Amanece en Greenbrae.
La idea era partir cuando saliera el sol, pero todavía faltaba tiempo y aun podríamos desayunar, cosa que no hicimos por los nervios de la partida.
Las maletas estaban listas, prolijamente acomodadas en el compartimento de carga del Land Rover de Joe O”Brian, que estaba estacionado en la puerta de la casa.
Detrás del jeep de Joe se ubicaba otro vehículo, más grande y con capacidad para unas ocho personas, incluido el conductor. Era el transporte de nuestra custodia de la Interpol. Ocho hombres armados hasta los dientes y listos para entrar en acción si era necesario.
Valdez y Collins iban seleccionando armas de varios cajones de madera que los hombres de la Interpol habían traído para reforzar nuestra seguridad personal. Los marshalls pasaban revista a fusiles de asalto, pequeñas ametralladoras, granadas de mano, explosivas y de humo, fusiles de francotirador con miras telescópicas y hasta puñales de combate.
Pese a no ser personal de seguridad, me acerqué a Valdez movido por mi propia curiosidad y cierto impulso lógico de autodefensa.
-¿Discúlpeme teniente, no habrá un arma para mí?, le pregunté a Valdez quién me miró como lo haría un padre que mira a su hijito de ocho años que acaba de pedirle un rifle de aire comprimido.
-Cuando crezca, me respondió secamente.
¡Otra vez la típica respuesta paternalista del teniente John Valdez!. En otra época de mi vida, cuando yo era un inseguro y joven reportero tratando de abrirme camino a través de la maleza emponzoñada de una jungla de caníbales con carnet, me hubiera enojado semejante gesto de desconsideración hacia mí, pero ahora que navego de regreso por la ribera de los cuarentas, su respuesta, más que una ofensa, me trae una caricia de mi padre, el indiscutido héroe de mi infancia.
Mi padre había hecho toda su carrera en la Marina de Guerra, en la especialidades de artillería y armas y desde que yo era un tímido niño pequeño, vestido de marinerito, solía llevarme en mis días libres al polígono de tiro de la base naval, donde él estaba destinado, para hacerme disparar armas de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea.
Así pasaba yo algunas de mis tardes libres disparando hacia un terraplén de tierra con un americanísimo fusil Garand M-1 calibre .30 o con un muy germano fusil Mauser 7.65 mm, lo cual para mí era poco menos que una excursión al paraíso terrenal.
Cuando ya era un adolescente, recuerdo que podía disparar sin problemas con cualquier arma que tuviese en mis manos y, contra lo que opinaban las personas “bien pensantes” de mi pueblo, que criticaron duramente a mi padre, la habilidad adquirida por mí tras esas excursiones al polígono de la base naval, lejos de volverme antisocial y violento como esa gentuza pronosticaba, me ayudaron a valorar la vida humana y respetar a los que no pensaban como yo.
Para ser un joven americano promedio, yo era una suerte de “rara avis” a tal punto que, en el país de las armas de fuego de venta libre, la única arma que adquirí, ya siendo un adulto, fue mi palabra expresada libremente como periodista.
Valdez se dio cuenta de que pudo haberme herido con su comentario y se acercó hasta mí para reparar al daño:
-¿Si mal no recuerdo usted está familiarizado con armas de guerra?
-Si teniente, mi padre, Master Chief Petty Officer retirado de la Marina, se encargó de entrenarme cuando yo era un niño. Y creo modestamente que lo hizo muy bien.
Valdez pensó por un instante mientras miraba los cajones de madera y, sin quitar los ojos de tremendo cargamento de artefactos letales, me dijo:
-Le aconsejo que tome un M-16 con bastante munición de repuesto y por las dudas una Colt .45 como arma alternativa. El resto se lo dejamos a nuestros amigos de Interpol para que se diviertan, y me guiñó un ojo mientras me palmeaba la espalda.
No había dudas –pensé- por cada una de las siete vidas del teniente Valdez le late un corazón.
