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Domingo 21 de Septiembre, Neuquén, Argentina
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No estoy acostumbrado a dormir solo

Pocholo, con más de 80 años y un carácter tan firme como entrañable, pasó un día internado en un hospital de Chepes sin ver a un médico. Entre sueros, comidas insípidas y silencios de pasillo, tomó una decisión tan simple como contundente: regresar a su casa, porque lo que más le pesaba no era la presión ni el aislamiento, sino la soledad de una cama ajena.

Domingo, 21 de septiembre de 2025 a las 14:09
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Hace unos años Pocholo ingresó al hospital en Chepes por un pico de presión. A sus ocho décadas y una yapa, de vez en cuanto su carácter impulsivo le dispara el flujo sanguíneo a valores anormales. Un mal paso, un disgusto, un imprevisto, suele ser motivo suficiente. 
Algo de eso ocurrió aquella vez por lo que acudió al hospital público en Desiderio Tello. Y de allí en ambulancia, 45 kilómetros, a Chepes. La resolución sanitaria lejos de aquietar las aguas, salpimentaron su ánimo. Y lo que vino luego, más. 
En realidad, lo que no vino. Porque en Chepes lo ingresaron a una sala común, muy diligente una enfermera le colocó una vía en una sobresaliente vena del antebrazo derecho. El piyama no es una prenda de su preferencia, así que bajo las sábanas solo vestía un calzoncillo bordó. El resto de su humanidad, como había venido al mundo. 
Pasaron las horas, la presión arterial se había sosegado, ese pico de estrés derivó en pretérito, una sensación de vacío empezó a invadirlo. Era el hambre del mediodía. La hora del almuerzo trascurrió mientras lo llevaban en ambulancia. Cuando entró al hospital, la cocina ya había cerrado. 
Cruzó los pies, con la mano libre de suero se acomodó la almohada y se dejó llevar por el sueño de la siesta. Lo interrumpió una mucama con dos tostadas y una taza de té caliente. Había dormido más de una hora. Aunque no supo calcular el tiempo, porque el reloj no forma parte de sus accesorios de uso cotidiano. 

La cama contigua estaba vacía. No había con quien charlar. El televisor de la habitación funcionaba con fichas, al ñudo era prenderlo, fichas no tenía. Se acomodó nuevamente y administró un par de horas más de sueño. La cena, típico de hospital: puré de zapallo, un triángulo de tarta sosa presuntamente nutritiva y una porción de gelatina por postre.
Así pasaron veinticuatro horas. Un día completo. El contacto era el personal de servicio con la merienda primero, la cena más tarde, el desayuno en la mañana. Con el cambio de turno, la enfermera que hacía lo de manual. Registro de temperatura, presión y el pulso. Revisar el goteo del suero y a otra cosa mariposa. 

La cama contigua estaba vacía. No había con quien charlar. El televisor de la habitación funcionaba con fichas, al ñudo era prenderlo, fichas no tenía. Se acomodó nuevamente y administró un par de horas más de sueño. La cena, típico de hospital: puré de zapallo, un triángulo de tarta sosa presuntamente nutritiva y una porción de gelatina por postre.

Fueron veinticuatro horas sin poder despejar con la intervención de una voz autorizada  el cuadro de salud que lo había sacado de su hábitat para retenerlo en una sala sanatorial mientras crecía la ansiedad por conocer de su evolución más allá de las sensaciones propias. Así planteadas las cosas, tomó la iniciativa. 
Con delicadeza sacó la cánula butterfly del antebrazo, antes sufrió un poco por el retiro de la cinta adhesiva que fijaba la vía del suero. No creas que la agujas no lo tensionan. Claro que no fue una tarea fácil. Le llevó algún tiempo, entre tomar coraje y materializar la maniobra. 
Superado el trance, buscó en la valija un toallón  (porque ese detalle no te lo conté; Pocholo siempre tiene una valija preparada para salir de viaje cuando sea y por el motivo que sea), ropa interior, desodorante y un peine. Si, el peine fino de bolsillo. Si bien se encuentra algo desforestada, los hábitos se conservan de cuando peinaba con Brylcreem o Glostora su abundante y juvenil cabellera. 

 

Fueron veinticuatro horas sin poder despejar con la intervención de una voz autorizada  el cuadro de salud que lo había sacado de su hábitat para retenerlo en una sala sanatorial mientras crecía la ansiedad por conocer de su evolución más allá de las sensaciones propias. Así planteadas las cosas, tomó la iniciativa. 


Con esos artículos en la mano enfiló hacia esa puerta interna de la habitación pintada de gris claro hace ya un tiempo (tiempo que se ha empecinado en dejar algunas marcas con los ribetes angulosos de los artefactos que completan el escenario de una habitación de hospital) y abrió las canillas de la ducha. 
Cuando el habitáculo se colmó de vapor se ubicó debajo de la lluvia caliente y en dos minutos rejuveneció notoriamente. Terminó con esa fajina, se vistió, guardó todos sus menesteres en la valija y se encaminó por el pasillo en busca de la salida. 
Fue un recorrido cortito, pero en ese tránsito se encontró con la enfermera del sector. Una mujer que lucía con abundancia de humanidad su medio siglo. Estetoscopio al cuello y en la izquierda un paquete de gasas esterilizadas, se le plantó enfrente a Pocholo y lo increpó:
-¿¡Y usted a dónde cree que va?!
-A mi casa- Respondió sin fisura.
-Usted no se puede ir, usted está internado- Casi recriminándolo 
-Sí que me voy. Mire estuve todo un día internado, en un día -intentó explicarle a la enfermera que seguía bloqueándole la salida- no me vio ni un médico. Tampoco usted que es la enfermera. Y además –entonces cambió el tono- me voy porque no estoy acostumbrado a dormir solo.
La señora de ambo y zapatos blancos giró sobre su eje y quedó mirando sin poder incidir en la decisión tomada por Pocholo que valija en mano, cruzó el umbral de salida y ganó la calle.

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