Llevábamos cerca de una hora de viaje sin novedades a través de la campiña y la turba rocallosa irlandesa. Seguidos de cerca por el Rover de la Interpol, Valdez dormía en el asiento del acompañante del conductor quien era, para el caso, mi amigo y colega Joe O’Brian.
Valdez llevaba el maletín de documentos de Carmel Flanagan esposado a su brazo izquierdo, mientras que su mano derecha se apoyaba relajadamente en la pistolera que contenía su Colt Government calibre .45 modelo 1911. La mítica arma de puño con la que los Estados Unidos ganaron la Segunda Guerra Mundial.
Yo ocupaba junto con Collins el asiento trasero del Land Rover de Joe y por momentos me dejaba ganar por el sueño. El joven sargento dormía tan plácidamente como su jefe y frente a nosotros el cielo empezaba a abrirse al nuevo día que la claridad agazapada tras los montes empezaba a anunciar.
En un momento sentí sed y me incorporé para pedirle a Joe el termo con té que él mismo había tenido el buen gusto de traer. Me llamó la atención cierta tensión en su cuerpo que detecté al instante. Lo primero que un periodista aprende cuando cubre una guerra es percibir los cambios en el ánimo o la tensión corporal del compañero.
-¿Qué te ocurre?, le pregunté sabiendo que verdaderamente le estaba ocurriendo algo no habitual.
Joe paró el Rover a un costado del camino, justo antes de ingresar en un pequeño cañadón que rodeaba y casi cubría ambos lados de la carretera. Los refuerzos que nos venían siguiendo copiaron la maniobra de Joe y se detuvieron inmediatamente detrás nuestro. El jefe del pelotón bajó del jeep con su M-16 versión paracaidista en ristre y nos preguntó si todo andaba bien.
Mientras esto ocurría Joe hiperventilaba como si las alarmas se le hubieran disparado todas juntas.
-¿Qué diablos te pasa Joe?, insistí y el me respondió:
-Vas a decir que se trata de otro de mis chistes irlandeses.
-No voy a decir nada de eso, pero dime qué ocurre.
Valdez y Collins se despertaron sobresaltados como si el clarín hubiera llamado a simulacro de combate.
-¿Qué pasa O’Brian?, le preguntó Valdez y Joe respondió buscando mi mirada:
-¿Recuerdas cuando mencioné en broma aquella emboscada en Phnom Penh?
-Sí, solo que ahora algo me dice que no era un chiste.
-Correcto, ¿A qué te recuerda este cañadón?, me inquirió señalando los montes al frente.
Yo no tenia dudas de la respuesta, ambos habíamos sufrido esa emboscada del Khmer Rojo, la fracción comunista de la etnia Khmer en Camboya, donde cubríamos la guerra como en tantas otras guerras. De milagro, Joe y yo sobrevivimos a ese ataque pero seis periodistas colegas y amigos nuestros murieron en esa encerrona. Por eso fui lacónico en mi respuesta:
-Ya sabes qué me recuerda, pero no creo que sea la misma situación, dije, para calmarle la adrenalina.
-Es verdad, solo que ahora me pareció ver en algunas cabezas asomándose entre las piedras. Parecen armados.
El jefe del pelotón ordenó a sus hombres ocupar puestos para el combate y de inmediato tomo su radio y pidió refuerzos terrestres y apoyo aéreo cercano. Esto ultimo significaba la visita de un par de cazas bombarderos F-4 Phantom armados con bombas incendiarias Napalm. El terror del Viet Kong.
Por su parte, Valdez sacó las llaves del maletín que traía colgadas del cuello con una cadena y se libró de las esposas que lo retenían. Antes de partir de Greenbrae, Valdez tomó la precaución de llenar el maletín de cuero de cocodrilo que le había dado Carmel con cientos de papeles sin valor.
Al mismo tiempo guardó los valiosos documentos probatorios en una solida maleta de titanio con combinación, amablemente cedida por el inefable James Neville y dicha maleta, a prueba de balas, fuego, agua, ácido, explosión nuclear o terremoto, fue a parar a un piso de doble fondo que Joe había sabido instalar en su Land Rover para evitar requisas inconvenientes.
