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Domingo 24 de Agosto, Neuquén, Argentina
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Chiquitín y Rastrojero: viaje de familia, recuerdos y sustos en el campo

Un caballo manso que no lo es tanto, un Rastrojero que se niega a jubilarse y tres generaciones compartiendo un momento único en Desiderio Tello. Un relato donde la tradición, la aventura y la risa se mezclan al ritmo del galope y el traqueteo de un motor eterno.

Domingo, 24 de agosto de 2025 a las 14:00
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Montar a caballo es viajar en el tiempo. Es viajar a la infancia. A las vacaciones en la estancia de los abuelos. Es la libertad. La aventura. Es el viento en la cara. Es vivir la vida al galope.

Dos días, casi tres. Pocos. Pero intensos. Mi hija, mi papá y yo en Desiderio Tello. Julio de 2019. 
“Quiero ver al abuelo” me había dicho Victoria tiempo atrás. Programamos el viaje como una escala de otro más extenso. 
La vida en Tello tiene sus ritmos y casi siempre los mismos recorridos. La casa en el pueblo y el campo. 
Siempre hay una tarea que hacer en esa lonja de tierra delimitada por un alambrado que por tan antiguo se lo debe apuntalar para que no se caiga. 
Pocholo cubre ese recorrido unas dos veces por día, promedio. Y lo puede hacer en su camioneta, en moto, a caballo o en el Rastrojero. El Rastrojero no es la camioneta. Es “El Rastrojero”
Caja de carga de madera. Motor diésel. Medio siglo de vida. Íntegramente industria nacional. 
El tiempo, la faena campestre, el uso intenso, han sido implacables. Cero frenos; luces, la del sol y la luna. Sin embargo, el Rastrojero sigue bien parado. Arrancando siempre. Marchando a ritmo cansino, pero marchando. 
La cabina angosta nos obliga ir apretados los tres. Un viaje largo te esmerila las cuerdas vocales. Hay que gritar para escucharse en ese ruidoso habitáculo.
-“Vamos a ensillar el Chiquitín así lo traemos hasta la casa” – nos dice Pocholo.
La idea me seduce. Montar a caballo es viajar en el tiempo. Es viajar a la infancia. A las vacaciones en la estancia de los abuelos. Es la libertad. La aventura. Es el viento en la cara. Es vivir la vida al galope.

“El Rastrojero”, caja de carga de madera, motor diésel. Medio siglo de vida. Íntegramente industria nacional. 

Casi sin darme cuenta, estamos llegando a la tranquera. Punto muerto, motor regulando y la inercia nos lleva hasta reposar las ruedas delanteras en un pequeño surco en la huella. Es el freno de tierra. O mejor dicho, en la tierra. La forma de detener esa estructura latosa y resistente. Si no existiese esa pequeña depresión del suelo, nos estampamos contra la tranquera.
Ya en la represa Pocholo despliega su estrategia. “¡¡Chiquitín!!” grita bien fuerte y sacude el morral cargado de maíz. Una golosina irresistible para el animal que al tranco largo se acerca a comer mansamente. 
Mientras disfruta del manjar, con un cabestro le rodea el cuello y se deja conducir hasta el galpón.  Una perdiz asustada emprende vuelo rasante. Es parte del paisaje apacible del campo.  
- “Ensillalo nomas” – me pide Pocholo. – “Y llévalo a la casa. Anda por la costa del alambre. Te sigo en el Rastrojero con Victoria”
Con los últimos granos de maíz, el morral cede lugar al freno. La montura ya está ajustada. El caballo es manso, o eso creo. Es el compañero infaltable de Pocholo siempre que hay un desfile “gaucho”. 

Miro a la derecha y el Rastrojero, con Pocholo y  Victoria, marchan a la par. Con el brazo extendido por la ventanilla abierta me hace señas para que me retire de la banquina, que me acerque al alambrado.  Quizá conoce el  terreno, quizá una vizcachera pienso. Un toque suave con las riendas y nos desviamos un poco. Seguimos galopando. Disfruto el placer de galopar pensando en la libertad

El día es apacible, con sol y buena temperatura. Estribo y voleo la otra pierna. Aún no he perdido esa capacidad. Tomo las riendas con una sola mano, las emparejo y doy el primer taloneo suave. Es suficiente para que comience a caminar. Así vamos por el sendero esquivando las espinosas de los coposos algarrobos. 
A la vera de la ruta, la vegetación es un poco más espesa. Me obliga a despegarme del alambrado y acercarme a la banquina. Pocos metros más adelante una  línea  de pastizales bajos tienta a un galope corto. 
No hace falta azuzarlo ni talonearlo. Nos entendemos. Del paso acompasado a la carrera suave. Así avanzamos. Son dos kilómetros nada más hasta la casa en el pueblo. 
Miro a la derecha y el Rastrojero, con Pocholo y  Victoria, marchan a la par. Con el brazo extendido por la ventanilla abierta me hace señas para que me retire de la banquina, que me acerque al alambrado. 
Quizá conoce el  terreno, quizá una vizcachera pienso. Un toque suave con las riendas y nos desviamos un poco. Seguimos galopando. Disfruto el placer de galopar pensando en la libertad, mientras que en la ruidosa cabina del Rastrojero se produce esta charla:
- “¿Qué pasa que te estas riendo abuelo?” – pregunta Victoria mientras Pocholo mantiene su brazo extendido.
-“Es que no le avisé a Agustín, jejeje”
-“¿Qué cosa abuelo, qué no le avisaste?”
- “Que el Chiquitín se espanta con los camiones, le tiene miedo a los camiones…”
- “Ahhhh…”
-“Sí. Jeje … y allá viene uno… bueno…. dos camiones, jejejej”

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