enterarme ahora que todavía no comenzamos.

-No hay un solo registro de un sacerdote llamado Sean Mulligan, no ya en los archivos parroquiales de Greenbrae… en todo el estado irlandés, incluso de nuestros vecinos de Irlanda del Norte. Tampoco hay datos de una familia de la aldea con ese apellido.

-Quizás el tipo, en algún momento, se cambió el nombre e ingresó en los Estados Unidos con la identidad cambiada -apuntó Collins- antiguamente era muy común emigrar a nuestro país con nombre y documentos falsos.

-Esa es una posibilidad para no descartar, sargento. Lo cierto es que, si esta persona vivió aquí y ocupó un puesto en la Iglesia local, hoy no lo sabemos, oficialmente no existe, es un fantasma, señaló Joe y ahí mismo me preguntó: 

-¿Dime, de dónde sacaste que el tipo era de Greenbrae?

-Él mismo lo dijo hace unos años en una entrevista que dio a un diario católico de Nueva York. Incluso afirmó un par de veces haber nacido y haberse criado en esa aldea.

-Quiero suponer que trajiste una copia del reportaje contigo y, quiero suponer por tu bien, que hay fotos del sacerdote en cuestión.

Sonreí, miré a Collins que también sonrió y respondimos casi a coro:

-¡Obvio…!

-Eso cambia las cosas, no estamos tan mal entonces, tenemos que ver a un par de viejos abonados vitalicios a la taberna de O’Sheas. Ellos son como el archivo viviente del Vaticano, saben vida y obra de todos los curas que pasaron por ese pueblo. Pero antes pasemos a la casa a dejar el equipaje y por si necesitan una ducha y de ahí a O’Sheas a deleitarnos con un riquísimo Colcannon acompañado por unas cuantas Kilkennies.

Me di cuenta de que Collins no tenía ni idea de lo que Joe estaba hablando así que busqué explicárselo lo más sucintamente posible:

-Steve…Colcannon: puré de papas, con repollo o kale rallado, cebollino y mucha mantequilla y leche entera, una verdadera exquisitez de la cocina casera irlandesa. 

-A veces se le añade tocino desmenuzado, para darle un sabor extra jugoso y salado, agregó Joe y continué:

-Kilkenny es la marca de una tradicional cerveza del tipo Red Ale, es la más antigua de Irlanda. En el mundo, los irlandeses son algo así como los doctorados en cocinar con papas.

Y Joe prestamente agregó: 

-Por algo nos llaman desde tiempos inmemoriales “los comedores de papas”.

Collins escuchó atentamente, pensó en las casi siete horas que llevó el vuelo desde Nueva York, pensó en las cervezas y en el Colcannon y me miró como diciéndome “por qué cree que vine hasta aquí”.

En Greenbrae, bajo el espectro de John Wayne

Después de una hora de traqueteado viaje, llegamos a la pequeña aldea de Greenbrae y, unos minutos después, estábamos entrando en la que será nuestra vivienda mientras dure la pesquisa. 

Recordé que Joe nos había dicho que la casa donde viviríamos era “parecida” a la que aparece en el filme The Quiet Man de John Ford, pues bien, se quedó corto: ¡Era casi la misma casa donde vivieron su caótica luna de miel el tranquilo Sean Thornton (John Wayne) y la temperamental pelirroja Mary Kate Danaher (Maureen O’Hara) en la misma película!

Pero a diferencia de la vivienda que aparece en la cinta, afortunadamente nuestra casa estaba equipada con algunos avances tecnológicos para hacer nuestra estancia más llevadera en el duro medio ambiente irlandés, a saber: agua caliente, ducha en el baño, gas en la cocina y un modesto pero eficiente calefactor para afrontar las gélidas noches de Greenbrae.

Tras un par de reconstituyentes duchazos, partimos junto a Joe hacia la taberna de O’Sheas a encontrarnos con sus confiables fuentes de información: dos expertos ancianos memoriosos que guardaban en sus mentes el padrón eclesiástico del pueblo con nombre y apellido.

