Era diciembre de 2004 y en Liniers el clima se cortaba con cuchillo. La derrota ante Almagro en el Amalfitani había dejado un sabor amargo. Insultos, bronca y desazón se mezclaban en la tribuna de un club acostumbrado a pelear arriba. El ciclo de Alberto Fanesi llegaba a su fin y el equipo necesitaba un golpe de timón.
La dirigencia apostó por Miguel Ángel Russo, un técnico de perfil bajo, metódico y con un sello propio: trabajo, disciplina y sentido colectivo. No todos lo recibieron con entusiasmo. Las dudas eran muchas, pero el rosarino empezó a construir desde el silencio.
La pretemporada en Uruguay marcó el punto de partida. Nadie imaginaba que ese grupo, golpeado y sin confianza, terminaría seis meses después levantando un trofeo. El Clausura 2005 no empezó bien: tres fechas sin ganar, sin goles a favor y con Vélez jugando de local en Huracán por cuestiones de seguridad. El murmullo crecía.
Miguel Russo convenció a un grupo de jóvenes, que venía de lograr el subcampeonato, de que el objetivo era coronarse. Seis meses después de su asunción Vélez consiguió su sexta estrella en el ámbito local.
Hasta que un gol cambió la historia. Rolando Zárate, con un derechazo ante Lanús, cortó una sequía de más de 400 minutos sin gritos y encendió la chispa de la resurrección. Desde ese momento, el equipo empezó a encontrar su forma.
Fútbol, carácter y destino
Russo repitió una frase que se volvió bandera: “Los jugadores que saben siempre se juntan”. Y así fue. Castromán encontró su lugar en el área, Gracián manejó los hilos del mediocampo, Somoza fue el equilibrio y Cubero el alma del vestuario.
Vélez encadenó triunfos clave: el 3-0 ante San Lorenzo, la victoria en la Bombonera y el golpe en La Plata ante Gimnasia marcaron la consolidación. El equipo jugaba con autoridad, solidez y hambre.
En abril llegaron los momentos bisagra: el gol del “Tano” Gracián sobre la hora ante Banfield y el tanto de Castromán para revertir el resultado en Rosario. Fue ahí cuando Russo entendió que su grupo estaba para cosas grandes. “Esta tarde me di cuenta de algo”, dijo tras una derrota frente a Quilmes, a tres fechas del final. Esa noche, durmió tranquilo.
El 26 de junio de 2005, el Amalfitani fue una fiesta. Con el estadio colmado y una ciudad entera teñida de azul y blanco, Vélez goleó 3-0 a Estudiantes y se coronó campeón. Cubero, Zárate y Castromán sellaron una campaña brillante: 11 triunfos, 6 empates, solo 2 derrotas, 32 goles a favor y apenas 11 en contra.
El Fortín volvió a lo más alto después de siete años. La ruleta del destino, que tantas veces le había sido esquiva, se detuvo en Liniers. Russo, el hombre resistido al principio, se convirtió en símbolo de un título inolvidable.
Un campeón con sello propio
El Vélez del 2005 fue más que un equipo campeón. Fue una idea hecha fútbol. Orden táctico, intensidad y convicción fueron las bases de un grupo que devolvió la mística a un club acostumbrado a mirar desde arriba.
El tiempo le dio la razón a Russo: trabajo, confianza y fe en los jugadores formados en casa. Esa mezcla explosiva construyó un campeón que todavía hoy emociona a los hinchas.
Porque ese Vélez no solo ganó un torneo. Volvió a creer en sí mismo de la mano de Miguel Ángel Russo.