Para evitar arrebatos inesperados, Valdez llevaría el maletín de cocodrilo con los documentos asegurado a su muñeca izquierda por un par de esposas. Tanto él, como su principal hombre de confianza, el sargento Stephen Collins, traían consigo sus respectivas pistolas Colt .45, aunque solo el sargento portaría un M-16 ya que el teniente Valdez estaría dificultado de operar con un rifle cuando tenía su mano izquierda esposada a su pesado maletín.
Mientras esto pasaba, Joe revisaba una y otra vez la legendaria ametralladora Sten, emblemática arma de los comandos del SAS británico, que le había suministrado el comandante de la Interpol en Greenbrae.
-Hubiera preferido un AK-47, me confesó Joe en un momento..
-¿Un Kalashnikov...? No es un arma de la NATO precisamente.
-Sí, pero es mucho mejor, sentenció, con razón, mi fiel amigo O’Brian.
En el ambiente de las armas de guerra históricas, corrían muchas versiones de problemas que tendrían las Sten a la hora de disparar en automático.
Estos problemas podían incluir disparos accidentales, vaciados incontrolados del cargador en modo automático y fallos de seguridad.
Joe estaba conmigo cuando llegó al capitán y preguntó si todo estaba bien, y esto lo dijo mirando la Sten en las manos de Joe.
Mi amigo fue al grano: temía que su arma no fuera confiable, le dijo al capitán.
El oficial miró a su alrededor y descubrió una fila de botellas de cerveza vacías puestas en hilera sobre una pequeña pared de ladrillos. Algo mas de veinte botellas alineadas con las que los chicos del barrio jugaban a voltear lanzándoles piedras.
Le solicitó a Joe que le pasara la Sten, tomo uno de los cargadores de repuesto que Joe llevaba en su cinturón, lo introdujo en la entrada lateral izquierda del arma, tiró de la palanca para cargarla y apuntando desde su cintura hacia la fila de botellas abrió fuego continuo hasta acabar la provisión de munición del “magazine” que serian unas treinta y dos balas calibre 9 mm. Ninguna se atascó, el tirador estuvo en control del fuego del arma en todo momento, todas las balas salieron limpiamente, sin problemas.
Cuando el humo se disipó no quedaba una sola botella en pie sobre la pared. El capitán le regresó a Joe el arma, la cual estaba tan caliente como si la hubieran sacado de un horno. Fue hasta un cajón y trajo varias cajas de munición calibre 9mm para la Sten, y al dárselas, el capitán miró a Joe y le dijo:
-No es el arco, es el indio, todo depende de la confianza que usted le tenga al arma y cómo la haya cuidado, limpiado y aceitado. Si usted confía en esos nobles mecanismos que usted supo cuidar, ella le responderá, de lo contrario, por más buena marca que tenga el arma que usted use, terminará fallándole, inexorablemente. Y concluyó:
-Los británicos, y como buen irlandés que soy debo reconocerlo, vencieron a los alemanes con este adefesio que a veces llegaba a dispararse sola. Pero los “brits” sabían que no tenían otra alternativa: o ganaban con lo que tenían o morían.
Con la última maleta acomodada en el compartimento de carga del Land Rover y su compuerta cerrada y asegurada, estábamos listos para decirle adiós a Greenbrae, la pequeña localidad de 500 habitantes del oeste irlandés donde estuvimos viviendo un par de días llenos de intensas experiencias.
Como en los pueblos chicos las noticias suelen viajar rápido, varias personas de la aldea se habían levantado de la cama y acercado hasta la casa, solo para vernos partir. Pero entre los vecinos que llegaron para decirnos adiós estaban nuestros amigos los viejos Liam y Derek, nuestros primeros “cicerones”, y Patrick O’Flaherty III, director del único diario del pueblo, quien se apersonó, vestido como para la cacería del zorro y portando una hermosa cámara Rolleiflex digna de un coleccionista de obras de arte.
-¿Cómo está mi colega americano?, me disparó al acercarse para saludarme.
-Todavía respirando –respondí- y espero seguir haciéndolo.
