Por esas cosas que solo parecen posibles en expedientes judiciales, un hombre que había ejercido violencia contra su ex pareja decidió, tiempo después, iniciar un proceso legal para comunicarse con la hija de ella. No era su hija biológica, aunque en algún momento la había reconocido. La Justicia le dijo que no. Dos veces.
La primera negativa llegó en febrero, desde el Juzgado de Familia de El Bolsón. La segunda, días atrás, cuando la Cámara de Apelaciones de Bariloche revisó el caso y confirmó lo que ya se sabía: ese contacto no solo no era necesario, sino que podía hacer daño.
Según consta en los fallos, el hombre había intentado mantener una puerta abierta hacia la niña, una que la madre cerró de plano: “No hay vínculo real, hay manipulación. No quiere acercarse por amor, quiere seguir ejerciendo control”, dijo. Detrás de sus palabras, un largo historial de violencia, denuncias y medidas de restricción.
Pero también hubo estrategia. La mujer fue asistida por la Defensa Pública de El Bolsón, que no se enfocó en desarmar la figura del “padre por reconocimiento”, sino en resguardar el bienestar emocional y psicológico de la niña. “El interés superior del niño” dejó de ser una frase vacía: se convirtió en el eje.
Durante el proceso, el hombre intentó acercarse a la escuela de la nena. Violó medidas judiciales. Fue advertido, pero insistió. Y esa insistencia, para la jueza de primera instancia, no hablaba de amor. Hablaba de narcisismo, de un patrón de poder, de un deseo de estar presente no para cuidar, sino para incomodar.
“El bienestar de la niña es lo que orienta la cuestión”, escribió la magistrada en su fallo. Lo hizo después de leer informes, analizar antecedentes penales, y de constatar que la menor sí tenía contacto con su verdadero padre, un vínculo que sí construía, que sí sumaba.
Aceptar la demanda hubiera sido, según la resolución, colocar a la niña “en el centro del conflicto adulto”. Convertirla en escenario de una vieja guerra que no le pertenece.
El fallo fue apelado, pero la Cámara ratificó todo. Confirmó que no existía un derecho “legítimo” a ese contacto, que no se había demostrado ningún beneficio para la menor, y que el pedido no era más que una forma de prolongar la violencia desde otro ángulo: uno que afecta sin golpes, pero no sin consecuencias.
Hubo conceptos fuertes en la sentencia: abuso de derecho, revictimización, reconocimiento complaciente (ese en el que se reconoce a un hijo a sabiendas de que no lo es). Y hubo también perspectiva de género, esa que obliga a mirar más allá de los papeles, a leer entre líneas, a entender que no todo lo legal es justo, y no todo lo legítimo es sano.