EL CRIMEN MÁS HORRENDO

La tremenda implicancia del asesinato de un niño

El duro vacío de la política hacia un hecho revulsivo, inquietante, tal vez definitivo: el martirio del pequeño Salomón.
martes, 7 de diciembre de 2021 · 19:11

Cuando ocurre un hecho dramático, pero dramático de verdad, en ese terreno sinuoso que es la realidad, que a veces se nos oculta, sin que por ello desaparezca, la política actúa de manera inversamente proporcional a la importancia de ese hecho. Esquiva, gambetea, elude. Traza líneas tangentes, procura caminos de fuga. Sucede, generalmente, cuando el hecho desnuda ese costado de la realidad que adolece de ausencia de belleza, que no coincide con la estética del poder.

 Es lo que ha pasado con el asesinato de Salomón, ese niño que ahora miramos en las fotos, quien no alcanzó a llegar siquiera al nivel inicial de la enseñanza, porque un pervertido lo maltrató, lo torturó, lo violó, y lo mató. Ese niño, salido de esas zonas que no se quieren ver ni aceptar, esos costados marginales de la realidad presuntamente magnífica de Vaca Muerta, interpela ahora a la sociedad neuquina por entero, pero empezando por quienes ocupan los podios destacados.

 Los responsables de administrar el bien común, también son responsables cuando hay un mal común.

El asesinato de un niño siempre es terrible. Pero este, el ocurrido aquí, duele todavía un poco más. Duele el crimen, en su singularidad siempre emblemática; y duele la incomprensión de quienes procuran lavarse las manos apresuradamente, y levantan voces de civilizada indignación ante la reacción violenta de los nadie, de aquellos que permanecían en la zona gris, fuera de pantalla, alimento de las estadísticas, ración democrática acotada al uso clientelista, al oportunismo mezquino de quienes pastorean sus haciendas en el campo ilimitado de la pobreza.

¿Qué se puede hacer en un país que ha abandonado la educación, y con ella, a los niños?

Hace una editorial de distancia, advertíamos que en Neuquén había un estremecimiento a partir del caso de Lucio Dupuy. Ese estremecimiento se ha transformado ahora en una convulsión violenta, imposible de medir, sin posibilidad alguna de saber hasta dónde llegará. Porque han asesinado la inocencia, y, por tanto, solo nos queda la culpa.

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