Verano del 2015. Paseábamos por la costa brasileña y una casa de antigüedades me despertó curiosidad. “Paremos” le dije a mi familia. “Capaz encuentre un obsequio para llevarle a los abuelos”. Mi señora y mis hijos me acompañaron medio a regañadientes. Ellos prefieren “lo moderno”.
De verdad no sabía qué estaba buscando. Confiaba en que la búsqueda me muestre “algo” que pueda embolsar en papel de regalo y ornar con un moño de cinta de colores.
La casa era antecedida por un jardín grande y bien cuidado, con antigüedades tales como un arado de rejas, una glorieta cobijando atrapasueños entre reliquias, un pesado mortero de madera oscura…
Caminamos por el sendero sinuoso hasta el ingreso al comercio. La puerta de madera haciendo juego con la esencia del negocio. Una antigüedad también. No recuerdo la forma del picaporte, pero sí estoy seguro que era de bronce bien lustrado.
Detrás del mostrador un hombre delgado, alto, de bigotes, bien dispuesto a charlar en “portuñol” y acostumbrado a la visita de los turistas. Conversaba con un cliente. Y nosotros no teníamos apuro.
Entre musculosas máquinas de escribir Lexicon 80 y unas robustas cámaras réflex, una serie de cuchillos artesanales de distintos tamaños y con cabo de hueso me tentaron. No eran gran cosa. Pero se veían bonitos. Tampoco eran viejos. Por el contrario, eran de reciente manufactura.
Cuando se retiró aquel cliente que nos precedió, el comerciante se acercó para saludarnos y ofrecer su ayuda. “Bom dia” nos dijo. “Bom dia” respondí pronunciando la letra “d” de la manera que lo hacen los brasileños. Una suerte de conjunción sonora con la “y”.
- “¿Usted puede grabar la hoja de esos cuchillos si me llevo uno para regalo?”
- Sí claro. Es sin cargo.
- Entonces me llevo dos. Uno para mi papá y otro para mi suegro.
Elegí los cuchillos y también las fundas. Y nos acercamos mientras hablábamos de todo un poco hasta la punta del mostrador. Donde estaba la máquina eléctrica que usaba para bruñir el acero y también la grabadora. Él en “portuñol” y yo en castellano nos entendíamos perfecto.
- “A uno póngale el nombre de …” – y se lo señalo con el índice-
- “Mejor escríbalo, por las dudas” – me interrumpe
Y de un cajón sacó una lapicera y un papel. Un trozo de hoja A4.
- Ok – dije y escribí en mayúsculas PIRINCHO - POCHOLO.
Elegí los cuchillos y también las fundas. Y nos acercamos mientras hablábamos de todo un poco hasta la punta del mostrador. Donde estaba la máquina eléctrica que usaba para bruñir el acero y también la grabadora. Él en “portuñol” y yo en castellano nos entendíamos perfecto.
El brasileño tomó el papel, guardó la lapicera en el mismo lugar de donde la había sacado, leyó una vez, dos veces, me miró como extrañado y expresó:
- ¡Piiiiriiiincho, Poooochoooolo….! – Como arrastrando las vocales de las primeras sílabras.
- Pirincho es mi suegro y Pocholo mi papá- le dije con una sonrisa a flor de piel por lo gracioso de su expresión mientras siguió repitiendo:
- ¡Piiiiriiiincho Pooochooolo, los “nombres” que tienen estos argentinos!
Pirincho vivía en nuestra casa. Desde hace muchos años. Tantos que no importa cuántos. Y se fue con la pandemia. Huelga decir, el papá de mi esposa, el abuelo de mis hijos.