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Jueves 24 de Abril, Neuquén, Argentina
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Encuéntrame en tus sueños (15ta parte. Alguien acecha en el Wilderness)

La narración vuelve a ubicarnos en el Oeste americano. Se revela la misión de Esperanza, la niña que vio al asesino.
Domingo, 16 de marzo de 2025 a las 22:02

De Nueva Jersey, directo al Oeste.

Casi al mismo tiempo en que Sam y yo entrábamos al salón del cabaret-teatro “Belle de Jour” para encontrarnos con Lucinda do Amaranto da Silva o Lady Sax, en un intento más de echar luz sobre la misteriosa muerte del pianista de jazz Norman Blake, a miles de millas de ahí, un evento absolutamente decisivo para el rumbo de esta historia estaba a punto de ocurrir en un antiguo rancho del Oeste, emplazado en medio de lo que se conoce como “the wilderness”: el desierto, la naturaleza indómita, el territorio más salvaje del salvaje Far West.

En ese lugar, una niña llamada Esperanza estaba a punto de torcer la marcha de los acontecimientos con esa lógica demoledora y ese brutal sentido común que solo los niños y los dioses suelen dominar.

Hacia tiempo que Esperanza había recibido de Norman un gran sobre de papel de estraza cerrado y sellado con cinta adhesiva, repleto de lo que, al simple tacto, se percibía como papeles, tal vez fotografías, quizás documentos, para que lo tuviera en custodia.

Muchos levantarán sus voces condenatorias ante el acto de cargarle a una niña de esa edad esa tremenda responsabilidad de adultos. Pues bien, no conocen a Norman Blake y mucho menos a Esperanza, la niña que, con nueve años, solía dormir buena parte de su infancia con su madre, y con un ojo abierto, en los bancos del Central Park de Nueva York. La pequeña que se transformó en una experta en el oficio de pedir la comida que sobraba en los restaurantes del marginal Downtown de “la Gran Manzana”, donde era una especie de heroína y mascota.

Norman Blake fue quien guardó el sobre en el bolsillo interior trasero de la mochila en la que Esperanza guardaba sus libros de música para sus clases con el pianista. Las instrucciones que Norman agregó al deber de cuidar el sobre fueron más que claras: Esperanza debía custodiar el paquete y, en el caso de que algo malo le ocurriese su dueño, una mujer llamada Rosalyn se presentaría en su casa reclamando el sobre, y en ese caso debía dárselo sin dudarlo.

Como bien dicen los americanos: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. A Norman lo mataron, y María, la madre de Esperanza, hizo las maletas y desapareció con la niña al día siguiente sin dejar rastros. Ergo: Rosalyn y el sobre jamás se encontraron. Al menos hasta ahora.

Maria y Esperanza llevaban varios meses viviendo con Amanda, la dueña de casa o, mejor dicho, del rancho de sus ancestros.

Atrás en el tiempo había quedado aquel momento de crisis en que María le había confesado a su amiga que Esperanza, la noche de la muerte de Norman, “había dejado de ser una inocente niña para convertirse, con solo nueve años, en la única testigo de un homicidio”.

Amanda, por una cuestión de respeto a la privacidad de su amiga, no había querido ahondar en esa afirmación, pero ese día, en la intimidad matinal del desayuno, la vaquera decidió, en honor a la profunda amistad que las unía, que era hora de saber la verdad que se ocultaba tras esa frase y detrás de la mudanza de la citadina y su hija al salvaje Oeste.

-¿Por qué decidiste venir a vivir aquí, María?, preguntó Amanda mientras llenaba dos tazas de negro café.

María quedó en silencio como si estuviera ordenando sus pensamientos, sus recuerdos, y también su futuro y el de su hija Esperanza, quien dormía plácidamente en su cuarto, escaleras arriba.

Tomó la taza humeante que Amanda le pasaba y la asentó suavemente sobre la mesa mientras en su cabeza parecía seguir acomodando sus palabras, y al tiempo que los recuerdos, como en un film, proyectaban la macabra película de su memoria.