-Tengo toda la información de lo que está sucediendo, pero decidí no publicar nada hasta tanto no estén las cosas seguras ¿se entiende?, aclaró.
Valdez se acercó a saludarlo. El teniente había escuchado lo que Patrick me había dicho y sintió que debía aportar algo más al contexto:
-Le agradeceríamos que nada de esto saliera publicado hasta que hayamos dejado el país, lo cual ocurrirá en un par de horas. Usted podrá tener muy buena información, sin ponernos en peligro, cuando hable con mi amigo el siempre simpatiquísimo director de Interpol-Dublin, James Neville, un primor de hombre.
Esto ultimo lo subrayó mirándome con una sonrisa pícara y guiñándome un ojo, como siempre solía hacerlo.
Patrick sabía lo que todos ya sabían, pero a medias por supuesto: Que los americanos dejábamos Greenbrae y que el temible Carmel Flanagan estaba muy enfermo y por eso lo trasladaron al hospital en Shannon donde, a esta altura de la mañana, habría aproximadamente un centenar de efectivos policiales, de seguridad y militares, custodiando el nosocomio ante eventuales intentos de asesinar al asesino.
Lo que el editor desconocía era que Carmel se estaba muriendo y que su vida terminaría de un momento a otro. También ignoraba el pacto que Valdez había sellado con Carmel por el cual éste le otorgaba una descomunal catarata de documentos probatorios contra su hermano el cardenal Cian Flanagan, a esta altura alias Sean Mulligan, a cambio de no detenerlo y dejarlo morir tranquilo al cuidado de su gran amor Milly MacFanon.
Patrick preguntó, tan solo por curiosidad:
-¿Alguien sabe donde andará Milly? Antes de salir para acá la llamé por teléfono pero no atendió. Valdez no sintió que estuviera revelando algún plan secreto de operaciones y le respondió:
-Está en Shannon, cuidando a Carmel.
-Como dicen ustedes los “yanks”: ¡“Wow”!, exclamó el periodista.
El jefe de la custodia de Interpol en nuestro viaje, un joven teniente de atildado uniforme y un compacto rifle M-16 de paracaidista, se acercó a Valdez y le habló casi en secreto. El Marshall lo escuchó atentamente y tras asentir con la cabeza caminó hasta donde estábamos esperando con Joe y Collins y allí nos dijo como en un murmullo:
-Nos vamos.
Nos abrazamos con los viejos Liam y Derek y con Patrick que no pudo evitar desearnos, a la manera anglosajona un buen viaje:
-¡Godspeed “yanks”!, gritó, mientras agitaba su mano saludando como si estuviera en el puerto despidiendo a unos parientes que partían hacia el Nuevo Mundo.
Devolvimos los saludos y Joe encendió el motor de su Rover que bramó como lo hace el trueno en medio de la noche tormentosa.
El poderoso sonido del motor encendiéndose me sobresaltó. Confieso que me asustó por un momento. Joe colocó la primera marcha y emprendimos el viaje con los ochos efectivos de la custodia de Interpol siguiéndonos a una media distancia, esto significaba: ni corta ni alejada pero absolutamente segura.
Un vacío se hacia sentir en medio de mi pecho, sensación que yo reconocía como una señal de mi cuerpo ante la incertidumbre de lo desconocido. Las preguntas acorralaban mi mente que, como siempre, bregaba inútilmente por mantenerme tranquilo en medio de la adversidad para así lograr sobrevivir.
¿El cardenal se habría enterado de nuestros movimientos? ¿Qué nos esperaba en estas dos, tres horas o más horas de atravesar la desértica y húmeda turba irlandesa, siendo todavía de noche? ¿Y si hoy nos tocaba morir?...preguntas que por ahora no tenían respuesta.
De pronto, una voz interior en mí comenzó a repetir, a la manera de un mantra, la frase de Julio César tras cruzar el río Rubicón y entrar en Roma con sus legiones convirtiéndose así de un héroe en un traidor:
-¡Alea Jacta Est!... ¡Alea Jacta Est!... ¡Alea Jacta Est!
La suerte estaba echada.
(Continuará)