Valdez dejó la maleta original de lagarto bajo el asiento y tomó el fusil M-16 que había traído consigo.
-Si buscan un maletín de lagarto con las pruebas se llevarán una sorpresa, se ufanó Valdez y con razón.
Uno de los hombres de la Interpol se había apostado en el techo de su vehículo con un fusil de francotirador calibre .50, munido de una mira infrarroja y cubierto por una red de camuflaje que lo ocultaba totalmente. En pocos minutos este tirador localizó sus blancos, algunos eventuales atacantes parapetados detrás de las rocas de los montes y se preparó para disparar.
El francotirador le pasó el dato a su jefe y todos endurecieron sus posiciones apuntando a los montes y preparándose para la lluvia de fuego que sobrevendría en cuestión de minutos sobre nuestras humanidades.
Valdez repartió cascos militares a todos los del primer Rover. Yo tomé el M-16 que me habían dado y Joe hizo lo propio con su ametralladora Sten. La situación era tan mala o tal vez peor a la vivida por nosotros en la capital de Camboya años atrás.
Mientras nos preparábamos descubrimos que, paralela a la carretera, se abría una zanja de riego abandonada la cual nos ofrecía la protección de una rudimentaria trinchera. Ocupamos posiciones y nos preparamos para el infierno.
De pronto, sucedió lo impensable: el comandante del pelotón de la Interpol sacó un megáfono del jeep y caminó unos pasos por delante de los vehículos parándose en medio de la carretera, de frente al cañadón. Valdez lo miró como quien mira a un loco a punto de suicidarse y empezó a gritarle en voz baja:
-¡Qué hace teniente! ¿Se ha vuelto loco? ¡Vuelva atrás y cúbrase!
Nosotros no dábamos crédito a lo que veíamos. El joven oficial, inexperto evidente en estas lides, se veía tan solo frente a su destino como el sheriff encarnado por Gary Cooper en High Noon.
El oficial hizo caso omiso de las advertencias de Valdez que se desesperaba a cada segundo que el muchacho desoía su advertencia. El joven teniente de Interpol apoyó el micrófono del megáfono en su boca e intentó convencer a nuestros enemigos para que depusieran su actitud:
-¡Les habla el comandante a cargo de este pelotón de la Interpol, no tienen alternativa, los superamos en número, gritó por el megáfono y, pasados unos segundos, subrayó:
-¡Repito: los superamos en nú....!
El estampido de un arma de fuego proveniente de los montes cortó de cuajo el discurso del joven oficial resonando en todo el cañadón igual a un trueno en medio del océano.
La bala dio de lleno en el pecho del teniente, quien cayó al piso sin vida, y casi inmediatamente una lluvia de balas se abatió sobre nosotros desde todos los flancos imaginables de esa geografía.
El francotirador logró ver el origen del fogonazo del arma asesina y apuntó hacía allí abatiendo al tirador de un certero disparo en la cabeza. A éste le siguieron otros blancos identificados por el “sniper”, los cuales fueron cayendo al suelo como en un funesto efecto dominó.
El intercambio de disparos era incesante, pero aun así Valdez, quien había asumido la conducción del pelotón, logró confirmar que los atacantes no pasarían la decena. Si tomábamos en cuenta los cuatro que el francotirador había enviado al otro mundo, el número de contendientes se había reducido a unos seis atacantes mientras nosotros, contando la baja del teniente, seguíamos siendo once.
En medio del tiroteo, uno de los hombres de la Interpol tomó una pistola de bengalas y disparó algunas hacia el cielo. Iluminaron el teatro de operaciones como si se hubiera hecho de día. Eso nos facilitó la ubicación de los blancos y su consecuente aniquilamiento.
