La madrugada del jueves se puso espesa en el barrio Maronese. No era noche de jazz ni de tragos cortos en vasos largos. A las dos en punto, cuando el silencio suele ser dueño de las calles, un par de sombras se deslizaron por Pirker al 4000 con el único objetivo de arruinarle el sueño a cinco personas.
Adentro, la escena era tranquila: una mujer de treinta, su pareja de treinta y siete, su madre y dos amigos compartían la noche. Una noche común, hasta que el infierno tocó el timbre —y no esperó a que abrieran.
Los atacantes irrumpieron armados. No hubo diálogo, ni advertencias. Solo fuego. De ese que deja agujeros en las paredes y preguntas sin respuesta. El plomo encontró carne: el novio de la dueña de casa y uno de los amigos cayeron con heridas. Uno en el pecho y el brazo izquierdo; el otro, al hospital sin escalas.
La policía llegó cuando el humo ya era un recuerdo y los gritos un eco. La Comisaría 21 tomó nota, los peritos buscaron pistas entre charcos de sangre y fragmentos de la noche rota. Uno de los heridos fue al Hospital Heller, el otro al Castro Rendón. Uno pasó por quirófano, el otro tuvo más suerte.
La fiscal Guadalupe Inaudi tomó la posta. Ordenó revisar cámaras de seguridad, buscar sombras en los márgenes pixelados de la madrugada. En Maronese, mientras tanto, la calle volvió a enfriarse. Pero algo quedó flotando en el aire. Porque en esta ciudad, cuando los fantasmas tiran del gatillo, nunca disparan una sola vez.