La noche del sábado fue perfecta para el saqueo: un temporal feroz, la ruta nacional 3 a oscuras y una ermita sin vigilancia. En ese escenario, desconocidos ejecutaron un acto de vandalismo quirúrgico y despiadado. No solo destruyeron el pequeño santuario a la vera del camino, sino que se llevaron todo: la imagen de la Virgen del Rosario de San Nicolás, las macetas, las banderas, los adornos y hasta la reja que la protegía.
No fue un arrebato improvisado. Los atacantes sabían lo que hacían. La imagen estaba amurada a la pared, la reja soldada al bastidor, y aun así lograron arrancarlo todo sin dejar rastro. El nivel de destrozo sugiere que usaron herramientas pesadas, quizás incluso un vehículo para tirar de la estructura. Lo que quedó fue un hueco en la pared y una comunidad con el alma hecha trizas.
El ataque fue descubierto por vecinos al amanecer del domingo, cuando la luz volvió y la fe se encontró con el vacío. La denuncia fue radicada ante la Patrulla Rural, pero la investigación avanza a paso lento, como si el robo de una Virgen no mereciera la misma urgencia que otros delitos. Mientras tanto, el silencio institucional se vuelve más ensordecedor que el estruendo del destrozo.
Este nuevo golpe no es un hecho aislado. Se suma a una seguidilla de ataques a símbolos religiosos en la ciudad maragata, donde ya fueron vandalizadas otras ermitas y espacios de devoción. La comunidad católica, que construyó esos altares con esfuerzo y fe, empieza a sentir que la impunidad se volvió costumbre y que la fe, en Patagones, está bajo asedio.