En un momento, oteando el campo de batalla con unos visores infrarrojos, descubrí a uno de esos hombres preparando lo que parecía ser un pequeño lanza misil portátil. Le pasé el visor nocturno a Joe para la identificación del arma y mi amigo me confirmó al instante:
-¡Dos posibilidades: O es un 9K32 Strela-2 de fabricación sovie2tica o es un FIM-43 Redeye del ejercito americano. La verdad es que no importa cuál sea, los dos son extremadamente letales!.
Sin dudarlo un instante, le apunté con mi M-16 y le descerrajé un par de ráfagas que lo dejaron muerto en su sitio. Hacia muchos años, desde Vietnam quizás, que no le disparaba a otro ser humano, y eso pareció conmoverme por un momento. Joe se dio cuenta de ello y me dijo mientras apoyaba su mano en mi espalda.
-Bien hecho, camarada.
Después de varios minutos de combate y con el sol comenzando a despuntar, la suerte nos favorecía y nuestros atacantes se habían reducido a tan solo un puñado de estúpidos suicidas que parecían estar buscando la muerte.
Valdez dirigía a los hombres de la Interpol haciéndolos rotar posiciones de fuego en medio del combate atosigando y ahogando a los atacantes que definitivamente estaban perdiendo el combate.
La razón de dicha habilidad del teniente Valdez me la confirmaría luego el propio sargento Collins, quien me reveló que antes de ingresar en la academia de Policía, Valdez había combatido en Vietnam en los prolegómenos de la guerra y allí había adquirido sus conocimientos prácticos de táctica, estrategia y conducción frente al fuego enemigo, lo que le valió varias condecoraciones, entre ellas la Medalla de Honor del Congreso, que le entregó en persona el presidente Lyndon B Johnson.
Mientras tanto, en el combate aun quedaban algunos atacantes disparándonos, pero no constituían un peligro. Desde nuestra trinchera improvisada los manteníamos a raya mientras iban siendo abatidos cuando la ocasión se presentaba.
Aburrido de disparar y abatir enemigos, Valdez recogió el megáfono que había usado el teniente de la Interpol, le limpió la sangre con la manga de su anorak, bebió un trago de agua para aclarar su garganta y, siempre resguardado en la trinchera, invitó a los contendientes a rendirse, pero en su clásico y convincente estilo argumentativo:
-¡A ver idiotas... ¿Me escuchan? ¿Saben contar? Ustedes son tres, nosotros once. A ustedes se les están acabando las municiones y nosotros todavía tenemos como para celebrar el Año Nuevo Chino y el Carnaval Carioca todo junto!. ¡Y en camino vienen más tropas y un par de cazas bombarderos F4 Phantom armados con bombas Napalm ¿Les suena ese nombre idiotas? ¡Napalm...! ¡Después del bombardeo los tres serán tres estúpidos rostizados!... ¡Y nosotros vamos festejar la victoria bailando alrededor de una gran fogata, en una gran fiesta pagana dedicada a los dioses de la guerra y de la muerte y ¿a que no adivinan?...
¡Ustedes serán nuestra cena, imbéciles...!
Confieso que el mensaje del teniente Valdez me dio escalofríos. Pero pareció surtir efecto porque enseguida tres siluetas espectrales emergieron de entre las rocas con las manos en alto y cierto terror dibujado en sus rostros.
Cuando los tuvimos cerca, los hombres de Interpol los redujeron y esposaron, mientras otros efectivos recorrían los montes localizando los caídos del bando agresor. Nosotros habíamos tenido una sola baja, el imprudente teniente, y algunos heridos de bala sin graves consecuencias, entre ellos Joe, quien había recibido un balazo en su brazo izquierdo.
-He recibido peores disparos, me dijo el irlandés mientras yo le espolvoreaba sulfanilamida en polvo en su herida y empezaba a vendarle el brazo.
-Me parece que nos fue mejor que en Phnom Penh, opiné.
-Ahí teníamos de jefe a un idiota y por eso murieron tantos, hoy tuvimos a un verdadero líder que nos salvó a todos, dijo, emocionado por la gallardía y experiencia bélica del dominicano.
Valdez tomó la radio y solicitó a la base que enviaran una ambulancia para trasladar el cuerpo del joven teniente.
