Abrir la puerta de su salón no parecía un acto distinto a cualquier otro día de trabajo. Sin embargo, aquel día entró un cliente muy especial: un niño que, sin saberlo, cambiaría para siempre la vida de un hombre del Alto Valle. Entre tijeras, peine y risas, se fue tejiendo un vínculo que pronto dejó de ser profesional y se convirtió en algo mucho más profundo: familiar.
Con el tiempo, el peluquero y la madre del chico se enamoraron, y su relación se formalizó con un matrimonio. Entre charlas y juegos en el salón, llegó el día en que el pequeño preguntó: “¿Puedo llamarte papá?”. Para el hombre, esas palabras no fueron solo un gesto de cariño, fueron la chispa que encendió un proceso que lo llevaría a la adopción plena por integración.
El trámite judicial no hizo más que ponerle nombre a lo que ya existía. En su entorno, en el trabajo y frente a amigos, el niño era su hijo. Pero la formalidad necesitaba ser reconocida ante la ley. Mientras la familia se consolidaba, la vida volvió a ponerlos a prueba, el padre biológico del niño falleció, y el hombre estuvo allí, acompañando desde el primer momento, sosteniendo a la madre y al niño.
Hoy, él no solo es el referente de cuidado y afecto del niño, sino que la Justicia lo reconoce como su padre. Un fallo de la Segunda Circunscripción Judicial ordenó la adopción plena por integración y la modificación del apellido, siempre respetando el derecho del niño a conocer sus raíces biológicas. La madre dio su consentimiento, y el proceso contó con la intervención de la Defensoría de Menores y del Equipo Técnico Interdisciplinario, que verificaron la solidez del vínculo y la capacidad del adoptante para ejercer la función parental.
El informe psicológico y las audiencias confirmaron lo que todos veían en la vida diaria: un lazo firme, basado en afecto genuino y cuidado constante. La jueza subrayó que la adopción consolidaría la realidad familiar, protegería la identidad del niño y garantizaría su derecho a vivir en un hogar estable.