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Domingo 21 de Diciembre, Neuquén, Argentina
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Tenía 12 años y ese 20 de diciembre de 2001 entendí que el país podía romperse

No fue una sirena, ni una cacerola, ni una imagen violenta en la televisión lo que marcó para siempre ese 20 de diciembre de 2001.

Sabado, 20 de diciembre de 2025 a las 20:30
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Fue algo más simple y más profundo: el silencio. Un silencio espeso, incómodo, que se instaló en mi casa como si alguien hubiera apagado de golpe el sonido del mundo.

Tenía 12 años. Era diciembre, hacía calor, y el calendario decía que se acercaba la Navidad. En teoría, todo debía ser liviano. Pero ese día entendí —sin que nadie me lo explicara— que algo se estaba rompiendo.

Mi papá volvió temprano del trabajo. No saludó como siempre. Dejó las llaves sobre la mesa y se sentó sin hablar. Mi mamá bajó el volumen del televisor. Nadie preguntó nada. Nadie quería escuchar la respuesta.

En la pantalla aparecían imágenes lejanas: gente corriendo en Buenos Aires, gases, policías, cacerolas, gritos. Más tarde supe que ese día Fernando de la Rúa renunciaba a la Presidencia y que el país entraba en una de las crisis más profundas de su historia. Pero en Neuquén, lejos de la Casa Rosada, lo que se sentía no era política: era miedo.

Miedo a que el sueldo no alcanzara.
Miedo a que el trabajo desapareciera.
Miedo a no saber qué iba a pasar mañana.

Esa tarde no hubo mate. No hubo radio. No hubo sobremesa. Hubo cuentas. Mi mamá sacó un sobre y empezó a contar billetes una y otra vez. No para comprar regalos, sino para asegurarse de que alcanzara para lo básico. Yo la miraba desde la puerta, sin entender del todo, pero entendiendo todo al mismo tiempo.

Nos vamos a arreglar con lo que hay —dijo mi papá.
No fue una queja. Fue una promesa.

Los días siguientes fueron raros. En la escuela, los adultos hablaban de bancos, de corralito, de saqueos. Nosotros, los chicos, repetíamos palabras que no comprendíamos del todo, pero que pesaban igual. Algunos compañeros dejaron de ir a clases. Otros contaban que sus padres se habían quedado sin trabajo. Nadie sabía qué decir. Nadie sabía qué esperar.

En los supermercados faltaban cosas. En las calles se respiraba tensión. En los barrios, sin embargo, empezaron a aparecer gestos que todavía hoy emocionan: vecinos que se prestaban comida, familias que compartían lo poco que tenían, miradas cómplices que decían “no estás solo”.

Esa Navidad no fue como las anteriores. No hubo regalos grandes ni mesas llenas. Hubo algo mejor y más fuerte: una mesa sencilla, una ensalada improvisada, un pan compartido y la certeza de que, al menos por esa noche, estábamos juntos.

Esa noche entendí algo que no se aprende en la escuela: que la seguridad no siempre está en el dinero, sino en las personas que se quedan cuando todo tiembla.

Pasaron más de veinte años. Hoy soy adulto. Trabajo, pago cuentas, me preocupo por el futuro como todos. Sé lo que es mirar el precio del supermercado, esperar un depósito, hacer números a fin de mes. Y cada 20 de diciembre, sin querer, vuelvo a ser ese chico que miraba a sus padres tratando de ser fuertes para que él no tuviera miedo.

Ese día entendí que los países pueden caerse en un segundo.
Que nada está garantizado.
Que la estabilidad es frágil.

Pero también aprendí algo más importante: que incluso en los peores momentos, hay personas que sostienen, que abrazan, que resisten sin hacer ruido.

No fue una fecha histórica para mí por los nombres que aparecen en los libros.
Fue histórica porque ese día dejé de ser chico.

Y porque, como tantos neuquinos y argentinos, entendí que aun en el peor diciembre, la vida sigue.
A veces con menos certezas.
A veces con menos cosas.
Pero con algo que no se rompe tan fácil: la capacidad de seguir adelante.

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