Nosotros esperaríamos a los refuerzos que se llevarían a los tres atacantes capturados mientras nosotros continuaríamos viaje hacia Shannon donde nos esperaba la Fuerza Aérea de los Estados Unidos para llevarnos de vuelta a casa.
En eso estábamos cuando un grito de Collins desde las rocas nos puso en alerta de nuevo:
-Teniente, creo que va a querer ver esto, dijo, arrodillado ante el cadáver de uno de los atacantes.
Valdez corrió, arma en mano, hacia la ladera de la colina y hasta reunirse con su compañero. Cuando llegó, el sargento le abrió la camisa al muerto dejando ver un tatuaje en su lado izquierdo: un águila negra con sus alas extendidas, con el globo terráqueo atrapado entre sus garras y, detrás de ella, una cruz invertida en llamas.
Valdez se quedó perplejo. Conocía el significado de los ancestrales y crípticos símbolos secretos del satanismo, pero al principio prefirió dudar de su relevancia hasta que yo le abrí la camisa a otro cadáver. Se trataba del cuerpo del atacante que intentó armar el lanzamisiles portátil hasta que yo le disparé y cayó muerto.
-Teniente, creo que aquí hay otro, le dije.
Valdez corrió hasta mí y se arrodilló sobre el cuerpo observando el mismo tatuaje, idéntico, satánico, en el mismo lado del pecho casi sobre el corazón.
El teniente no perdió el tiempo. Sin guardar su Colt .45 corrió hacia donde se encontraban detenidos los tres prisioneros.
Al llegar, Valdez tomó al que tuvo más a mano y prácticamente le arrancó la camisa dejando al descubierto otro tatuaje como los anteriores, lo mismo pasó con los otros dos.
-¿Qué significa esto?, bramó el dominicano, tomando al detenido de su garganta y casi estrangulándolo.
-¿Qué significa este tatuaje, pregunté? ¡Escucha pedazo de mierda, esto no terminó, tú y tus secuaces todavía están a tiempo de morir en este páramo espantoso! ¡Aquí soy el jefe y siempre puedo cambiar de opinión y te aclaro que liquidar a tres escorias como ustedes no va a quitarme el sueño...!, les advirtió con toda su energía el veterano policía de Nueva York mientras apuntaba con su Colt a la frente del detenido.
En eso, Valdez hizo una pausa. Miró a los efectivos de la Interpol, nos miró a nosotros y miró al sicario que seguía callado. Miró entonces a sus secuaces y pareció percibir que entre ellos empezaba a abrirse una fisura por la cual el marshall podría deslizarse.
Volvió su vista al detenido y sin mover la pistola de su frente, mirándolo directamente a los ojos, repitió su pregunta:
-¿Qué significa ese tatuaje? ¿Vas a morir por tan poco?
Un ligero temblor del arma activó la tensión del prisionero por cuyo rostro se veía correr el frio sudor del pánico.
El silencio se podía cortar con un cuchillo y todos éramos, ahí parados, desdichados actores de un drama sin final.
Valdez presintió que había llegado el momento de agregarle presión a este juego y entonces amartilló aparatosamente su .45 sin quitarle la vista de encima al desdichado prisionero.
Mi mente se dividía en dos posiciones antagónicas: “¡No será capaz de hacerlo!” y, al mismo tiempo: “¿Y si es capaz de hacerlo?”. Para las dos tenia una respuesta.
En el momento de mayor tensión, el alarido de uno de los detenidos rompió en mil pedazos el silencio descomprimiendo la escena:
-Yo le puedo explicar qué significa el tatuaje, pero no nos mate.
El prisionero en manos de Valdez aulló:
-¡Cobarde traidor! ¡El Amo te matará cuando se entere!
Valdez lo había conseguido de nuevo, sin derramar una gota de sangre. Me recordó aquel comisario de la Policía Federal de Argentina que Valdez siempre mencionaba y del cual aprendió las ventajas de la presión psicológica en el interrogatorio.