Entramos al local y fue como retroceder en el tiempo: el piso de piedras y las paredes revestidas de oscura madera oscurecida por décadas de humo, tan antiguas como la mismísima historia de Irlanda. 

Un grupo de parroquianos bebían en silencio sus pintas de coloridas cervezas artesanales, mientras algunos fumaban en sus pipas de brezo irlandés de la marca Peterson, las favoritas de nuestro Mark Twain, o en las rusticas pipas de arcilla, de tubo corto, conocidas como “dudeens”.

Hacia el fondo del local, medio ocultos en la semi-penumbra, dos hombres de avanzada edad conversaban plácidamente. Casi ni se los veía, estaban tan mimetizados con el ambiente que, si en ese momento hubiera irrumpido la policía para un embargo, fácilmente se los hubieran llevado, confundiéndolos con el mobiliario. Eran los informantes que Joe había encontrado en su previa recorrida por la aldea.

Nos acercamos y Joe inició el ritual de saludos y presentaciones de rigor.

-Amigos, este es el hombre de quien les hablé que está buscando información sobre un sacerdote irlandés nacido y criado en Greenbrae y que ahora vive en América, y este –señalando ahora a Collins- es un importante oficial federal de los Estados Unidos que viene a respaldarlo en su tarea.

Los ancianos inclinaron levemente sus cabezas y estrecharon nuestras manos con respeto, tras lo cual tomamos asiento. Joe, que ya había forjado cierta confianza con el tabernero, le ordenó desde la mesa:

- ¡Seamus! ¡Vamos a demostrarle a estos yanquees cuál es la mejor Red Ale del mundo!

Prestamente, el hombre tomó cinco vasos, tres para nosotros y dos más para los viejos. Se apostó frente al viejo dispensador Tritón y pasó a llenarlos con una cerveza tan roja como la misma sangre y tan fresca como las noches en la verde pradera a la que le cantaron y escribieron tantos gloriosos vates de Eire.

Al llegar las pintas, Joe levantó primero la suya y dispuso un brindis. Al alzar todos nuestros vasos, uno de los ancianos, a quien llamaremos “el primero”, por razones de comodidad narrativa, proclamó a viva voz:

-¡Nár thug Dia níos lú ná seo dúinn choíche!.

-¡Slainte!! (¡Salud!) clamó “el segundo” y todos chocamos nuestros profanos cálices.

Collins me miró buscando la traducción, la cual llegó enseguida pero, esta vez, de boca de nuestro amigo y anfitrión Joe O’Brian:

-Mi querido Steve, este es un antiguo brindis celta que se podría traducir como "Que Dios no nos dé nunca menos que esto"…

-Es una buena apelación a la generosidad del Creador, le dije a Collins.

-¡Absolutamente! Cuando regresemos a casa se lo pasaré al teniente Valdez, de seguro le encantará, agregó el sargento.

Tras el brindis nos sumergimos en nuestra conversación con “los memoriosos”, quienes se mostraron interesados en saber más sobre la persona que buscábamos ya que sus frondosas memorias no registraban a ningún Sean Mulligan ni en la curia ni en la aldea.

-Ni siquiera hay una familia con ese apellido, tampoco en los pueblos vecinos y eso que tenemos casi un siglo de vivir en esta parte de la isla, dijo “el primero”.

-Yo recuerdo a casi todos los sacerdotes y seminaristas de Greenbrae desde los tiempos de “la Gran Guerra” -en alusión a la I Guerra Mundial- y nunca escuché hablar de ningún Mulligan vagando por aquí, aportó “el segundo”.

Joe me miró y me sugirió casi como una orden: ¿Por qué no le muestras el reportaje con la foto del tipo así no perdemos más tiempo?.

-Es justo lo que iba a hacer, respondí, y a continuación metí la mano en el bolsillo interior de mi abrigo y extraje el amarillento periódico cristiano, plegado en cuatro, que traía el reportaje que, años atrás, le habían hecho al entonces cura párroco de Astoria, hoy cardenal, Sean Milligan. 

