Los dos amigos compartían el café de la tarde. No la merienda. Solamente un café. La excusa para la reunión diaria de socialización. De fraternidad. De distensión. De charla constructiva. De interacción y a veces de debate. De discusión. Porque no siempre las opiniones son convergentes.
El mayor, cincuentón largo, espigado, frondosa cabellera ceniza, compartía la alegría familiar porque su esposa se había jubilado. De profesión maestra y dos años mayor que él. El sistema previsional docente es más generoso que otros ámbitos laborales.
Por décadas había trabajado en el primer grado. Una decisión que se sostuvo por la enorme satisfacción que sentía al recibir nenes que apenas hacían algunos trazos con el lápiz y al cabo del ciclo podían escribir, leer, identificar los números hasta el 100, sumar y restar. En lenguaje técnico, recibía analfabetos y los alfabetizaba, los convertía en instruidos, letrados…
- “Está muy contenta. Para nada extraña el aula. Cosa rara en alguien que se jubila. Pensé que sería distinto. Creo que valió la pena” – remató.
- “No coincido” – apuntó su amigo. Barrigón y bien desforestada la testa. Ante la mirada desconcertada del primero agregó – “No es pena, es alegría. No diría “Valió la pena”. Por lo que contás bien podría ser “Valió la alegría…”
La charla continuó por los derroteros del lenguaje. Esa forma de vestir nuestros pensamientos. La forma de mirar el mundo. Hasta que se hizo la hora de retomar la agenda laboral y renovar el compromiso para reencontrarse al otro día.
- “Pago yo” – dijo el gordo.
- “OK. La próxima yo invito” – respondió el flaco canoso, se levantaron y salieron por la puerta blindex de bisagras chillonas.
A pesar del bullicio, de la cafetera express, del canal de noticias que se ve en pantalla gigante o el traqueteo ensordecedor del molino de café cada vez que tritura los granos, seguí con atención esa charla. Era mi pausa. Estaba solo y acodado en la barra saboreando esa infusión oscura y espumosa que algunos prefieren amarga y yo endulzo. Vacié el pocillo y decidí partir también.
Caminé una cuadra y algo más. Pasé frente a la casa deshabitada. La única casa de la cuadra poblada de comercios. En el porche, un joven sin techo se disponía a armar su refugio para esa tarde noche que prometía frío. En el semáforo de la esquina un limpiavidrios serpenteaba entre los autos ofreciendo su servicio a cambio de un billete.
En una mano una botella de plástico con un líquido semitransparente y espumoso, en la otra la escobilla. Las mías, en los bolsillos. Mi derecha atesorando el celular, la izquierda la billetera. “Entregales un hornero”, decía parte de mi conciencia. Un hornero es un billete de los naranjas, los de mil. “¿Para qué?” se preguntaba la otra mitad de esa misma conciencia.
Pasé frente a la casa deshabitada. La única casa de la cuadra poblada de comercios. En el porche, un joven sin techo se disponía a armar su refugio para esa tarde noche que prometía frío. En el semáforo de la esquina un limpiavidrios serpenteaba entre los autos ofreciendo su servicio a cambio de un billete.
La lógica del razonamiento había suprimido el “¿Por qué?”. El por qué tenía que ver conmigo mismo. Con la satisfacción de apaciguar mi estado de ánimo ante la pobreza ajena.
¿Qué cambiaría un hornero, un billete de mil, en la vida de esta persona? “No vale la alegría” dije parafraseando a los amigos del café.
¿Por qué sería una alegría? Y ¿Qué hago con la pena?” me interpelé. Ni alegría ni pena. Pobreza. ¿Cómo hago para que un hornero pueda revertir la pobreza? ¿Qué pobreza? La del flaco que se apresta a dormir en el porche. La de este otro pibe, porque es un pibe. El que limpia parabrisas. Su imagen me confunde con la del primero. Porque son todos flacos los que viven en la calle. También el flaco que no habla. El que hace años camina entre los autos detenidos, dos semáforos más adelante, con el cartel de siempre. “Una ayuda. El incendio me quemó la casa” escrito con marcador grueso, se lee en el cartón que alguna vez fue caja.
Liberé la billetera y el celular; encendí el motor y me puse en movimiento.
El camino a casa fue masticar ideas. Alegría, pena, pobreza…
La pobreza se la define como una situación en la que una persona no cuenta con ingresos dinerarios suficientes para cubrir bienes y servicios que satisfagan sus necesidades fundamentales y vivir dignamente.
Entonces me reproché la falta de generosidad. Un hornero habría generado en mi un momento de compasión y misericordia. ¿de veras sería altruismo? ¿o efímera sensibilidad?
Liberé la billetera y el celular; encendí el motor y me puse en movimiento.
El camino a casa fue masticar ideas. Alegría, pena, pobreza…
La pobreza se la define como una situación en la que una persona no cuenta con ingresos dinerarios suficientes para cubrir bienes y servicios que satisfagan sus necesidades fundamentales y vivir dignamente.
Esos flacos no tienen para solventar alimentos, vivienda, educación, salud, trasporte, vestimenta. Un hornero habría generado una alegría para cualquiera de ellos. Un momento de satisfacción y regocijo. ¿Alimento? Quizá. Vivienda, educación, salud… seguro que no.
Entonces: ¿Valdría la alegría? o ¿Valdría la pena?
Pensé en aquella maestra que recibió analfabetos y creó letrados, que ofreció su tiempo para inculcar saberes. Ella sabe que serán para toda la vida. No se comparan con un hornero, o diez, o cien horneros. Porque estos billetes tendrán una vida fugaz en esas manos de uñas ennegrecidas, costrosas, ajadas por el frío, la falta de aseo y la intemperie. La soledad y la pobreza.
¿Y si me equivoco? ¿Y si esos papeles naranjas sí pudieran cambiar esas vidas?
Vuelvo a reprocharme. Por no darme la chance a equivocarme. Para que valga la pena o valga la alegría.
Empobrecido por la sobreabundancia de preguntas. Empobrecido por la falta de respuestas.
Empobrecido por la sobreabundancia de juicios a priori. Empobrecido por la falta de empatía.
Empobrecido por la sobreabundancia de inclemencia. Empobrecido por la falta bondad.
Y regresé al confort y la comodidad de mi casa, manso y tranquilo por no ser pobre. Para que valga la pena. Atribulado por no ser rico como aquella maestra. Para que “valga la alegría”.