En un país donde la inflación reconfigura mes a mes los hábitos de consumo, un fenómeno silencioso crece en hogares de todos los niveles socioeconómicos: la venta de pertenencias familiares para enfrentar gastos corrientes. Lo que antes se guardaba como reserva de valor, recuerdo afectivo o legado generacional hoy se transforma en una salida urgente para equilibrar cuentas. Cadenas de oro heredadas, relojes antiguos, cubiertos de plata o instrumentos guardados durante años empiezan a circular por casas de compra-venta, aplicaciones de segunda mano y joyerías de barrio.
No se trata de grandes liquidaciones ni de remates de alto perfil, sino de operaciones pequeñas y discretas, casi íntimas. La escena se repite en distintas ciudades: personas revisando cajones, evaluando qué puede convertirse en dinero y qué puede esperar. En un contexto donde los ingresos pierden terreno frente a los aumentos y donde la deuda cotidiana se vuelve más difícil de sostener, estos objetos —muchas veces cargados de historia personal— pasan a cumplir un rol inesperado: financiar la supervivencia económica inmediata.
Los datos confirman la tendencia. Según estadísticas oficiales, en las últimas dos décadas se duplicó la proporción de hogares que recurre a ahorros para cubrir gastos corrientes. Y aunque la venta de pertenencias se mantiene estable en torno al 9%, lo que cambió es su distribución: ya no es una práctica circunscripta a sectores vulnerables, sino que se expande a la clase media e incluso a segmentos de ingresos altos. Este año, más del 40% de los hogares de estratos bajos y medios declara haber utilizado ahorros o bienes familiares para sostener su vida cotidiana.
Detrás de este comportamiento, los especialistas identifican un proceso profundo y acumulativo. Gonzalo Semilla, economista y director del Observatorio de Estadísticas Regionales de la Universidad Provincial del Sudoeste, explica que no se trata de una reacción aislada ni coyuntural. “Los últimos veinte años estuvieron marcados por crisis recurrentes, devaluaciones sucesivas y un estancamiento que golpeó de lleno los salarios reales. La pérdida de poder adquisitivo no empezó este año: es un deterioro que se viene profundizando, sobre todo en los últimos siete u ocho”, señala.
A esto se suman otros factores estructurales: la informalidad laboral superior al 37%, la baja creación de empleo privado formal y la creciente dependencia del crédito para cubrir servicios, alquileres y consumos esenciales. “Cuando la economía familiar se vuelve frágil, las decisiones cambian: primero se recorta, después se usan ahorros —generalmente en dólares— y, en última instancia, se venden bienes que antes eran considerados intocables”, describe Semilla. El resultado es una descapitalización progresiva, visible no solo en los balances, sino también en la vida cotidiana.