María sorbió el primer trago de café y empezó a desplegar su narración:

-La noche en que mataron a Norman, yo no me encontraba en casa. Había ido hasta el mercado de la calle Broadway, Barzini’s, a comprar verduras y frutas para la cena.

Tras la compra, regresé a casa caminando tranquilamente mientras pensaba en cuestiones referidas al trabajo. En casa, Esperanza estaría como siempre jugando a sorprender a Norman desde la ventana de su dormitorio que daba a la ventana del estudio del pianista, con sus caras más cómicas y ridículas, el juego que ambos habían inventado.

Al entrar en el apartamento, encontré a Esperanza echada sobre el diván llorando y temblando. Lo único que repetía sin parar era:

-¡Lo mató…lo mató…ese hombre lo mató…!

-¿Quién mató a quién? ¿Estabas viendo una de tus series negras policiales? Pregunté.

-¡Lo mató…lo mató…ese hombre lo mató…! Repitió.

Cansada, la tomé fuertemente de los brazos y mirándola fijamente a los ojos le grité:

-¡Por favor Esperanza, necesitamos estar tranquilas y saber así de quién o quiénes estás hablando!.

Por un momento pareció volver en sí y mirándome me dijo:

-Alguien estaba matando a Norman. Lo tenía tomado del cuello como si lo estuviera ahorcando y en un momento él se dio vuelta y me vio y entonces me hizo una seña con la cabeza para que cerrara la cortina. Y yo le obedecí.

-¿Te vio? El hombre que estaba con él, que según vos lo estaba matando, ¿te vio?

-No, no me vio, Norman lo tenía agarrado y hacía fuerza torciéndolo para que no me viera.

-Lo mejor va a ser ir al departamento de Norman y ver si está todo bien. Quizás fue una pelea del momento y los dos están ahora tomando café juntos y riéndose, dije, pero Esperanza respondió tajante:

-Lo estaba matando mamá y a esta altura Norman ya debe estar muerto.

-No me importa, vamos igual.

Ir desde nuestro apartamento al de Norman era fácil. Solo había que dar la vuelta a la manzana y entrar en el edificio con la llave que Norman me había dado.

Pero al dar la vuelta a la esquina las dos nos quedamos paralizadas. En la puerta del edificio donde vivía Norman estaban estacionados los bomberos, una ambulancia con los paramédicos y tres patrulleros de la policía de Nueva York, además de un par de automóviles civiles con luces de emergencia rojas rotando sin cesar, eran los autos de los forenses.

Pasamos de largo evitando complicaciones justo en el momento en que los paramédicos sacaban el cuerpo de Norman en una camilla.

Esperanza se quedó paralizada. De nada servía la manta que cubría el cadáver del pianista, Esperanza podía verlo como si estuviera al descubierto.

Nuevamente ella rompió en llanto, por lo que casi la arrastré sacándola de ahí y nos fuimos para casa.

Amanda la miró escrutándola. Era evidente que la historia estaba incompleta. No alcanzaba para explicar con totalidad el porqué de mudarse al rancho en menos de 24 horas y desaparecer sin dejar rastros.

Amanda le hizo saber a María sus reservas del caso y la madre retomó su narración:

-Esa noche le di un tranquilizante pediátrico a Esperanza, pero su sueño no fue para nada tranquilo. Finalmente se durmió para despertarse en unas horas como si tuviera una resaca de un whiskey de 5 dólares.

-Hoy no vayas a la escuela, quédate a descansar, le dije para relajarla, pero todo parecía inútil, el trauma de lo que había visto la había destrozado. En un momento dijo algo que no entendí y que no me quiso explicar.

-¿Qué te dijo?, pregunté.

-Se quedó pensativa y salió hacia su cuarto diciendo “tengo algo que hacer”. No pude saber a qué se refería.

-Probablemente tenía tarea para el hogar en la escuela y con todo el lío no la hizo, conjeturó Amanda.

-No fue eso. Yo le pregunté por la tarea y me dijo que ya la había hecho. Se refería a otra tarea que no quiso revelarme.

María volvió a quedar en silencio. El suspenso realmente resultaba exasperante. Los tiempos que María se tomaba para armar su narración eran dignos de una novela de misterio. Amanda volvió al ataque:

-¿Entonces…?