El marshall desmartilló su pistola, la enfundó en su pistolera de cuero y se llevó aparte al sicario arrepentido para escuchar su versión.
Todos respiramos aliviados, en especial cuando unos minutos más tarde oímos el sonido de la sirena de los refuerzos que venían, algo tarde por cierto, en nuestro auxilio.
-Definitivamente, no fue como en Phnom Penh, me dijo Joe, mientras subíamos al Land Rover para seguir viaje hacia Shannon.
-Y a vos no te fue tan mal con la Sten, tanto que no la querías.
-Es más, le voy a pedir a Neville que me la regale, dijo Joe, y los dos reímos como dos viejos evocando sus viejos tiempos.
Unos minutos después, Valdez regreso de su entrevista con el prisionero. Llamó a Collins para sumarlo a la conferencia y nos confirmó lo que todos sospechábamos:
-El tatuaje identifica a los miembros de la secta satánica y criminal que conduce el cardenal. Después de esta derrota que sufrieron, cuando sus expectativas le dictaban una victoria, sus vidas ya no valen un penique, y tarde o temprano, en Irlanda o en Sing Sing, serán ajusticiados.
-¿No podemos intentar llegar a un acuerdo con ellos como usted hizo con Carmel a cambio de información?
-Yo hice el acuerdo con Carmel porque Carmel está muriendo si no ha muerto ya. Por esa razón me dio todo lo que me dio. Lo hizo porque siente que yo seguiré con su cruzada para eliminar a su odiado hermano gemelo. Con todo, el pobre hombre está condenado a tener custodia permanente y, si no muere algún día y si su hermano no es desenmascarado y encarcelado por nosotros, tarde o temprano será traicionado por alguno de sus guardaespaldas y será asesinado.
-Con estos tipos es imposible acordar algo. Los tres ya están muertos. No sé ustedes, pero yo puedo sentir los ojos del cardenal perforándome la nuca, en cualquier momento se nos aparecerá.
Valdez no había terminado de cerrar su frase cuando una ráfaga de ametralladora desgarró el aire y nos paralizó a la espera de un nuevo ataque. Pero no fue así. Los cuerpos de los tres prisioneros cayeron al piso sin vida en un impresionante charco de sangre. Parado frente a esa escena y ante el estupor de sus camaradas, se encontraba uno de los hombres del pelotón de Interpol con su fusil de asalto todavía humeante. Valdez corrió hacia él, pero llegó tarde. En cuestión de segundos, el policía se llevó el cañón de su fusil a la boca y antes de volarse la tapa de los sesos alcanzó a gritar:
-¡El Amo traerá justicia al mundo! Y cayó donde estaban los tres ajusticiados.
Valdez se acercó al cuerpo del otrora policía de Interpol. Le desprendió los botones de la chaqueta, la camisa y finalmente la camiseta y lo que encontró no lo asombró:
Sobre el lado izquierdo de su pecho, casi sobre su corazón, un tatuaje mostraba un águila negra tomando posesión del mundo y a sus espaldas, la cruz del martirio de Cristo invertida y ardiendo en llamas.
En ese momento llegaron los refuerzos con el mismísimo Neville al frente. Valdez se reunió con su viejo amigo y le dio toda la información de lo que había pasado. El director de Interpol se mostró consternado por la posibilidad de que más seguidores de la secta del cardenal permanecieran infiltrados en sus filas. El veterano policía se veía venir una purga, con caza de brujas incluida.
Luego de una charla informativa, ambos se despidieron con un abrazo, y Valdez se acercó a donde estábamos. Miró la escena del crimen, observó el que había sido nuestro campo de batalla y los cuerpos de los asesinados. Después, puso su mano en el hombro del sargento Collins y como si le hablara al destino exclamó:
-¡Volvamos a casa, tenemos mucho trabajo por hacer!
Y tan rápido como lo dijo, subimos al Land Rover del fiel O’Brian y pusimos proa al aeropuerto de Shannon.
A nuestras espaldas, el sol parecía acompañarnos en nuestra despedida.
(Continuará)