Hace semanas escucho desde distintas voces la palabra hartazgo. ‘Siempre es lo mismo’, ‘nada va a cambiar’ o ‘cambiar para que nada cambie’. La participación de la sociedad de manera explícita muestra un descenso en el compromiso con la cosa pública. Pensemos en su definición, el hartazgo es la sensación de cansancio o aburrimiento que se produce al realizar una persona la misma actividad de manera repetitiva o excesiva. Según la Real Academia española (RAE).
En otras palabras, no se tolera sentir ese más de lo mismo, esa iteración. Pero ¿cómo combatirla? Y aquí es donde recuerdo la propuesta de un escritor argentino que retomaba una idea propia de las vanguardias frente a una realidad en la que el mundo y los sujetos ya no se respetaban demasiado: la creatividad.
No se trata de crear una realidad, sino de empezar a ver aquello que nos rodea desde una perspectiva nueva. En el poemario Espantapájaros (al alcance de todos) de 1932, la voz de una abuela nos señala con lucidez incontrastable algunas máximas de las que es difícil hacerse el distraído:
“La vida —te lo digo por experiencia—es un largo embrutecimiento. (…)
“La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas. Poco a poco nos aprisiona la sintaxis, el diccionario, y aunque los mosquitos vuelen tocando la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles. (…).
“Por eso —aunque me creas completamente chocha—nunca me cansaré de repetirte que no debes renunciar ni a tu derecho de renunciar.”
Quizás ver un poema escrito en prosa como el que citamos ya sea una manera de mostrar cómo salir de aquella telaraña que menciona y nos tapa los ojos: los versos son más estrechos, esto no es poesía. Pero sí lo es. Llamarla poesía o no es demostrar el coraje de sostener lo que realmente pensamos. Encajar es no decir para no desencajar diciendo lo que está frente a nuestros ojos.
“La vida es un largo embrutecimiento” –dice la abuela– como si hubiera que desandar ese camino en el que confiamos tan ciegamente: crecer nos hace más sabios. Pero en ese andar, vamos perdiendo la libertad de pensar que las mariposas nos están saludando cuando pasan cerca, diría el poeta. La poesía, particularmente en este caso, pone en evidencia la falsa escuadra que se pretende disimular. Aquella en la que se busca encajar y ser políticamente correcto. El primer poema de este libro dice así:
Yo no sé nada
Tú no sabes nada
Ud. no sabe nada
Él no sabe nada
Ellos no saben nada
Ellas no saben nada
Uds. no saben nada
Nosotros no sabemos nada.
La desorientación de mi generación tiene su expli-
cación en la dirección de nuestra educación, cuya
idealización de la acción, era —¡sin discusión!—
una mistificación, en contradicción
con nuestra propensión a la me-
ditación, a la contemplación y
a la masturbación. (Gutural,
lo más guturalmente que
se pueda.) Creo que
creo en lo que creo
que no creo. Y creo
que no creo en lo
que creo que creo.
" Cantar de las ranas "
¡Y ¡Y ¿A ¿A ¡Y ¡T
su ba llí llá su ba
bo jo es es bo jo
las las tá? tá? las las
es es ¡A ¡A es es
ca ca quí cá ca ca
le le no no le le
ras ras es es ras ras
arri aba tá tá arrí aba
ba!... jo!... !... !... ba!... jo!...
Ese es el espantapájaros que da nombre a la antología. Un caligrama (un poema que forma un dibujo) con una cabeza que puede conjugar, pero en esa conjugación escolarmente exitosa lo que se repite es la ignorancia. El torso, sarcástico con la forma de enseñarnos a pensar el mundo y la realidad se extiende hasta unas piernas redundantes que invitan al lector a reír con ellas.
Dirán: “Esto no es poesía”, sí lo es: es la expresividad de un emisor que intenta desacralizar discursos que ya no dicen, no comunican porque saturaron con la forma y vaciaron el contenido. La poesía no viene a cambiar la realidad, viene a invitarnos a pensar nuevas maneras de considerar el mundo, con otras palabras, con intenciones realmente ligadas a comunicarse con el otro, el que lee, escucha y ve. Pero para que eso suceda, debe haber un espíritu que sinceramente deseé conectarse con los otros y verlos.