-Lo peor vendría ese día. Yo encendí la televisión para que se distraiga mientras cocinaba algo para el almuerzo. Entonces, escuché un grito de Esperanza que venía de la sala:

-¡Ahí está…ahí está…mamá…ahí está.

-Llegué a la sala en una fracción de segundo para ver que en la tele estaban las noticias del día y Esperanza estaba paralizada frente al televisor señalando lo que se mostraba en la pantalla mientras repetía: “¡Ahí está…ahí está…mamá…ahí está…”

-¿Quién está mi amor?, le pregunté y ella respondió serena: “Ése es el que mató a Norman” y cuando quise decirle que me lo señalara, el reporte terminó y el noticiero pasó a otra información.

-¿Qué mostraba la televisión?, preguntó Amanda y María respondió:

-Un acto oficial con el gobernador del estado, el alcalde de la ciudad y un montón de funcionarios y personalidades. No pude ver a la persona que Esperanza señalaba como el criminal. Pero de una cosa estoy segura: era alguien del poder, porque todos los que estaban ahí, en ese palco oficial, eran tipos poderosos y podían hacer lo que querían. Por eso tomé la decisión de escapar de Nueva York lo mas rápido posible, porque no sabía si el asesino había visto a Esperanza mirar por la ventana, porque no sabía si Norman había dicho o escrito algo en su departamento que señalara a Esperanza y su ubicación, en cualquier escenario imaginable el asesino vendría finalmente por Esperanza, por eso decidí desaparecer con ella... y creo que hice lo correcto.

Amanda se quedó pensando un instante y afirmó:

-No sé si fue lo correcto, pero estoy segura que fue la mejor idea que jamás se te haya ocurrido, en cualquier caso les va a resultar difícil dar con ustedes mientras estén aquí.

- Además, si vienen, tenemos los Winchester, dijo María riendo, tratando de romper el hielo que siempre acompaña al temor.

Las dos continuaron con el desayuno sin percatarse de que, parapetada detrás de una de las columnas, Esperanza, ya levantada, había escuchado toda la charla y había entendido perfectamente que, a partir de esa conversación, su vida había dado un giro copernicano.

Desde ese momento, Esperanza viviría en permanente vigilia, escudriñando el horizonte del “Wilderness”, el infinito mar de tierra, arena y espinas, desde donde vendrían los espíritus malignos que, según dicen los nativos de esas tierras, buscan robarle su alma virgen.

Se vistió como pudo y abrió su mochila de música buscando el sobre con papeles que Norman le había dado en custodia.

Con el paquete bajo el brazo, Esperanza salió del rancho por la puerta trasera, corriendo hacia una pequeña madriguera que había descubierto detrás del corral de los caballos. Se trataba de una pequeña cueva abandonada, probablemente obra de un mapache solitario, un hurón o algún otro animal de rapiña del desierto, pero que sería de mucha utilidad para esconder aquello que los espectros de las sombras vendrían a buscar.

Del establo, la niña se llevó un pequeño cajón de madera, antiguo envase de pequeñas frutas ahora vacío. Allí dentro colocó el sobre y clavó la tapa protegiendo el valioso contenido.

Pero antes de depositarlo en la antigua guarida de las alimañas, cortó un fragmento del sobre que contenía cierta información y se lo guardó en el bolsillo de su overall de denim. Luego depositó el cajón en el escondrijo y lo tapó con piedras y tierra.

Hecho esto, se puso de pie y corrió orgullosa hacia la casa. Ya nadie sabría qué ni dónde buscar lo que Norman tan preciadamente quiso ocultar.

Mientras tanto, en su bolsillo, Esperanza guardaba un trozo de papel de estraza con una nueva hoja de  ruta a seguir, una nueva e inesperada directiva que “el fantasma” le enviaba desde el inframundo, en el siguiente paso hacia la verdad.

Emocionada, la pequeña vaquera miró el trozo de papel y leyó para sí lo que  Norman había escrito. Con su característica caligrafía, el pianista había apuntado dos datos:

Un numero de teléfono, y un nombre: Rosalyn.

(Continuará)

 

 

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