Cuando se habla de los grandes ausentes del Mundial de 1986, el nombre de Miguel Ángel Russo aparece como una deuda del destino. Era el motor de aquel Estudiantes campeón del ‘82, el alumno perfecto del “bilardismo”. Ordenado, táctico, comprometido y solidario con la pelota, Russo representaba la esencia del equipo que Carlos Salvador Bilardo quería trasladar a la Selección.
Tenía su boleto asegurado a México. El propio Bilardo lo había dirigido, conocía su entrega y su inteligencia dentro del campo. Pero a comienzos de ese año, el destino metió la pierna fuerte: una caída en la bañera de su casa le lesionó la rodilla. Aquella fractura derivó en una operación y una recuperación contrarreloj que nunca alcanzó para volver a su mejor nivel.
Russo, siempre competitivo, intentó llegar a tiempo. En la previa del Mundial ya estaba entrenando, pero el “Narigón” fue implacable: “No estás al ciento por ciento, y en un Mundial no hay margen”, le dijo el entrenador. El elegido para ocupar su lugar fue Sergio “Checho” Batista, otro volante sacrificado que terminó levantando la Copa junto a Maradona.
Años más tarde, cuando Russo ya era entrenador y había ganado la Copa Libertadores con Boca en 2007, confesó que entendió la decisión: “Carlos me dijo que lo iba a odiar y a insultar, pero que cuando fuera técnico lo iba a entender. Y tuvo razón. En aquel momento me dolió, pero después comprendí que hacía lo que debía”.
En la previa del Mundial ya estaba entrenando, pero el “Narigón” fue implacable: “No estás al ciento por ciento, y en un Mundial no hay margen”, le dijo Carlos Bilardo.
Su historia con la Selección no terminó ahí. Entre 1983 y 1985, jugó 17 partidos con la Albiceleste y marcó un gol a Venezuela en las Eliminatorias. Fue parte del proceso que llevó al título, aunque sin los flashes del Azteca. Y si algo le faltó a su carrera, fue esa medalla dorada que se le escapó por centímetros, como una pelota que da en el palo.
En 2008, la historia pareció ofrecerle revancha: tras la salida de Alfio Basile, Russo estuvo a punto de ser el técnico de la Selección Argentina. Pero, como si el fútbol le repitiera el guiño cruel del ‘86, la oportunidad se esfumó de un día para el otro. “Me dormí siendo el técnico y me desperté no siéndolo”, contó años después.
Russo es parte de esa camada de hombres que forjaron el fútbol argentino desde la inteligencia y la humildad. No fue campeón en México, pero su marca en la historia sigue tan firme como aquella que hacía en la mitad de la cancha.