Busqué abrir el diario en la página donde, a cuatro columnas, se mostraba una fotografía del prelado, desplegué el paquete sobre la mesa, lo alisé un poco con la mano y luego lo giré hacia nuestros amigos para que, lo primero que vieran, sea la foto del sacerdote. 

Habían pasado muchos años, seguramente décadas, y en esa foto Mulligan se veía mucho más joven de lo que era en la actualidad, pero esto no dejaba de ser una ventaja ya que sería mucho más fácil para los viejos el reconocer a nuestro hombre cuando las impiadosas tempestades que trae la edad no habían cumplido aun con su cruel faena de demolición.

Los ancianos miraron con atención la foto de Mulligan joven y, pasados tan solo unos segundos, sus ojos parecieron encenderse y electrificarse. Fue entonces cuando ambos se miraron casi como en un mutuo asentimiento:

-¿N é an duine a cheapann mé atá ann? (¿Es quién yo creo que es?) le preguntó “el primero” a su compañero.

-¡Go hiomlán! Is é an duine a cheapann muid atá ann. (¡Por supuesto! ¡Él es quien creemos que es!) exclamó exultante “el segundo”.

Collins rápidamente nos preguntó: 

-¿Qué dijeron?

-Que tenemos mas suerte que inteligencia, respondió Joe y agregó:

-Ah…también dijeron que esto merece otra ronda, y me miró cómplice. 

No hizo falta llamar a Seamus porque el tabernero, que tenía el oído de un tuberculoso y venía siguiendo atentamente nuestras conversaciones, entró en escena con cinco nuevas pintas llenas de roja y soberbia “Red Ale”, las cuales repartió en nuestra mesa. 

El primer trago me supo a victoria, pero luego vería que faltaba mucho más aún.

Ese había sido un gran paso en nuestra tarea. Nuestro primer día en Irlanda, sufriendo todavía el “jet-lag” del vuelo transoceánico y ya teníamos un ancla que nos clavaba en tierra irlandesa y nos aseguraba el camino a seguir.

Tanto “el primero” como “el segundo” parecían felices de conocer a nuestro sujeto. Pero la cosa no terminaba ahí. Mientras saboreábamos nuestras cervezas, “el primero” disparó, precisamente, una pregunta que iría a dinamitarnos todas nuestras hipótesis. Una carga de profundidad directa a la línea de flotación de nuestra alambicada realidad en torno al cardenal Sean Mulligan.

Abriendo sus ojos como si quisiera asirse firmemente la verdad para no dejarla escapar, “el primero” preguntó casi inocentemente:

-¿Y por qué lo llaman Mulligan?

La pregunta nos descolocó. Era mucho más que una pregunta simple con una obvia respuesta simple de nuestra parte como podría ser “¡porque así se llama!”. 

Era una puerta abierta hacia una realidad paralela, tan demente como absurda, tal como en una obra de Samuel Beckett cuyo fantasma no paraba de gritarnos desde su tumba su famosa frase “¡fracasa mejor!”. 

Entonces junté coraje y le respondí:

-Porque ese es el apellido con el que se lo conoce en América, dije sabiendo positivamente que mi respuesta era clara y absolutamente absurda.

“El primero” me miró con piedad, con las misma piedad que despierta el ingenuo, el inocente, el iluso al quien el Diablo acaba de engañar para su exclusivo provecho exactamente un minuto antes de robarle el alma. 

Con una media sonrisa casi cínica, “el primero” respondió casi encima de mi respuesta:

-Su apellido no es Mulligan, es Flanagan. Era una familia muy pobre que supo vivir en Greenbrae. Hoy ya no queda nadie vivo. Recuerdo que estudió en un seminario y fue por un tiempo una especie de párroco ayudante en nuestra iglesia, pero un día, cuando menos se esperaba, desapareció sin dejar rastros. 

-Se los dije, emigró a los Estados Unidos con la identidad cambiada, reiteró Collins, orgulloso de que su hipótesis fuera la correcta.

