Una relación de 16 años terminó como muchas otras, pero dejó un largo capítulo judicial. Él construyó la casa. Ella aportó al negocio familiar y también colaboró en ampliar la vivienda. Cuando la convivencia se quebró, llegaron las denuncias, una exclusión del hogar y finalmente, el conflicto por los bienes.
La mujer denunció violencia y se fue del domicilio. Luego, aunque no ocupó la vivienda, acusó al ex de no cumplir con el pago acordado por el uso exclusivo del inmueble. Así llegó el caso al fuero de Familia de Roca, donde el hombre inició la causa para definir la distribución del patrimonio.
El terreno era fiscal, la casa no estaba escriturada a nombre de ninguno, y los bienes habían sido adquiridos durante los años de convivencia. La jueza tuvo que hilar fino para definir a quién le correspondía qué.
El hombre aseguraba haber hecho un “aporte sustancial” a la construcción, con su trabajo y recursos. Pero los testimonios confirmaron que ella también trabajó en el comercio que sostenía a la familia y que hubo un crecimiento patrimonial conjunto.
La magistrada no pasó por alto el contexto: había un expediente paralelo por violencia familiar. Y con eso en mente, aplicó la perspectiva de género que ahora exige la normativa judicial. “La realidad muestra que las mujeres siguen enfrentando dificultades para acceder a la justicia, como tabúes, prejuicios, estereotipos y vacíos legales”, escribió en la sentencia.
La conclusión fue clara: cada uno se queda con el 50% de la vivienda, del terreno y de los bienes adquiridos durante la relación, incluyendo el comercio familiar y los vehículos.
La jueza dejó en claro que incluso sin papeles o registros formales, el aporte económico y personal de ambas partes durante una convivencia prolongada genera derechos concretos. Más aún cuando se dan en un marco de desigualdad estructural. “Debemos impartir justicia reconociendo la situación de desventaja en la que históricamente se han encontrado las mujeres”, sentenció la jueza.