En el corazón deshilachado de Cutral Co y Plaza Huincul, donde el asfalto hierve y el silencio esconde secretos, la Policía Federal irrumpió como un relámpago: no buscaban almaceneros, sino a comerciantes de otro tipo. En vez de cigarrillos y caramelos, vendían polvo blanco. En vez de facturas, balas. Y en vez de clientes, tenían adictos.
El procedimiento, encabezado por la División Unidad Operativa Federal Zapala —con refuerzos desde Neuquén capital— desbarató dos viviendas: una hacía de búnker y depósito, la otra operaba como punto de venta al menudeo. Los vecinos lo sabían, pero nadie hablaba. En esas cuadras, el miedo tiene más poder que el timbre de la policía.
Les decían “el kiosco narco”. Un nombre casi simpático para la realidad que escondían: cocaína fraccionada, semillas de marihuana, balanzas digitales, municiones calibre .22 y teléfonos con más secretos que agenda.
La causa, a cargo del fiscal Gastón Liotard y el área de Microtráfico de Rodrigo Blanco, no cayó del cielo. Fueron meses de inteligencia, vigilias silenciosas y papeles sellados con más café que tinta. El operativo fue quirúrgico: sin margen para el error, entraron con precisión y salieron con pruebas.
“Esto no es sólo droga. Es poder, control y miedo en las calles”, explicó una fuente cercana a la investigación. Lo que encontraron no era sólo evidencia: era el inventario de un negocio ilegal montado con lógica de pyme, bajo la fachada de casas comunes.
El Ministerio de Seguridad de la Nación celebró el operativo como parte de su cruzada contra el crimen organizado. Pero en los pasillos del barrio, los murmullos siguen. Porque por cada kiosco que cae, hay otro que se rearma. Y porque en estas ciudades de frontera, donde el Estado a veces llega tarde, el narco no descansa.
“La verdad no siempre está donde la buscan, sino donde la esconden”, dijo Rodolfo Walsh una vez. Y en este caso, la escondían entre paredes manchadas, balanzas sucias y la soledad de una casa que vendía muerte en cuotas.