-Yo diría que no “emigró” sargento, más bien “escapó”, dijo “el segundo”.

Joe intentó sumergirse más profundamente en esa afirmación:

-¿Por qué dices que ‘escapó’, acaso recuerdas qué fue lo que le ocurrió? ¿Por qué abandonó el pueblo de esa forma casi clandestina?.

“Él primero” tomó la palabra:

-Se hablaron muchas cosas, ninguna buena, cotilleos de aldea, se hablaba de cosas que pasaban con los niños que asistían a sus clases de Catecismo. Repito: eran chismes de pueblo chico, y mirando a su amigo le preguntó: ¿Te acuerdas del caso del niño que desapareció junto a su familia? Yo no supe mucho de eso porque seguía en Francia cumpliendo con mi servicio militar. Terminaba la Segunda Guerra y todavía no volvíamos a casa esperando los puntos para poder hacerlo, pero tu estabas aquí.

El segundo” fue un poco más preciso:

- Se dijo que el chico había ido con quejas a su madre por cosas que el párroco le hacía en las horas libres. Parece que el joven sacerdote era demasiado “piadoso” con el niño y se pasaba de los límites. No era la primera vez que pasaba algo así en la historia de la aldea y su iglesia y siempre todo quedó en la nada. 

-En un momento, inexplicablemente, el chico, la familia y el mismo Flanagan desaparecieron casi al mismo tiempo y nunca más volvimos a saber de ellos, cerro “el segundo” no sin legítima pena.

-¿Quiere decir que nadie hizo una denuncia contra Flanagan? Pregunté y entonces “el primero” pareció saltar sobre mí con un puñal entre sus dientes:

-¡¡Denunciar a un cura ordenado por la Iglesia Católica Romana…!! Amigo ¿usted sabe donde está? Esto no es América donde la gente pasea desnuda por la calle y matan a los presidentes…¡¡Esto es Irlanda y la Iglesia no se toca ni mucho menos se denuncia…!! 

“El segundo” intervino:

-Pienso que hay alguien que puede tener información sobre este caso, y mirando a su amigo le preguntó: ¿Recuerdas tú a Milly MacFanon, la coleccionista de fotografías y recortes de diarios de Greenbrae? Hoy debe tener casi 100 años, pero dicen que está tan lúcida como cuando tenia veinte y era la campeona de danza “feis” en el club parroquial.

-¡Tienes razón, la encantadora Milly, incluso ella hasta puede tener alguna foto de los Flanagan! Hay que ir a verla y no está lejos de aquí. Si quieren, mañana por la tarde, podemos ir a visitarla, apuntó “el primero” y agregó: 

-Tenemos que ir todos, traten de ir vestidos para la ocasión, ella es todavía una “señorita” y aquí se guardan escrupulosamente las apariencias.

-Sí, la misma discreción con que los curas abusan de los niños, pensé inmediatamente, pero afortunadamente no abrí la boca. Joe me miró y sonrió como si hubiera escuchado mi pensamiento…telepatía entre periodistas, pensé.

Collins pareció pensar lo mismo y no salía de su asombro. Joe ponderaba y remarcaba nuestra buena suerte y el cardenal Mulligan, era un fantasma de Greenbrae que nunca existió y que en realidad se llamaba Flanagan. La vida es como la rueda de la fortuna, gira que te gira y a veces queda mirando hacia abajo y otras veces mira hacia arriba, pero nunca cesa de rodar.

Fisicamente estábamos agotados. Entonces, decidimos que era hora de ir a descansar. Nos levantamos para despedirnos hasta el día siguiente a la tarde, cuando iríamos a visitar a la “señorita” MacFanon con ricos bocadillos para el té de las 5.

Mientras “los memoriosos” se quedaban en la taberna un rato más, nosotros empezamos a salir parsimoniosamente. 

Yo era el último de la fila por lo que, al llegar a la puerta, “el primero” me lanzó un grito desde el fondo que me congeló la sangre:

- ¡Hey yankee…! ¿Sabía que él tuvo un hermano gemelo…?


(Continuará)

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